Holy Cross (II)

La función fue un éxito atronador

aunque tuvimos que ensayar

en el gimnasio del colegio.

No me asombra, porque nuestros padres

hermanos y abuelos son el público.

Soy objetivo si digo que el número

de la duquesa fue el último y el más aplaudido.

Era el tercer acto de una comedia

de Bernard Shaw y lo hicimos en inglés.

Como corresponde yo estaba muy nervioso

porque nunca había actuado

pero sobre todo porque después de los ensayos

mis compañeros me hicieron la vida imposible.

¡Ay princesa! fue lo menos que me dijeron.

Después entre hada y prostituta

se unieron para descargar su odio sobre mi.

En los vestuarios todos se alejaban

como si fuera un animal apestado.

Solo me tocaban con un puntero,

en realidad me clavaban el puntero allí

o me pegaban con las toallas retorcidas

y mojadas desde lejos.

Nada de eso sucedia en los ensayos

porque el padre Pat los habría fulminado

con la mirada y derribado de un puñetazo

como solía hacer con los díscolos.

Una tarde al terminar las clases

     uno me puso el pie para que

     trastablillara y me cai al piso

     como una bolsa de papas.

     Cuatro o cinco me patearon

     sin compasión hasta que gente del Colegio

     apareció y huyeron los cobardes.

Yo no los denuncié porque sería peor.

El padre abominaba de la delación

como si fuera el peor de los pecados.

Pronto entendería la razón.

Como sea que fuere, cuando salí a saludar

todas las penas se esfumaron

como por encanto.

     Tuve que hacer tres reverencias

      porque el entusiasmo no amainaba.

      Entiendo la pasión de los actores

      que tienen que hacer y decir lo mismo

      noche tras noche en el colmo de la rutina.

      Pero la audiencia de pie, los ¡bravo! ¡bravo!

      el clap clap de la multitud

      te llena el corazón

      de tal manera que sufrirían cualquier

      desamparo con tal de vibrar

      con esos ruidos bienhechores.

Salté ingrávido hacia el camarín

      levantando mi falda para no pisarla

en los escalones y caer estruendosamente.

El padre mandó que estuviera solo en el tocador

para que mis estúpidos compañeros

no me atormentaran.

Me senté frente al espejo ovalado

enmarcado por lamparitas

como muestran en las películas

y con un cisne (sí, se llama cisne)

y una crema blanca

empecé a sacarme el maquillaje.

El padre entró sin avisar

y se sentó a mi lado

mirando de perfil en el espejo

como me desmaquillaba.

Cuando llegué a los labios

hizo un gesto para que me detuviera.

Quedate así y sacate la bombacha.

Quedé paralizado por el miedo.

Había oído rumores

sobre lo que hacía el padre

con sus preferidos

pero nunca imaginé

que yo integraba ese seleccionado

de chicos bellísimos, musculosos

y excelentes deportistas.

No uso bombacha, le dije.

Estaba iracundo, congestionado:

sacate lo que sea que uses.

Estoy con medias nada más

y me eché hacia atrás,

levanté la pollera

para bajar las medias de seda

prestadas por mi hermana.

Pero el padre alterado metió sus manos

en las enaguas y me sacó primero

la media derecha y luego la izquierda,

Por lo común serio y compuesto,

Pat estaba fuera de si.

Jadeaba como un puerco.

Se desabotonó la sotana

para extraer un pene

con la forma de un lápiz

y se lo frotó con ambas palmas

como si fuera un hombre primitivo

haciendo fuego

hasta acabar encima de las medias.

Luego me apretó el cogote

con su manaza

y su azul mirada de hielo,

si hablás sabés lo que te pasa, ¿no?

 

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