Justicia aventurada

Sobre las averiguaciones practicadas a Pablo Ventura

 

Pablo Ventura fue el sospechado número once, el joven de Zárate que fue levantado de su casa por la policía para luego ser trasladado hasta Villa Gesell para interrogarlo y subirlo a una rueda de reconocimiento en el marco del crimen de Fernando Báez Sosa. Pablo Ventura estuvo incomunicado durante varios días y permaneció aferrado con esposas a un barral en una oficina de la DDI de la ciudad costera que se había improvisado como calabozo. Nos cuenta que durante todo ese tiempo estuvo bajo la vigilancia continua de dos policías que lo miraban como bicho raro. Es que Pablo Ventura era un bicho raro, un blanco en el mundo de los morochos, un pibe de clase media en un mundo transitado por gente pobre. Imaginamos que en las miradas de aquellos policías había perplejidad, pero también el placer más o menos secreto que experimentan las personas resentidas cuando encuentran realizadas sus íntimas especulaciones: ahora le toca a los blanquitos. 

Pablo Ventura fue paseado por distintos establecimientos. No sólo Pablo, también sus familiares. De hecho, cuenta el padre que al principio lo tuvieron de aquí para allá, dando vueltas por distintas reparticiones, sin encontrar a nadie que pudiera decirle con certeza dónde había sido trasladado. Dice el padre que en ese momento lo peor se le cruzó por la cabeza, llegando a imaginar que a Pablo lo habían desaparecido. Figúrese nuestro lector que si eso le pasó a la familia Ventura, una familia blanca y de clase media, imagínense el destrato y el maltrato de los que son objeto las familias morochas y pobres de parte de los actores que atienden las distintas mesas de entrada en las comisarías y, sobre todo, en los tribunales. 

Días más tarde nos dimos cuenta que Pablo Ventura no tenía nada que ver. En realidad nos enteramos al rato de su detención, pero a la Justicia le llevó unos cuantos días comprobar lo que a los periodistas le demandó menos de 12 horas. No sólo no había sido identificado en la rueda, sino que los mensajes de su celular terminaron convenciendo a los investigadores de que Pablo Ventura efectivamente se encontraba a más de quinientos kilómetros del lugar de los hechos el día del asesinato. Porque hay que decir también que las imágenes que había conseguido su padre, tomadas con las cámaras del restaurante donde estuvieron cenando con la familia la noche del asesinato, habían sido descalificadas o desestimadas por la fiscalía.  

Pablo Ventura tuvo suerte, mucha suerte. No sólo porque la policía no extravió el celular que le fue secuestrado al momento de su detención, sino porque es un joven blanco y de clase media. Otra hubiera sido la suerte de Pablo si, además de joven, hubiera sido el típico morocho del Conurbano, esos que viven en las villas y tienen antecedentes. En ese caso era altamente probable que hubiese quedado abrochado, le hubiesen bajado una preventiva para quedarse encerrado por las dudas hasta el momento del juicio que se iba a celebrar vaya uno a saber cuándo. 

Digo todo esto porque el caso de Pablo Ventura es un caso adentro de otro caso. Un caso que arroja luz sobre otras rutinas institucionales, algunos modos de trabajar que tienen algunos policías, algunos fiscales y algunos jueces. Aunque en realidad hay que decir que no se trata de un defecto que haya que adjudicar a tal o cual persona y atribuirlo a las pasiones autoritarias o al espíritu revanchista con el que trabaja. Hoy día se trata de un efecto del sistema, de prácticas rutinarias enmarcadas según determinados rituales más o menos informales que organizan la tramitación de los conflictos que procesan estas agencias. Quiero decir, casi todos los operadores judiciales están involucrados en estas prácticas o se sorprenden replicando aquellas rutinas de la que vamos hablar en esta nota y de la que fuera objeto Pablo Ventura. Porque Pablo Ventura no tuvo mala suerte, no fue un caso extraordinario, fortuito, un error, un exceso. Lo que le pasó a Pablo es lo que le pasa a cientos de jóvenes en la provincia de Buenos Aires que tienen determinadas cualidades, es decir, rasgos físicos, pautas de consumos, estilos de vida y residencias, todas condiciones identificadas como peligrosas.   

Sabido es que los fiscales suelen delegar la investigación de las causas en los policías. Esa delegación se explica, tal vez, en la pereza laboral o en la modorra intelectual. Tal vez porque se sienten importantes y superiores y no se van a rebajar a hacer las tareas que puede hacer un policía. Lo cierto es que suelen delegar las investigaciones en las policías para estar con sus familiares, irse al gimnasio o dormir tranquilos hasta el otro día. Hacen investigaciones por teléfono, dando instrucciones a larga distancia, lejos del lugar de los hechos. Los fiscales han ido elaborando muchas explicaciones para justificar su comodidad, entre ellas la falta de presupuesto, el exceso de trabajo, etc. No vamos a negar que no son demandas delirantes. Pero lo cierto es que tampoco suelen revisar las actuaciones preparatorias, sobre todo cuando las personas en cuestión forman parte de la clientela judicial. Digo entonces que los fiscales no sólo no conducen las investigaciones sino que tampoco controlan las investigaciones que han delegado. Ni siquiera los defensores oficiales suelen ser lo suficientemente creativos o imaginativos para ejercer la desconfianza sobre dichas investigaciones. Tapados de trabajo, tienden a convalidar también lo que el ministerio público ha certificado. Hace rato –como dice Julián Axat— que la Justicia se convirtió en una “máquina de convalidar letras y firmas”, en una suerte de oficina notarial donde sus escribas cobran un sueldo suculento para dar fe de las actas policiales. Incluso en los casos que ganan la gran prensa, los fiscales seguirán recostándose en las investigaciones preparatorias realizadas por la policía porque saben, mal que mal, que la policía suele tener “la bola de cristal”. Y cuando la TV apura y reclama el esclarecimiento inmediato, los operadores judiciales suelen mostrarse más dispuestos a recostarse sobre las actuaciones policiales. 

Ahora que se levantó el secreto de sumario y tuvimos acceso al expediente, nos enteramos —según consta en la foja 38 del primer cuerpo— que Pablo Ventura, el nombre de Pablo Ventura, fue introducido a la causa a partir de las “averiguaciones practicadas” por la policía. Concretamente se lee en el expediente de la causa: “A esta altura y de averiguaciones practicadas se deja constancia que se pudo establecer que habría otro sindicado en la investigación de nombre Pablo Ventura, quien se habría retirado del lugar abordando un Peugeot 208 de color blanco antes del personal policial, cerca de las 7:30 horas, por lo cual y teniendo en cuenta directivas del agente fiscal, se implementan operativos de seguridad en los accesos de entrada y en rutas desde este medio hasta la localidad de Zárate.” O sea, como escribió Ricardo Ragendorfer hace unos días, quien marcó a Pablo no solo dio su nombre sino que lo acusó de fugarse en el auto de su papá.    

Cualquiera que esté familiarizado con el mundo judicial y las lecturas de expedientes sabe que las “averiguaciones practicadas” son un cliché, es decir una fórmula aprendida que se trasmite de una cohorte a la otra, una frase hecha para esconder muchas cosas que la Justicia convalida a sabiendas o, como se dijo más arriba, por pura modorra intelectual o pereza laboral. Pero que conste que no se trata de una fórmula menor, por ahí entra la cultura de la delación, las llamadas anónimas, por ahí se cuela el buchonaje, los testigos inventados o dudosos y los supuestos testigos que, por temor a represalias, no quieren dar la cara. Todas prácticas habilitadas por la Justicia. En efecto, cuando los fiscales, los jueces y defensores oficiales no preguntan, miran para otro lado, llegan tarde, muy tarde, porque conviene ser expeditivos y después vemos, en ese momento están dejando la puerta abierta para que la policía haga zafarranchos. El vértigo que tienen las causas en las primeras semanas, la ansiedad por conocer, la marca personal que ensaya el periodismo sobre la investigación, suelen llevar a los funcionarios a comprar resultados para mostrar a la audiencia.  

Peor aún, las averiguaciones practicadas sirven para incorporar o blanquear información que al ser provista por los propios imputados sin el resguardo de sus garantías, es decir, haciendo hablar a las personas imputadas sin el debido control judicial, sin la asistencia letrada, sin tutela ni paraguas para sus garantías, implicaría una clara violación a los principios constitucionales, una información arrancada de manera ilegal. Entre paréntesis, nos preguntamos si no fue esto lo que pasó en el caso en cuestión: el nombre de Pablo Ventura no cayó del cielo, fue  arrancado por la policía en aquellos interrogatorios que hacen tambalear cualquier edificio constitucional.  

Para la policía las “averiguaciones practicadas”, entonces, son un repertorio de usos múltiples. A través de las “averiguaciones practicadas”, la policía se saca a mucha gente de encima, sobre todo a la gente a la que se la tienen junada, que no hizo los deberes, que metió mucho ruido. Las “averiguaciones practicadas” son la manera que tiene la policía de descartar a la gente que ya no precisa o está excediéndose en sus fechorías. Las “averiguaciones practicadas” es la manera que tiene la policía de involucrar a gente inocente o que en ese caso no tenía nada que ver. Con las “averiguaciones practicadas”, también, la policía ablanda al piberío para luego reclutarlo para que empiece a patear para la policía o, mejor dicho, con aquellas personas que ya arreglaron con el comisario.  

Como se dará cuenta el lector de El Cohete a la Luna, las “averiguaciones practicadas” son un gran comodín, una fórmula que encaja perfectamente en cualquier expediente, que puede servir para armar una causa a una persona, para inventarle un allanamiento, detenerla y apretarla. Es una manera de habilitar el anonimato. La policía no necesita un sistema de protección de testigos o filtración delatada. Las “averiguaciones practicadas” son una herramienta más rápida, más efectiva y más barata. Y todo eso es algo que les encanta a muchos operadores judiciales.  

Las “averiguaciones practicadas” son un cliché que esconde la opacidad judicial y la violencia policial. La Justicia compra sin chistar, es decir, sin preguntar, sin dudar, sin revisar, mirando para otro lado, sin reclamarle a la policía que diga por escrito cómo llegó a ese “dato” que lo llevó al allanamiento o la detención. Cuando la Justicia carga con la desconfianza social, hay que decirle a la gente lo que esta quiere escuchar, mostrarle lo que quiere ver. Y la policía suele ser la mejor artista para alcanzar ese fin. Un arte que esconde detrás de la fórmula mágica “averiguaciones practicadas”. Se sabe, en este contexto, asediado por el periodismo, la víctima y los movimientos de indignación televisados, llevara a los operadores judiciales a elegir los atajos: el fin justifica los medios. No interesa que las prácticas sean irregulares, lo importante es obtener resultados concretos, esclarecer los hechos. Más aún, lo que importa es decirle a la gente lo que esta quiere escuchar. Si la gente quiere resultados, la policía tendrá la bola de cristal y los jueces certificarán las profecías policiales.

Con todo no digo que la Justicia tenga que preguntar qué quisieron decir los policías con “averiguaciones practicadas”, porque casi nunca lo hace. Tampoco imagino que los policías vayan a explicarse porque para eso usan este eufemismo. Tal vez me equivoque y ojalá así sea. Pero a juzgar por los cientos de pibes empapelados con prisión preventiva tenemos dudas, aunque también es cierto que acá no se trata de los morochos de siempre sino de gente que proviene de otra clase social.       

Pablo Ventura, dije arriba, fue un pibe con suerte, mucha suerte. No sólo porque la policía no perdió el teléfono, o porque nunca jugó al rugby (lo que le permitió correrse de la simplificación montada por muchos periodistas y algunos especialistas), o porque en la parrilla donde estuvo cenando había una cámara de vigilancia, o porque recibió y escribió varios mensajitos de texto esa mañana, sino porque calzaba cincuenta, cuando la zapatilla que mató a Fernando Báez Sosa era cuarenta y seis. Pero —insisto— la suerte de Pablo hay que buscarla sobre todo en su adscripción social y en el color de la piel. En efecto, en esta justicia clasista y racista, los pobres morochos tienen más chances de ser perseguidos por la Justicia que aquellos blancos que forman partes de las elites. Pablo Ventura se corrió del estereotipo con el que trabaja la policía, pero sobre todo contradijo los estereotipos con los que trabajan los operadores judiciales. Pablo Ventura no formaba parte de la clientela de la familia judicial.

Dicen que Pablo Ventura ahora es una celebridad en Zárate, que cuando volvió a caminar por las playas de Villa Gesell la gente lo paraba para abrazarlo. Se cuenta que su cuenta de Instagram pasó de mil a veinticuatro mil seguidores en un par de días. Ahora decimos todos nosotros: “Pobre Pablo Ventura”. Pero lo que todos y todas tenemos que saber es que lo que le sucedió a Pablo no es una excepción, sino uno de los deportes favoritos que practican los operadores policiales y judiciales. Una justicia aventurada, que funciona a partir de los oráculos policiales, de las predicciones que leemos en las “averiguaciones practicadas”. 

 

 

 

 

*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control; La máquina de la inseguridad y Vecinocracia: olfato social y linchamientos.

Quiero agradecer especialmente las conversaciones con el colega y amigo Fabio Villarruel. 

La ilustración que acompaña la nota fue realizada por el artista Augusto “Falopapas” Turallas

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