Juliot y Manuela

Historia de una experiencia política que culminó con la contraofensiva

 

La noche del 24 de octubre de 1979 sonó el timbre de la casa de Mina Wiesen en Buenos Aires. Adentro tenía lugar, como todos los miércoles, una reunión familiar. Detrás de la puerta aguardaban dos hombres vestidos de civil que llevaban consigo a dos niños, Gustavo y Francisco, de tres y un año de edad, respectivamente. Eran los nietos de Mina. Los hombres de civil dijeron que los padres de los niños, Bernardo Daniel Tolchinsky y Ana Dora Wiesen, habían escapado rumbo a Paraguay. La familia acogió inmediatamente a los niños pero descreyó del destino de sus padres. Y no se equivocó. Cuatro días antes Tolchinsky y Wiesen habían sido secuestrados, junto con sus hijos, en la zona oeste del conurbano bonaerense. Ambos eran militantes de Montoneros y habían regresado al país luego de su exilio forzoso como parte de la Contraofensiva que la organización había decidido desarrollar desde octubre de 1978.

Tolchinsky, cuyo apodo de militancia fue Juliot, y Wiesen, alias Manuela, eran parte del llamado aparato político de zona oeste. Su misión era coordinar contactos políticos con otros agrupamientos que, de acuerdo con los cálculos de la organización, también comenzaban a transitar su contraofensiva. Ambos tenían una gran importancia dentro de la jerarquía montonera. Manuela era oficial segundo y Juliot oficial mayor. Además, Tolchinsky había sido jefe de la Regional Columna Oeste. Manuela, antes de integrar la conducción de la zona oeste en 1976, había participado de la fuga del Penal de Rawson siendo una de las secuestradoras del avión que llevaría a los guerrilleros fugados al Chile de Salvador Allende. Durante la Contraofensiva, y junto con Horacio Campiglia, Marcela Molfino y Guillermo Amarilla, Tolchinsky y Wiesen fueron los encargados de coordinar el accionar de las Tropas Especiales de Agitación (TEA) que harían las interferencias en el oeste. Anteriormente, según la novela autobiográfica de Eduardo Astiz, habían pasado por los campos de entrenamiento de las TEA-Oeste en Cuernavaca, México.

El secuestro de Juliot y Manuela se produjo en el contexto de una gran represión estatal motorizada por la dictadura. Hacía un mes que la CIDH había abandonado el país, en el inicio de la primavera de 1979. De esta época, por ejemplo, también datan los asesinatos de Armando Croatto y Horacio Mendizábal y las desapariciones de Adriana Lesgart y María Antonia Berger, aparte de los ya nombrados Molfino y Amarilla.

Cuarenta años después de esos episodios, Gustavo y Francisco están conectados con el TOF 4 de San Martín vía Skype desde el consulado argentino en Barcelona para testimoniar en la decimocuarta audiencia del juicio oral “Contraofensiva”. La sala, como ya es costumbre, está prácticamente colmada. Luego de la declaración de los hermanos está previsto que testimonien Sylvia Schulein –primera pareja de Daniel Tolchinsky y compañera de militancia– y Florencio Gabriel Quiroga –hermano de Jorge Osvaldo, detenido y desaparecido durante la Contraofensiva–. Jorge se exilió en agosto de 1978 y, tras un paso por Brasil, recaló finalmente en España. Desde allí mantuvo su última comunicación telefónica con su familia, en julio de 1979. Poco se sabe de las circunstancias que rodearon a su secuestro que ocurrió, presumiblemente, en septiembre de ese año. En octubre de 1976 la familia Quiroga también había sufrido la desaparición de Beatriz, hermana mayor de Jorge y de Florencio.

 

La potencia del terrorismo de Estado

Las historias de Gustavo y Francisco, que declaran de forma separada, se encuentran anudadas. No solo por ese lazo invisible que siempre rodea a los hermanos sino también por el emanado del sufrimiento que les provocó –y con certeza, aún les provoca– la desaparición de sus padres. Ninguno de los dos guarda recuerdo de ellos. El terrorismo de Estado los secuestró y desapareció antes de que pudieran atesorarlos en la memoria. Dicen a la fiscal Gabriela Sosti, no obstante, que intentarán reconstruir lo que saben a partir de lo que les han contado. Y quizás de eso se trate su alquimia cotidiana: construir a partir de retazos y fragmentos y convivir –lo más armoniosamente posible– con la falta de escenas que arroja la película de su vida.

 

Gustavo Tolchinsky declara por videoconferencia desde el consulado argentino en Barcelona

 

En esa distancia virtual que se abre entre la sala de audiencias y el consulado se adivina la potencia del terrorismo de Estado y sus consecuencias actuales. Lejos de la tierra que fuera de sus padres, Gustavo y Francisco se sientan frente a la cámara, uno por vez, y comparten lo que han podido recolectar durante estos años. Sus tías, Liliana y Silvia, constituyen el eslabón, afectivo y memorial, con el que han logrado sujetar esa transmisión generacional que les quiso ser, de todos modos, arrebatada.

La conexión de Skype es muy deficiente y la voz de los testimoniantes se oye con poca proyección. Parecería que ninguna herramienta virtual es capaz de colmar el vacío. Esta situación genera una voluntad de escucha aún mayor en los presentes en la sala y un silencio respetuoso y, a la vez, ávido y complaciente.

 

El tribunal sigue atentamente la declaración de Francisco Tolchinsky

 

Primero declara Gustavo. Habla de la militancia de sus padres –de Juliot y Manuela– y de su partida a México, donde nace Francisco. De México tampoco guarda un recuerdo claro. Era muy pequeño. Acto seguido menciona el secuestro y el encuentro con sus abuelos. Su tía, Liliana Tolchinsky, hermana mayor de Daniel, ya se encontraba exiliada en Israel. Hacia allí, y con ayuda del rabino Marshall Meyer y la compañía de sus abuelos, logran escapar, previo paso con documento falso por Uruguay y Brasil. Años después, su otra tía, Silvia Tolchinsky, hermana menor de Daniel, militante montonera y sobreviviente del centro clandestino de detención ubicado en Campo de Mayo, les contará a sus sobrinos que Daniel y Ana pasaron allí sus últimos días. Lo sabe porque cuando la secuestraron y la llevaron allí, en septiembre de 1980, pudo cartearse con ellos. Un año después de su secuestro, aparentemente, seguían con vida.

Los abogados defensores le preguntarán luego a Sylvia Schulein cómo Silvia Tolchinsky podía estar segura de que había intercambiado cartas con Daniel y Ana. Schulein cuenta que la carta era el modo de comunicación más extendido de esa época que no sabía de teléfonos inteligentes ni de internet. Conocer una caligrafía, sobre todo para los militantes que estaban clandestinos, era una habilidad desarrollada casi con naturalidad. En ese intercambio epistolar ocurrido al interior del centro clandestino, Silvia logró transmitirle a su hermano y su cuñada una noticia, seguramente, esperada: sus hijos estaban con vida. Gustavo y Francisco habían llegado a Israel en enero de 1980.

 

Sylvia Schulein. retazos de una historia

 

La militancia total

Sylvia Schulein fue la primera pareja de Daniel Tolchinsky y, al igual que él, perteneció a la generación que parió a la nueva izquierda en la Argentina, durante la década del 60 del siglo pasado. Ingresa en la sala de audiencias y se sienta equidistante de los abogados y de frente al tribunal. Acomoda el micrófono. La unen poderosos momentos de su pasado a la historia de Daniel y también al resto de los Tolchinsky. Y conserva además numerosos recuerdos de Ana.

“Voy a contar la historia de una experiencia política” dirá Sylvia y por eso estructura su relato de un modo cronológico. El testimonio de Schulein dará cuenta del carácter total de su militancia –que abarcó universidades, barrios, fábricas y la llevó a destinos tan lejanos como México– y reconstruirá al mismo tiempo las fibras más íntimas de su relación con Daniel. Se conocieron al finalizar la escuela primaria y en 1963, con trece años de edad, se pusieron de novios. Comenzaron a militar poco antes del golpe de Estado de Juan Carlos Onganía, por una cita que les pasó Silvia Tolchinsky, en el Movimiento para la Liberación Nacional, denominado “Malena” en la jerga de aquellos años. El agrupamiento, que contaba entre sus dirigentes a Ismael Viñas, se escindió luego del Cordobazo. Para ese entonces, Schulein y Daniel ya habían tenido su primera experiencia laboral en la sección electrónica de la empresa Fate.

El inicio de la década del 70 encontró a Sylvia y Daniel militando en el ámbito estudiantil. Tolchinsky había elegido Ciencias Exactas para continuar con sus estudios superiores mientras que Schulein concurrió a Filosofía y Letras. Militaban, según Sylvia, en los “movimientos estudiantiles independientes” que florecían en los claustros universitarios. En 1971 Daniel les planteó a Sylvia y al grupo que ella había conformado en Filo dejar la facultad e ir a militar a los barrios en busca de una mayor cercanía con los trabajadores. Aceptaron.

Para 1972 ambos se habían incorporado a las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), la  R de aquellos años. Con un origen programático proveniente del marxismo, la organización se peronizó siguiendo la identidad política que tenía la gran mayoría de la clase trabajadora que buscaba representar. La dictadura de Alejandro Lanusse se resquebrajaba y, todavía desde el extranjero, Juan Domingo Perón alentaba las miradas y prácticas de las “formaciones especiales”. En ese contexto, y culminando un proceso que se había dado a lo largo de 1972, las distintas organizaciones armadas se fusionaron entre sí y adoptaron para todas el nombre de una de ellas, Montoneros. Daniel se fue a militar a zona oeste y Sylvia se quedó en el sur del conurbano, en Lomas de Zamora.

Luego de participar de las campañas de Héctor Cámpora primero y Juan Perón después, Daniel y Sylvia integraron el Operativo Dorrego –que la Juventud Peronista llevó adelante con el Ejército cuando su jefe era Jorge Carcagno– y se fueron de la Plaza de Mayo el 1° de mayo de 1974. Por el incremento de la violencia paraestatal, Sylvia decidió exiliarse en México a fines de 1975: “mi idea era irme del país por un par de meses pero, por el golpe del 76, esos meses se convirtieron en ocho años”. Allí participó del Comité de Solidaridad con el Pueblo Argentino (COSPA), organismo hegemonizado en sus primeros años por Montoneros. Schulein se encargó de las tareas de solidaridad con los recién llegados y de las denuncias humanitarias en los foros internacionales.

En 1977 Daniel llegó a México. Pero no como exiliado. Ser exiliado implicaba, para los más comprometidos con la lucha revolucionaria, la aceptación de la derrota a manos de la dictadura. En las categorías montoneras, para quienes seguían encuadrados, el exterior configuraba tan solo la “retaguardia de la lucha”. Muchos militantes, sobre todo después del exilio de la Conducción Nacional entre fines de 1976 y principios de 1977, comenzaron a articular sus tareas en un vasto espacio geográfico que, además de México, incluyó distintos países americanos, europeos y africanos. Sylvia menciona la alegría que le provocó el reencuentro con Daniel, que ya estaba en pareja con Ana y era papá de Gustavo, que tenía un año de edad.

Daniel y Ana, que ya estaba embarazada de Francisco, dejaron en algunas oportunidades a Gustavo –y luego también a Francisco– al cuidado de Sylvia, cerca del Parque Hundido de la capital mexicana, donde ella vivía. Schulein recuerda el cuidado y atención que Ana y Daniel prodigaban a sus hijos: los dejaban de punta en blanco con una nota en la que prolijamente Ana había apuntado qué podía comer cada uno y a qué horas. Luego, cuando los pasaban a buscar, las reuniones se extendían entre charlas y risas.

Sylvia mira a los jueces y descubre un sobre de papel madera. En su interior se encuentran numerosas fotos que guardan, indelebles pese al paso de los años, algunos momentos vividos con Daniel y con Ana.

 

Schulein muestra las fotos.

 

Sylvia recuerda el último encuentro con Juliot, a principios de 1979, con la Contraofensiva ya en marcha. Daniel la pasó a buscar por el trabajo y comieron en una taquería. Charlaron distendidamente. Luego Tolchinsky le preguntó si no lo acompañaría a sacarse unas fotos para el pasaporte: “¿Tenés un ratito más?”, recuerda que le dijo. Sylvia, que recién se enteraría de la Contraofensiva tiempo después, no sospechó que Daniel volvería al país. Lo acompañó a tomarse las fotos y le pidió quedarse con una. Aún hoy la conserva en su mesa de luz.

 

 

* Hernán Confino (tw: @horadado)

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