La Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó el martes 9 a la Argentina por las desapariciones forzadas de José Segundo Zambrano y Pablo Rodríguez, en la Mendoza de los primeros meses de 2000, y por la dilación de un cuarto de siglo en el esclarecimiento de los hechos. Aquellas fueron las últimas desapariciones forzadas denunciadas en esa provincia, cuya descontrolada policía motivó en 1996 el primer veredicto de la Corte IDH contra el país.
Menos de una década después, los indicios de participación de agentes de policía, las actuaciones judiciales plagadas de irregularidades y la narrativa del gobierno provincial del radical Roberto Iglesias evidenciaron líneas de continuidad con roles y discursos que dieron forma o avalaron al terrorismo de Estado. De ese modo encontró sus límites la reforma policial que Mendoza había iniciado por la presión social desatada tras el asesinato del estudiante Sebastián Bordón, que en 1997 tuvo repercusión nacional.
El hallazgo de los cuerpos de Zambrano y Rodríguez, tres meses y medio después de sus desapariciones, no mejoró los resultados en los estrados mendocinos. El único juicio realizado, en 2004, acabó con la absolución del principal acusado. Los magistrados intervinientes en la instrucción terminaron siendo investigados por direccionarla hacia la nada, y en 2025 los crímenes siguen impunes. Por orden de la Corte IDH, deberán retomarse las investigaciones para dilucidar lo ocurrido y sancionar a funcionarios públicos que hayan entorpecido el curso de la causa.
La exposición del caso a los jueces internacionales estuvo a cargo de los abogados Sergio Salinas y Lucas Lecour, integrantes de la organización Xumek. Su colega Diego Lavado, miembro fundador de Xumek, había planteado en 2005 el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Allí comenzó el largo proceso que llevó al veredicto.

El Estado argentino reconoció su responsabilidad durante el proceso ante el tribunal internacional, que en su sentencia amonestó a la representación anarcocapitalista por la intempestiva reformulación narrativa del hecho aportada en una audiencia por el ahora ex subsecretario Alberto Baños, quien colocó en un plano de igualdad a víctimas y victimarios. Nada nuevo bajo el sol.
Cabo suelto
Las víctimas, ambas menores de treinta años, fueron vistas por última vez con vida el 25 de marzo de 2000. Zambrano era metalúrgico y padre de dos varones. Rodríguez trabajaba en un servicio de mensajería y esperaba una niña, aunque no llegó a saberlo: su esposa recibió la noticia cuando él llevaba casi un mes desaparecido. Cada fin de semana jugaban, entre amigos, un partido de fútbol. Aquel último sábado de marzo, el destino fue distinto: la Dirección de Investigaciones de la policía provincial, fuerza de la que Zambrano era informante.
De acuerdo a su madre, Stella Maris Loria, le habían prometido una pronta incorporación regular. No obstante, aclaró el testimonio materno, él no confiaba en la policía. En los días previos había buscado acceder a un arma, con la que pudiera protegerse de algo que sentía amenazante. Es posible que por eso haya querido que su amigo lo acompañara al encuentro al que lo había convocado Omar Zabala, jefe de la división Automotores, o alguien que llamó al hogar familiar dejando un mensaje falso en su nombre.
Indicios y testimonios apuntan a que, como informante, Zambrano habría accedido a datos que no debía conocer. Las pistas más sólidas recuerdan a la asociación ilícita de policías y civiles que entre 1998 y 1999 perpetró una serie de asaltos a bancos. Uno de los atracos acabó con un delincuente abatido. Cuando se lo identificó, pudo comprobarse que era un cabo en actividad. Un cabo suelto, que permitió a la ciudadanía corroborar el grado de corrupción policial e impidió a los poderes públicos desviar la mirada. El entramado delictivo había contado hasta entonces con tanta impunidad que se permitió amenazar al juez a cargo de esa investigación.
Dentro de esa hipótesis, Zambrano habría accedido a información que comprometería a los hermanos del también policía Felipe Gil, luego imputado por los homicidios.
El automóvil en que viajaban Zambrano y Rodríguez fue hallado cuatro días después de sus desapariciones, pero sus cuerpos aparecieron recién el 3 de julio. Durante ese lapso, el accionar judicial y gubernamental fue escaso e ineficaz. La Justicia provincial no profundizó en la búsqueda pese a los recursos de hábeas corpus interpuestos por las familias de las víctimas, rechazados tan pronto como la policía y el servicio penitenciario negaron tenerlas en su poder.
La desesperación llevó a un grupo de familiares a emprender la búsqueda por su cuenta. Estuvieron cerca de hallar los cuerpos: recorrieron el piedemonte mendocino, donde finalmente aparecerían, y encontraron rastros de sangre. Cuando acercaron el dato, la policía les ordenó que interrumpieran la tarea. De otro modo, se los amonestó, podían entorpecer el afán policial. Que, naturalmente, no existía.

Crimen sin castigo
El gobierno provincial de Iglesias, la propia policía y el juez Rafael Escot respondieron a la crisis desatada por las desapariciones con acusaciones hacia las víctimas. De ese modo comenzó una proliferación de versiones y teorías, en algunos casos emparentadas con las que se habían dejado oír dos décadas antes:
- la policía informó a la familia de Rodríguez el hallazgo de su sangre en el auto, por lo que decían sospechar que Zambrano podría haberlo asesinado, versión que perdió fuerza cuando quedó demostrado que en el vehículo había dos grupos sanguíneos distintos;
- el ministro provincial de Justicia y Seguridad, Leopoldo Orquín, convocó a una rueda de prensa en la que se presentó a las víctimas como delincuentes con “frondosos prontuarios” vinculados a la “mafia policial”; y
- el gobernador Iglesias declaró ante la prensa que “los prófugos no son desaparecidos”, basándose en versiones que alternativamente situaban a las víctimas en Chile, Londres o la Capital Federal.
Sin embargo, el episodio más grave fue la detención ordenada por el juez Escot sobre la madre de Zambrano, que debió soportar condiciones denigrantes en dependencias de la propia policía. Escot había tomado por ciertas las acusaciones lanzadas por un sorpresivo testimonio que la caracterizaba como integrante de la banda criminal de uniformados y civiles.

La aparición de los cuerpos interrumpió las ficciones, pero el mismo Escot quedó a cargo de la instrucción de la causa. La investigación se centró en el testimonio de Mario Díaz Rivero, que adjudicó al policía Felipe Gil la autoría de los crímenes y ofreció detalles consistentes con las pericias forenses. Sin embargo, su declaración testimonial no fue interrumpida cuando comenzó a autoincriminarse, situación incompatible con garantías procesales indispensables.
Cuando la causa fue elevada a juicio, la Cámara del Crimen determinó que la negligencia impedía que la declaración fuera valorada en su sentencia. De ese modo, el principal acusado resultó absuelto por el principio de duda razonable, aunque el tribunal confesó no poseer “una convicción absoluta” sobre su inocencia.
La Cámara también ordenó que se investiguen las irregularidades procesales acumuladas en la etapa de instrucción, lo que sin embargo no derivó en la destitución de los magistrados participantes. Por el contrario, en el lapso transcurrido entre los crímenes y el veredicto absolutorio el juez Escot fue ascendido a camarista.
Continuidades
La Dirección de Investigaciones de la policía, último destino conocido de Zambrano y Rodríguez antes de sus muertes, había alojado un cuarto de siglo antes al principal centro clandestino de detención del terrorismo de Estado en Mendoza. Por allí pasaron más de trescientas personas, víctimas de una arquitectura represiva que comenzó a funcionar con anterioridad al 24 de marzo de 1976.

El rol de la policía provincial fue vertebral en lo ocurrido, porque remonta sus antecedentes a un año y medio antes del comienzo de la dictadura. Tras la muerte de Juan Domingo Perón, fue designado como jefe policial el vicecomodoro Julio César Santuccione, sindicado como responsable de la organización paraestatal del Comando Anticomunista Mendoza y del Comando Normalizador Pío XII. Uno ejercía la persecución política y otro, el patrullaje moral. En ambos casos, la acción podía terminar en la muerte de la persona apuntada.
La Dirección de Investigaciones ofició, ya desde entonces, como espacio de detenciones clandestinas y sede de los grupos de tareas. Al menos hasta 1998, cuando la corrupción y las desapariciones forzadas en democracia dejaron expuesta a la fuerza, esa unidad continuó su seguimiento de militantes, docentes, estudiantes y sindicalistas. En el otoño de 1990, ese edificio policial fue el último lugar donde se vio con vida a Adolfo Garrido y Raúl Baigorria, cuyas desapariciones forzadas motivaron en 1996 la primera condena de la Corte IDH a la Argentina.
En la época en que ocurrieron los crímenes de Zambrano y Rodríguez, los ejecutores de la represión dictatorial clandestina aún gozaban de impunidad. En Mendoza, la primera sentencia demoró hasta 2010, pero desde entonces fueron condenados medio centenar de policías retirados. La nómina incluye a seis comisarios generales. El pasado de uno de ellos, Carlos Rico Tejeiro, detonó en 2008 la alianza que un año antes abrió a Celso Jaque el camino a la gobernación. Su designación había sido impulsada por el aliado Partido Demócrata, pero fue resistida por los sectores del oficialismo más comprometidos con la búsqueda de justicia por las tropelías cometidas.
Al fondo, a la derecha
La salida de Rico Tejeiro de un cargo público por el prontuario que luego lo llevaría a una condena fue una de las muestras del avance argentino hasta convertirse en una referencia global en la defensa de los derechos humanos.
Aunque los juicios por delitos de lesa humanidad no se han detenido, el gobierno nacional actual ofrece al mundo una imagen del país bien distinta a la de los tres lustros iniciales del siglo. El fallo de la Corte IDH en el caso de Zambrano y Rodríguez amonestó a la representación anarcocapitalista por su exposición ante el propio tribunal, en junio de este año, cuando sin aportar pruebas colocó en un plano de igualdad a las víctimas y a sus asesinos.
El autor de la equiparación fue Alberto Baños, por entonces subsecretario de Derechos Humanos de la Nación. Aunque el Estado ya había reconocido al caso como de desaparición forzada, para el ahora ex funcionario se trató de “un negocio entre delincuentes, al que una de las partes, por motivos ignorados, decidió ponerle fin”. Cuando el juez Alberto Borea Odría le preguntó cuáles eran las pruebas para tal caracterización, Baños sólo pudo apelar al rol de Zambrano como informante policial. Molesto por la liviandad de las acusaciones, el tribunal le pidió que remitiese los antecedentes penales de las víctimas. Rodríguez no los tenía, y en el de Zambrano sólo aparecía una riña.
Antes de renunciar, a comienzos de este mes, Baños produjo otra pieza destacada del discurso negacionista. Fue en noviembre, cuando debió responder ante el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas por la creciente violencia estatal hacia las manifestaciones que resisten los despojos.
Baños desconoció por igual la magnitud de la represión actual y la del terrorismo de Estado desplegado hace casi medio siglo, que no era objeto de interpelación del organismo de la ONU, al que acusó de estar colonizado por kirchneristas.
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