En 1973, Ursula K. Le Guin publicó “Los que se alejan de Omelas” (“The Ones Who Walk Away from Omelas”), un cuento filosófico que parece prescindir de trama, en el que un narrador anónimo describe la idílica ciudad de Omelas.
El relato se inicia con la descripción pormenorizada de un festival de mediados de verano: “En las calles, las procesiones se movían entre las casas de tejados rojos y muros pintados, entre los viejos jardines cubiertos de musgo y por las avenidas arboladas, a través de los grandes parques y ante los edificios públicos (...) centelleaban los gongs y las panderetas, y la gente iba bailando: la procesión era un baile. Los niños correteaban y se escabullían, sus gritos agudos se elevaban como los vuelos cruzados de las golondrinas sobre la música y los cánticos”.
Omelas es una ciudad opulenta y bella que transmite felicidad, y “cuyas torres dominan el mar”. Sus habitantes son felices por causas que el narrador no especifica, pero nos da la libertad de imaginar. El sexo desenfrenado y libre —el “rapto de la carne”, según el narrador— podría ser una de las razones; aunque también el consumo placentero de drooz, una droga no adictiva que aporta una cierta languidez, además de abrir las mentes “hacia los más profundos secretos del Universo”. Los habitantes de la ciudad parecen simplemente celebrar la vida. Además, el crimen no existe en Omelas. Es más, según escribe Le Guin: “En Omelas no había rey. No se utilizaban las espadas, y tampoco había esclavos. No eran bárbaros. No conozco las reglas y las leyes de su sociedad, pero estoy segura de que estas eran poco numerosas. Y como vivían sin monarquía y sin esclavitud, tampoco tenían Bolsa, ni publicidad, ni policía secreta, ni bombas”. Más allá de los detalles o de las aparentes causas, los habitantes, chicos y grandes, niños y ancianos disfrutan de los placeres de la vida en esa hermosa ciudad “cuyas torres dominan el mar”.
Sin embargo, contrastando con las imágenes idílicas de la celebración del verano y la belleza de los parques y las avenidas arboladas, el narrador señala que “en un sótano, bajo uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o quizás en la bodega de alguna de sus espaciosas casas privadas, hay una habitación”. Todos los habitantes de la ciudad saben que, allí, en un calabozo, hay un niño —o podría ser una niña— de unos diez años, sometido a vejaciones, hambre y golpes. Pero nadie intenta liberarlo: “Todos saben que está allá (...). Algunos comprenden por qué, otros no, pero todos comprenden que su felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus relaciones, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus sabios, el talento de sus artistas, incluso la abundancia de sus cosechas y la suavidad de su clima dependen completamente de la horrible miseria de aquel niño (...). La mayor parte de los que van a ver al niño son jóvenes, aunque hay también adultos que acuden a menudo a verle, algunas veces de nuevo (...). Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no hay nada que puedan hacer. Si el niño fuera conducido a la luz del sol, fuera de aquel abominable lugar, si se le lavara y recibiera comida y cuidados, eso sería algo bueno, desde luego. Pero si se hiciera esto, toda la prosperidad, la belleza y la alegría de Omelas serían destruidas ese mismo día y esa misma hora. Esas son las condiciones”. Ese es el pacto tácito que plantea el narrador y que, a la vez, describe el dilema del cuento: la felicidad plena de casi todos depende del tormento constante de un solo niño.
“Sus lágrimas ante tan cruel injusticia se secan cuando empiezan a percibir y a aceptar la terrible justicia de la realidad (...). Saben que ellos mismos, al igual que el niño, no son tampoco libres”. Esta última afirmación apunta a liberar a los habitantes de su pasada carga moral: nadie es libre, ni los alegres ciudadanos de Omelas, ni tampoco el niño ultrajado, que carga sobre sus escuálidas espaldas la felicidad ajena. Es como si el amo de una plantación de algodón de Alabama a mediados del siglo XIX hubiera considerado que él y sus esclavos negros compartían la misma ausencia de libertad. Es una forma de enjuague moral que transforma un modelo político y económico injusto en algo casi natural. “Es lo que hay”, diríamos hoy.
Por supuesto, los habitantes de Omelas podrían renunciar a su felicidad y liberar al niño. Vivirían de esa forma en una ciudad menos alegre y menos pudiente, en una realidad mucho más incierta; pero también sin un niño torturado en una mazmorra oscura. El narrador parece descartar esa opción: con una moral casi aritmética, el relato deja entrever que la felicidad de un solo niño sería poca ventaja frente a la infelicidad del resto de los habitantes. Por otro lado, habituado a la miseria planificada, no queda claro que, liberado de su calabozo, el niño disfrute plenamente de su eventual libertad: “De hecho, tras tanto tiempo, se sentiría indudablemente desgraciado, sin paredes que le protegieran, sin tinieblas para sus ojos, sin excrementos sobre los cuales sentarse”.
Le Guin afirma que la inspiración de su cuento le vino de una cita del filósofo norteamericano William James: “Consideremos la hipótesis de que se nos ofreciera un mundo en el que fueran posibles las utopías de Fourier, Bellamy y Morris, y en el que, por tanto, millones de personas fueran siempre felices, pero con la única condición de que un alma perdida más allá de las cosas tuviera que llevar una vida de solitario tormento. Por mucho que nos tentara el impulso de agarrarnos a una felicidad así ofrecida, sólo una emoción muy específica e independiente podría hacernos sentir todo lo repugnante que sería disfrutar de ella a cambio de aceptar deliberadamente un trato semejante”.
La única protesta que imagina Le Guin y que le da el título al cuento es marcharse de Omelas. Eso implica el riesgo de renunciar a la felicidad, pero, en un sentido más profundo y poderoso, significa también rechazar un contrato social que se juzga moralmente inaceptable.
El dilema filosófico de Le Guin es extrapolable a lo que Amado Boudou describe como la dictadura del capital, cuya hoja de ruta es el manual neoliberal. La gran diferencia con Omelas podría ser apenas aritmética: la dictadura del capital no se conformaría con una sola víctima, ya que requiere de amplias mayorías excluidas para garantizar la prosperidad de una minoría: “El neoliberalismo necesita cada vez cuotas más agresivas e impiadosas de explotación y desigualdad para reconvertirse y sostenerse, forzando un sistema inexorablemente más antidemocrático e injusto. Particularmente, la carga es más pesada sobre el mundo del trabajo, donde estamos ingresando en una etapa de auto explotación. Ya ni capataces hacen falta, pues toda la tarea la realiza lo que hoy denominan «economía de las plataformas»: un sistema al servicio de una nueva tecno-plutocracia emergente”.
Como los habitantes de Omelas, los integrados de sociedades cada vez más injustas, hemos aprendido a caminar por las calles sin ver a quienes revuelven en la basura buscando su sustento o duermen en la vereda junto a su familia y son víctimas de la peor de las inseguridades: la generada por las propias fuerzas de seguridad. Como los habitantes de Omelas, consideramos que el empleo precarizado de los trabajadores de las plataformas es un precio justo para que podamos recibir una pizza caliente en nuestro living. El credo neoliberal nos explica que la miseria planificada de hoy, que expulsa hacia los bordes a miles de ciudadanos, es el precio a pagar para lograr la prosperidad de todos en un futuro inminente, aunque siempre esquivo. El año pasado, Alejandro Bulgheroni —presidente de la petrolera PAE y uno de los cinco empresarios más ricos del país— pidió ayudar al Presidente Javier Milei y afirmó que “no se sale sin dolor”. ¿El dolor de quién?
Para que los alegres integrantes de la casta de Bulgheroni puedan disfrutar del verano eterno de Omelas, caminando por los parques y avenidas arboladas, las mayorías abandonadas deben sufrir el dolor redentor que el empresario propone casi como un rito iniciático, como el que padece el niño sentado sobre sus excrementos en un sórdido sótano de la ciudad.
Eso nos lleva a la pregunta filosófica planteada por el cuento de Le Guin: ¿Cuál es el precio que aceptamos pagar (y hacer pagar) por nuestra prosperidad?
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