Holy Cross I

Mi madre atesora una foto

perturbadora para mi.

Había cosido un traje de chinito,

de raso de seda amarillo

con una gran  banda negra

y del mismo color una cinta

que ajustaba mi talle.

Con cartulinas, un cono de amplia

base tambien forrado de raso negro.

No dejaba de probarme el sombrero

inquieta por que se viniera abajo

ni el pantalón pata de elefante

tan ancho como dos faldas

acampanadas que flotaban

sobre unas alpargatas

que no se dejaban ver.

Se avecinaba la fiesta

de fin de año del Colegio

(iba al Holy Cross)

y los curas se empeñaron

en que fuera a lo grande.

Hasta alquilaron el cine

Gran Splendid en la calle Santa Fe,

donde ahora hay una enorme librería.

Frente al alto espejo del comedor

yo ensayaba pasos de baile

y las piernas del pantalón

volaban hinchadas de aire

que refrescaba mis zonas íntimas

liberadas de calzoncillos

para sentir el cosquilleo de la seda.

Unos días antes de la fiesta

el padre Pat me anunció

que el chico que hacía de duquesa

se había quebrado la pierna en hockey

y me ordenó que ocupara su lugar.

Es importante que lo hagas vos

dijo y no se discutía con el padre Pat.

Al futbol yo jugaba bien,

era delantero y me agarraba a las piñas

como cualquiera pero era delicado.

Delicado y flaquito.

Por eso me eligió y no pude no aceptar.

Esa noche mi madre y mis hermanas

reunieron todo lo mejor que tenían

desde las bombachas al corpiño

desde las enaguas hasta la falda larga

Y unos zapatos colorados con tacones

que me quedaron perfectos.

Un sombrero de fieltro lila con un velo

se cerraba en mi mentón

para disimular la peluca torpe.

Era la felicidad de mis hermanas

tenerme de maniquí dócil y articulado.

Que me agradara me producía malestar.

Mucho más cuando empolvaron mi cara

depositaron colorete en mis mejillas

destacaron mis ojos con rimmel,

marcaron mis cejas

y finalmente pintaron mis labios

con el rojo atenuado que usaban.

Disfruté del sabor del rouge

pero verme como una linda chica

en el espejo me produjo una inquietud

que se extendía por todo mi cuerpo,

un temblor que no sabría transmitir.

No puedo explicar qué es ser mujer.

Es el roce que eriza toda la piel

que no distingue el adentro y el afuera.

Es a la vez el vacío abismal

y la superficie absoluta.

Es como la huella

que en el agua traza un pez.

Ser mujer es ¡frou frou!

Pero no se lo puedo decir a nadie.

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