JUEGOS DE AMOR Y DE GUERRA

La cacería de los chicos bien en la Argentina del 42

 

En la Argentina de 1942, en plena Segunda Guerra, y con el catamarqueño Ramón Antonio Castillo como Presidente (había asumido tras la muerte de Roberto Ortiz, del que era Vicepresidente) se desató una persecución a homosexuales solo comparable con la que, en ese mismo tiempo, realizaba el nazismo en Alemania.

Basado en ese hecho histórico, Gonzalo Demaría, escritor, investigador, dramaturgo, autor de exitosas obras como Deshonrada, Happyland y Tarascones, escribió el libro Cacería, sobre la historia real de Jorge Horacio Ballvé Piñero. Chico bien del barrio de la Recoleta, con pasado infantil en Francia con su familia, hijo de un marino, muchacho porteño con inquietudes diversas, Ballvé era fotógrafo aficionado y homosexual. Tomó la costumbre de fotografiar, desnudos, a algunas de sus conquistas callejeras. Lo hizo con conscriptos y mozos de pizzerías, con boxeadores y changarines, con colectiveros y policías, pero lo que resultó intolerable para la sociedad y el poder de la época fue que muchos de sus modelos eran cadetes del Colegio Militar de la Nación.

El país atravesaba esa transición, no exenta de conflictos, entre el fin de la Década Infame y el arribo del peronismo y en muchos ámbitos, incluso algunos científicos, la homosexualidad era considerada una enfermedad. Los medios de comunicación y la creencia popular generalizada los llamaba amanerados, desviados, refinados, locas o invertidos. Tanto el gobierno de Castillo como el de sus sucesores, los generales Arturo Rawson (uno de tantos records Guinness argentos: fue Presidente por tres días; no fue el único, remember 2001), Pedro Pablo Ramírez y Edelmiro Farrell respaldaron abiertamente los procedimientos judiciales y los aprietes a los homosexuales. Ramírez tenía un interés especial, ya que un hijo suyo revistaba en calidad de cadete del Colegio Militar y llegó a pensar que podía estar en alguna fotografía.

En esa época también fueron estigmatizados artistas populares como Niní Marshall y Tato Bores, a quienes se los desplazó bajo la acusación de que sus personajes Catita y el niño Igor deformaban el habla de las clases menos ilustradas. En junio de 1943 se había instalado el Consejo Supervisor de las Transmisiones Radiotelefónicas y desde ese lugar y desde el ministerio de Justicia e Instrucción pública a cargo del dirigente nacionalista y ultra católico Gustavo Martínez Zuviría (literariamente conocido como Hugo Wast) se convalidaron esas medidas reaccionarias y se prohibieron numerosos tangos por sus expresiones lunfardas. Pero, más allá del disgusto de los tangueros, quiénes realmente fueron tratados con enorme violencia y prejuicios rayanos con el desprecio fueron los homosexuales, al punto que, además de enfermos y trastornados mentales, eran considerados delincuentes.

Demaría trabajó durante tiempo unas fuentes milagrosamente conservadas en el Archivo del Poder Judicial. Se involucró en nada menos que 18 cuerpos de expedientes judiciales más un legajo con 200 fotografías en blanco y negro, de 14 por 8 y medio centímetros tomadas por Ballvé entre 1941 y 1942 cuando todavía era menor de edad (en esa época la mayoría se alcanzaba a los 22). En ese lote de retratos no figuran ninguna de los cadetes porque, antes de ser detenido, y por pedido expreso de uno de sus amigos, el cadete Pedro, Ballvé las incineró. Llamativamente solo quedaron a salvo del fuego aquellas en las que, como menciona Demaría, solo posaban “proletarios”.  Hace unos años el fotógrafo argentino Claudio Larrea recreó para una muestra llamada El cuerpo del delito alguna de las tomas perdidas. Una de ellas ilustra esta crónica.

 

 

De la muestra "Los cuerpos del delito", de Claudio Larrea. Recreación de una foto de Ballvé Piñero.

 

En charla con El Cohete a la Luna,  Demaría define a ese material como “testimonio de época, de clases sociales y de erótica”. Y agrega: “Por suerte, aunque ya pasaron 80 años, existen esas fotografías”.

 

 

In fraganti

Antes de ser detenido, Ballvé había pasado por tratamientos médicos y psiquiátricos, que por experimentales y humillantes más que procurarle contención le significaban verdaderos martirios. Uno de esos abordajes pseudo científicos, avalado por su mamá, lo recibió en el Sanatorio Loudet, consistente en tormentos tales como inyecciones en los testículos. “La homosexualidad era, desde la visión del poder, cosa de artistas y viciosos. En ámbitos judiciales, y también en otros, se hacía una clara asociación entre pederastia y arte”, explica Demaría. En referencia a la persecución a artistas, el libro cuenta que en julio de 1943 la policía del Presidente Ramírez lleva a cabo un procedimiento en plena función del teatro Avenida en donde detuvo a quien ya era una importante figura, el cantaor español Miguel de Molina, habitante de este país desde que había dejado su patria por ser simpatizante republicano y homosexual. Las autoridades argentinas lo acusaron de “conducta escandalosa”, le aplicaron la ley de residencia y, en pleno franquismo, lo enviaron de vuelta a España con las consecuencias imaginables. De Molina recién pudo volver años después, por la mediación de Eva Duarte.

Al decir de Demaría, la medicina y la criminología de aquellos tiempos tenían un lenguaje y un pensamiento comunes. Por ejemplo, un juez de apellido Ocampo solicitó prisión preventiva y embargo por 25.000 pesos (“Una pequeña fortuna”, para la época) para cada uno de los detenidos, diez hombres entre los que estaba Ballvé y una mujer llamada Sonia. Los acusó de corrupción de menores y asociación ilícita. A otros 15 varones los condenó por corrupción de menores con el pago de 5.000 pesos. Con indisimulable animadversión, el funcionario consignó: “Habían llegado a frecuentar a nuestros futuros oficiales, golpeando las puertas de nuestro primer Instituto Militar, desviando la conducta de los hijos más preciados de la nación, ya que son ellos los que mañana deberán salir en defensa de sus instituciones”. Apunta Demaría: “Cuando el juez Ocampo escribe esto, faltaban siete meses para el golpe de Estado del 4 de junio de 1943”. Retorna Ocampo con su filípica: “La vida moderna nos ha traído un aumento de esta clase de personas…desgraciadamente hoy en día parece que invadieran todos los círculos. Ha perdido el invertido aquella discreción, aquel alejamiento, el disimulo y la vergüenza propias de su mentalidad… En la actualidad hacen alarde de su condición de tales”.

Otro dato muy curioso. La única mujer acusada, la tal Sonia, declaró en la “Causa Ballvé” comprometiendo a Roberto J. Noble. Contó que en julio de 1941, cuando ella era una menor de 17 años, aceptó una invitación de Noble para ir a su departamento. En el libro se afirma que el vínculo previo lo había establecido su amigo Adolfo Goodwin y que Noble, que por entonces la doblaba en edad, le retribuyó la cita con dinero. Llamativamente, el hombre nunca fue llamado a declarar. En 1947, señala Demaría, ya con Perón en la presidencia y Noble como director del diario Clarín desde 1945, el nombre del fundador del matutino fue ocultado, eufemismos mediante. En la confesión de Sonia se lee: ‘Una noche se acostó con un señor que conoció por intermedio de un amigo y que aquella persona le regaló 70 pesos’.

Ballvé estuvo detenido hasta el fin de año de 1954. Su lugar de reclusión fue la prisión de Villa Devoto. Demaría lo plantea como un enigma: por qué allí y no en la penitenciaría de la avenida Las Heras en la que su tío, Antonio Ballvé, era el director. En ese año las relaciones entre Perón y la Iglesia argentina atravesaban una mala época, por numerosas razones, pero también porque hacía poco el Ejecutivo había tomado la decisión de reabrir los prostíbulos en todo el país. Demaría marca otra coincidencia: es también el momento en que se produce otra gran razzia de homosexuales. Tras recuperar su libertad, Ballvé se integró como vocal titular en una empresa de su familia lo que le permitió una posición económica desahogada. Falleció en marzo de 1986 a los 66 años. El Cohete a la Luna le preguntó a Demaría que hubiera dicho Ballvé sobre el libro. “Estaría muy asombrado y creo que le encantaría reconocerse en un libro de crítica a la criminalística de la época. Lo imagino agradecido. No lo eximo de sus taras, propias de su clase social. A pesar de sí mismo (él probablemente lo diría en francés, malgré lui), me resulta un personaje simpático porque es la víctima”. Además de esta muy seria y consistente investigación Demaría recuperó el tema en una obra de teatro, titulada Juegos de amor y de guerra, representada en varias etapas dirigida por Oscar Barney Finn, según aclara, más centrada en la cuestión de las fotografías y en las presuntas extorsiones que ellas podrían haber generado.

 

 

Gonzalo Demaría, foto de Claudio Larrea.

 

 

Concluye Demaría: “Si Ballvé Piñero no fue el primero en fotografiar desnudos, mucho menos fue un pornógrafo. Lo obsceno está más en los expedientes judiciales que en las fotos, tan satanizadas primero y tan fantaseadas después. A los ojos modernos no tienen nada de pornográficas: no hay escenas de sexo, ni siquiera erecciones. Son simples desnudos, y algunos ni siquiera eso, siempre masculinos. Su gran pecado fue fotografiar cadetes del Colegio Militar de la Nación”.

 

 

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