I.
Según su Constitución, en Estados Unidos cada quien tiene derecho a armarse. Que el rifle se empuñe para sumarse a una nación en ciernes o sirva para practicar tiro al pichón en una escuela, es lo de menos. La libre tenencia continúa, el deporte macabro también, pero se llegó a algo más siniestro.
Un día hubo otra masacre en una escuela, una distinta a las demás. No tanto por el número de muertos ni por las nuevas razones que hicieron de un alumno un francotirador, sino porque hubo quien, sin despeinarse, negó en medios y redes lo sucedido con tan buen predicamento que, cuando madres y padres de los asesinados prendieron sus computadoras y chequearon noticias en sus celulares, se encontraron con que, según los motores de búsqueda de la red, el hecho nunca había ocurrido. Sus hijos estaban bajo tierra, pero para el mundo estaban vivitos y coleando.
Si para algunos no hubo millones de muertos en cámaras de gas ni miles de desaparecidos en la Argentina, ¿cómo no va a ser posible negar el asesinato de un puñado de alumnos y profesores? La historia de la pérdida de juicio y escrúpulo se cuenta en Alex Jones: una guerra contra la verdad (2024), documental que prueba, entre otras cosas, que cuando ocurre un hecho de violencia, una alternativa es negarlo.
Hace unos días, una lista de personas a matar compartida en un chat entre adolescentes y un arma con caja de municiones en la mochila de una alumna hicieron cacarear a mamis y papis asustados que, sin ton ni son, acusaron a autoridades de instituciones escolares y docentes, al parecer, únicos responsables de que la sangre casi llegara al río. La “Carta a la comunidad educativa bonaerense”, enviada desde la Dirección General de Cultura y Educación, fue respuesta y abrazo de oso a quienes niegan su responsabilidad en la violencia escolar.
II.
La carta avisa sobre un ejercicio de la violencia que excede el marco de la escuela. Hace bien. Nunca falta quien no sepa que esta sociedad naturalizó la agresión y la violencia en todo ámbito. Sabemos hacer la vista gorda del asesinato en democracia (de pibes en micro escolar en el ‘55 a manifestantes en Plaza de Mayo en 2001) y la desaparición en dictadura, así como del linchamiento al pibe que roba un celular en el barrio y de la referencia presidencial a niños “atados y envaselinados” o al adversario político como un zombie a exterminar.
En la comunidad educativa no somos la excepción. Si antes aceptábamos el castigo a alumnos, ahora asentimos la práctica del sadismo sobre el cuerpo docente. No decimos “esta boca es mía” si un papi patotea a una profesora de secundario por haber reprobado a un pibe. Tampoco cuando algún amiguito del crío, en plena clase, le quema el pelo a la misma u a otra docente. Ante hechos como estos, la carta hace bien en destacar el valor de “escuchar y poner palabras donde hay desconfianza y agresión entre pares o con cualquier miembro de la comunidad educativa”. Como una de las “instituciones desprestigiadas”, la escuela “observa lo que la sociedad muchas veces no ve o se niega a ver”. En buena hora.
La carta señala que pibes y pibas “pasan en la escuela el 15% de sus vidas, [y] el resto vive con su familia, amigas y amigos, en las calles y distintos entornos”. Según una insondable aritmética, docentes y autoridades educativas nos hacemos cargo del 15% de balas en mochila y del correspondiente de los potenciales asesinados de la lista compartida. Sobre el resto, el porcentaje mayor, la carta propone que cada quien se ponga el sayo.
El dedo acusador apunta, entre otros, a papis y mamis que miran la viga en ojo ajeno. En la escuela, subraya la carta en base al testimonio de una estudiante, es en “el único lugar en el que me preguntan cómo estoy”. En casa no hay quien mire, hable ni escuche a pibes y pibas a quienes les cabe también responsabilidad por aferrase a redes sociales, “un mundo sin normas habilitado para humillar sin consecuencias” (en el que interactuamos adultos, aunque la carta no nos incluya), y por filmar hechos violentos como “meros espectadores”.
La carta alerta sobre un preocupante “contexto de agresividad y hostilidad” que la escuela ve solo como testigo, como espacio de escucha de pibes y pibas quebrados. Subida al portal ABC, foro de consulta de la educación de la Provincia de Buenos Aires, se ofrece para “compartir algunas reflexiones”, no sin dejar de señalar responsabilidades ajenas a docentes y autoridades escolares, meras víctimas de la violencia.
III.
Los indicios de un cambio de época pueden darse en lugares impensados. Los pórticos de catedrales y parroquias un día se transformaron en foros de discusión pública donde no se colgaron agradecimientos de fieles, sino manifiestos contestatarios. Siglos después, Émile Zola difundió una carta en el periódico (en la que acusó al mismísimo Presidente de Francia), Rodolfo Walsh la puso en un buzón, ayer los intelectuales de “Carta abierta” difundían sus documentos por los medios de comunicación tradicionales y en estos días Cristina Fernández da a conocer sus cartas por Twitter. Los autores de cartas públicas solían hacerse responsables de lo escrito. Algunos pagaron con su vida, otros con la difamación perpetua, un modo de morir en vida, el equivalente del destierro de antaño.
Algo cambió. Victimizarse y señalar con el dedo a victimarios por la red es costumbre de esta era en la que, no solo la verdad no importa, sino que además nadie se hace responsable de señalar sin costo la violencia ejercida por otros.
Hay una perversa complicidad con la violencia creciente no solo en las aulas. En la comunidad educativa, todos somos responsables, aunque no en igual grado, como bien destaca una carta que devuelve gentilezas a mamis y papis ingratos, y tira de las orejas, según la visceral descripción de Adolescencia (2025), a bestias de establo a quienes nadie, menos la escuela, educó.
Prueba de un Estado náufrago que envía cartas como botellas al mar, el texto es una petición de principios y declaración de buenas intenciones. Expresión de una institución que no garantiza la justicia (mucho menos la social), la carta no se priva de perorar sobre “el rol del Estado en la construcción de una sociedad más justa”, letra muerta de quienes decimos defender al Estado, cuando no dejamos de destruirlo con defecciones como esta.
Se gatille o no, hace tiempo la sangre llegó al río. La escuela no propone un proyecto que canalice la guerra de todos contra todos que caracteriza al género humano. Claro que, por estos días, tampoco hay proyecto en la familia ni en el Estado. Eso no debería ser excusa, sino aliciente para que la escuela sea punta de lanza de una comunidad más digna que esta salita de primeros auxilios en que la transformamos.
Al respecto, la carta avisa que la escuela, en coordinación con el Ministerio de Salud, que creó el programa “La salud mental es de todos y todas”, se preocupa por la salud mental. En otro tiempo, el de Ramón Carrillo, por ejemplo, ese Ministerio se ocupaba de las causas, no solo de síntomas y consecuencias del malestar del pueblo. Para que se atienda a aquéllas hay que superar la negación de la propia violencia de este victimismo canalla, verdadero autor de esta carta.
Solemos detener la marcha de las clases para jornadas docentes inocuas o por paros que desangran la escuela pública. No tuvimos el coraje de hacerlo ni ante la sentencia a muerte compartida ni al encontrar un arma con municiones en una mochila escolar, ya que la carta sólo se colgó en la red para quien tuviera a bien leerla. Continuamos como si nada con una rutina atenta a contentar a papis y mamis, y a aburrir a estudiantes angustiados, cada vez menos preparados para la vida adulta.
Del cristianismo al psicoanálisis, del anarquismo al existencialismo, la humanidad conoció relatos que obligaban a cada quien a hacerse responsable de sus actos. No es tarde para, como proponía Nietzsche por boca de un personaje de Tarkovski en Nostalgia (1983), volver “donde tomamos el camino equivocado”. O reponemos algún relato que nos obligue o creamos uno nuevo.
Propongo colgar en las puertas de las escuelas los manifiestos de la comunidad por venir. Este escrito no quiere cumplir otra función. Las nuevas cartas serán prueba de que ya no perdemos tiempo en echar culpas, sino que preferimos ganarlo pensando cómo construir un futuro mejor.
* El artículo es parte de mi investigación para el libro Mamá, Perón y Sarmiento. Educar en el Apocalipsis zombie.
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