Historia y relato del genocidio

El proyecto nacional sionista de Israel y el genocidio en Gaza

Histórico discurso de Yasser Arafat en la ONU, 1974, donde explicó la razón de la causa palestina y de la resistencia de su pueblo.

 

 

“El gran éxito sionista ha

sido vender su agresión como autodefensa

y la lucha armada palestina como terrorismo”.

Ilan Pappé, historiador judío.

 

Cuando están por cumplirse dos años del recrudecimiento del genocidio en Gaza, surgen preguntas insoslayables: ¿Cómo se llegó a este genocidio en el siglo XXI? ¿Cómo podemos explicar el consentimiento o la indiferencia que han prevalecido en amplios sectores de las sociedades occidentales ante la tragedia en Gaza?, entre otras.

Si algo se sabe sobre lo que los europeos denominan Cercano Oriente es que la situación está determinada por diversos factores, de naturaleza geopolítica, económica, étnica y religiosa; por lo tanto la intención que inspira estas líneas es ofrecer elementos que nos acerquen a respuestas hipotéticas y no excluyentes, comenzando por poner en contexto el escenario actual mediante un breve recorrido histórico-político del mal llamado “conflicto entre Israel y Palestina”, para señalar después la contribución a su incomprensión por parte de los medios de comunicación hegemónicos.

Desde ya vale aclarar que cuando hay una enorme asimetría de poder, de armamento, de despliegue militar y de apoyo internacional, y esa asimetría se dirige a la destrucción de territorios, infraestructuras y –lo más importante– de la población civil, en particular al asesinato de niños, contra una de las partes, entonces no puede hablarse de conflicto armado ni de guerra: se trata de crímenes contra la humanidad, de un genocidio.

Uno de los factores que explica tal estado de cosas es que Israel forma parte del sistema imperial norteamericano –aunque con un importante grado de autonomía– y, por lo tanto, cuenta con el apoyo político y militar de Washington pero también el de sus subordinados, la Unión Europea y regímenes árabes corruptos; esquema reforzado a partir de la caída del gobierno sirio de Bashar al-Assad, ahora en manos del grupo Hay’at Tahrir al-Sham (HTS), vinculado a Al Qaeda y liderado por Ahmed Hussein al-Sharaa –también conocido como Abu Mohammad Jolani–, justamente apoyado por el imperialismo anglo-norteamericano. Nada que deba sorprender.

El genocidio no comenzó en octubre de 2023, por eso algunos autores lo han caracterizado como “genocidio progresivo”, y forma parte de un tipo de dominación que rige desde la formación misma de las primeras milicias armadas sionistas a principios del siglo XX: Bar Giora (1907), la Haganah (1920), el Irgún (1936), el Lehi o Grupo Stern (1939), etcétera, y la Nakba de 1948; compatible con el invariable proyecto sionista de establecer un colonialismo de asentamiento. El proyecto nacional israelí es, más allá de quien gobierne, un crimen colonial en la medida que requiere la ocupación total del territorio palestino desde la Franja de Gaza hasta lo que los sionistas llaman Judea y Samaria, que es Cisjordania, y el exterminio o desplazamiento de millones de pobladores árabes. Es decir que el problema no es el primer ministro Benjamin Bibi Netanyahu y sus aliados en el gobierno –que sin duda lo agravan–, el problema es el proyecto nacional sionista para Israel: la concepción sionista de Estado judío sólo puede materializarse sin una cantidad significativa de palestinos y palestinas.

Tanto es así que los famosos Acuerdos de Oslo resultaron ser engañosos y sirvieron para construir un sistema de territorios para la segregación racial dominados por Israel –similares a los bantustanes de la Sudáfrica del apartheid– en el que la policía de Al-Fatah –organización político/miliar palestina que fundó Yasser Arafat– terminó siendo una fuerza subordinada al poder colonial. Por eso es difícil imaginar que, de mantenerse la dinámica actual, Israel vaya a aceptar un Estado palestino soberano y mucho menos que vaya a fundar un Estado plurinacional en el que los árabes tengan los mismos derechos efectivos que los israelíes de origen europeo y americano. Por si algo faltaba para sepultar la existencia de un Estado palestino, Estados Unidos reconoció a Jerusalén como capital del Estado de Israel durante el primer gobierno de Trump, algo que proyecta imitar su peón Javier Milei.

Durante décadas Israel diferenció entre las zonas que quería controlar directamente y aquellas que administraría en forma indirecta con el objetivo de reducir la población palestina, a través de la limpieza étnica y la asfixia tanto económica como territorial –entre otros métodos–; este fue el caso de Cisjordania. La excepcional ubicación geopolítica de la Franja de Gaza hacía muy difícil la ejecución de esa estrategia: desde 1994 –antes de que Hamás llegara al poder– y sobre todo cuando Ariel Sharon se convirtió en primer ministro en 2000, la estrategia en la Franja fue materializar el control convirtiéndola en un gueto y esperar que su población –alrededor de dos millones de personas– fuera reduciéndose y pasara al olvido.

Pero resultó que el gueto era rebelde y no estaba dispuesto a vivir en condiciones de aislamiento, hambruna y colapso económico; en consecuencia, toda acción de castigo colectivo tenía que ser una operación de asesinatos y destrucción masivos. En otras palabras, en Gaza el plan sionista adopta su forma más inhumana, el mundo está frente a crímenes sistemáticos que hoy sólo se destacan por su magnitud.

En 2006 y 2014 también hubo ataques masivos e indiscriminados de Israel en Gaza. La estrategia sionista de presentar cada una de sus políticas brutales como respuesta ad hoc para tal o cual acción palestina es tan vieja como la propia presencia sionista en Palestina. La oleada genocida de 2014 tuvo como pretexto el asesinato de tres adolescentes israelíes que habían sido secuestrados en Cisjordania –crimen en represalia por el asesinato de dos niños palestinos por parte de fuerzas de Israel en la ciudad cisjordana de Beitunia– y como antecedente inmediato el intento de frustrar la decisión palestina de formar un gobierno de unidad al que ni Estados Unidos iba a poner objeciones. La oleada actual pretende justificarse por la necesidad de terminar con la “organización terrorista” Hamás –que el mismo Israel ha financiado: Netanyahu ha reconocido que permitió financiar a Hamás desde Qatar para dividir la causa palestina–, a fin de que el gueto recupere la calma.

Ahora bien, es difícil explicar que ante las escenas que aparecen a diario en las redes sociales –que han perforado el blindaje impuesto por Israel a la información– con miles de muertos; niños, mujeres y ancianos hambreados y con los cuerpos mutilados y hospitales destruidos por un ataque prácticamente ininterrumpido durante casi dos años, la mayoría de los gobiernos occidentales hayan oscilado entre el silencio y la insostenible equidistancia, y una parte significativa de las respectivas sociedades entre la aceptación y la indiferencia.

Estimo que en el caso de las sociedades ha sido decisiva la intervención de los grandes grupos de medios, que propagaron un discurso con mínimas variantes y sin discontinuidades en la mayoría de los países de esta parte del globo; un discurso que se convirtió en la versión oficial sobre la tragedia, complementario de lo comentado más arriba sobre la histórica autovictimización israelí: Netanyahu presenta a la comunidad internacional y al pueblo israelí dos objetivos que supuestamente pondrían fin a la “guerra”: la ya mencionada “erradicación de Hamás” y la “liberación de rehenes y prisioneros de guerra israelíes”. Objetivos cuya incompatibilidad es evidente, pero que los discursos oficiales repiten aquí y allá como objetivos bélicos legítimos.

El análisis de las etapas que conformaron la intervención de los grandes medios implica develar qué hay detrás de la arbitraria distinción establecida entre un momento justo y un momento injusto del desastre en Gaza, bajo la suposición de que este último comenzó en marzo pasado. Una ficción narrativa que brinda menos claridad sobre el recrudecimiento de los actos genocidas allá que sobre la creciente dificultad para racionalizarlos acá.

El historiador israelí Raz Segal, especialista en el Holocausto, decía y se preguntaba ya en octubre de 2023: “Israel ha sido explícito sobre lo que se dispone a cometer en Gaza. ¿Por qué el mundo no escucha?” La hipótesis que sostengo es que los espacios públicos escucharon el repertorio discursivo genocida de Israel, pero intentaron racionalizarlo transformándolo en tres relatos socialmente aceptables: uno militar, uno diplomático –que transforma una empresa de destrucción masiva en actos de guerra con una lógica militar/diplomática– y finalmente uno humanitario; sincrónicos con la destrucción progresiva de la Franja y banales, pero efectivos en la generación de consenso masivo: “El desastre humanitario es un efecto catastrófico de la guerra, no un genocidio”, resumió Eva Illouz, socióloga franco-israelí en noviembre de 2023. “Esta causa es justa”, declaró Emmanuel Macron en Israel el 24 de octubre de 2023. Otro tanto se veía/escuchaba en los medios de nuestro país, por ejemplo en Clarín el 1 de enero de 2024.

Así, el ataque fue presentado inicialmente en los discursos políticos y mediáticos como “justo”, sus consecuencias humanitarias como “lamentables” pero “inevitables”, y su resolución como el resultado de una “negociación”. Pero desde marzo de 2025 estos paradigmas bélicos y diplomáticos se han derrumbado: las consecuencias humanitarias que antes se consideraban “daños colaterales” se han convertido repentinamente en demasiado brutales, impactantes e injustificables para semejantes discursos, se quebró la capacidad de la diplomacia y de los medios de comunicación occidentales para racionalizar los crímenes israelíes. Lo que podríamos denominar la humanitarización del genocidio produjo entonces una nueva forma de racionalización: indujo una ruptura entre un momento bélico lícito y un momento inhumano ilícito, estableciendo arbitrariamente la frontera entre ambos.

Esta maniobra, que introduce la sensible perspectiva humanitaria en versión despolitizada y desprovista de todo contexto, obscurece la dimensión profundamente política de lo que está ocurriendo en Gaza: la reducción intencional por parte de Israel y sus aliados –entre los que se cuenta el patético gobierno de la Argentina– de la población palestina a una vida imposible, para aniquilar su proyecto nacional y su conciencia política. La Unión Europea llega incluso a ofrecer su asistencia a Israel para entregar ayuda humanitaria a Gaza, como si el problema residiera en la incapacidad logística de Israel para gestionar esta misión que –conviene recordar– debió confiarse a organizaciones preparadas para esa delicada tarea. También (des)informaron por acá el domingo pasado.

 

 

Es evidente que para que todo esto esté pasando, buena parte de las élites de Occidente debieron deslizarse –y se deslizaron– en una pendiente moral descendente, cuestión acerca de la cual se ha escrito suficientemente.

En su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 13 de noviembre de 1974, Yasser Arafat dijo: “Si el objetivo de esta emigración judía a Palestina hubiese sido vivir a nuestro lado disfrutando de los mismos derechos y con los mismos deberes, les habríamos abierto las puertas en la medida en que pudiera acogerlos nuestro territorio. […] Pero nadie puede exigirnos razonablemente que el objetivo de esta emigración sea usurpar nuestra tierra, dispersarnos y convertirnos en ciudadanos de segunda categoría. Por eso desde un principio nuestra revolución no ha estado motivada por factores raciales o religiosos. Nunca se ha dirigido contra personas judías en tanto tales, sino contra el sionismo racista y la agresión flagrante”.

Palabras que expresan con tanta sencillez como contundencia la razón de la causa palestina y de la inquebrantable resistencia de su pueblo.

 

 

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