Justicia por Emilia

Juicio a cuatro empresarios por la muerte de una estudiante platense en una fiesta clandestina

 

Emilia era de rasgos aindiados, flaca; quienes la conocieron decían que era de esas personas que no paran de contar lo que les pasa, lo que hacen y lo que harán; una estudiante de 28 años, con sonrisa amplia, de anteojos; que se sentía en deuda con el amor y la universidad. Que prefería no estar en pareja aunque solía enamorase fácilmente. A las amigas les confesaba ser mujer libre, antipatriarcal. Le gustaban el flaco Spinetta y el rock nacional –su último posteo de Facebook fue el tema Teléfonos / White Trash, de Sumo–, las pinturas de Frida Kahlo y se había obsesionado por investigar sus raíces bolivianas.

Había ido en enero de 2015 a la tercera asunción de Evo Morales en Tiahuanaco y, siendo una de sus primeras experiencias periodísticas, entrevistó al Vicepresidente Álvaro García Linera. “Un pueblo sin cultura no es pueblo”, le repetía en la mesa familiar su padre Juan, dirigente indígena. Aquella vez bailó en la ceremonia y se juró volver a la tierra de los ancestros aymara y quechua.

Días después volvió a La Plata. Y otra cosa le rondó en la cabeza.

A Emilia Uscamayta Curi le encantaba viajar como mochilera. A punto de recibirse como periodista, ya había conocido Brasil, Paraguay y la Patagonia. Tenía una visita pendiente a los mapuches en Chile. Pero, ahora, la tercera de siete hermanos –cuatro mujeres y tres varones– pensaba quedarse en la ciudad de La Plata. “Quiero terminar la carrera”, se prometió, y las amigas no dudaban de que cuando se hacía un plan lo cumplía. Confió, además, que no abandonaría la política. Había empezado a militar en la agrupación Jorge Ricardo Masetti, en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social.

La noche de fin de año de 2016, después del brindis familiar, decidió salir a una fiesta en Tolosa. Después, cerca de las cuatro de la madrugada, se encontró con su hermano Cristian, de 32 años. En el auto de una amiga se fueron a la casa de sus padres, en Melchor Romero. A pocas cuadras, en 520 entre 159 y 160, había una megafiesta en una casaquinta. No era normal que al barrio llegaran autos caros y jóvenes de clase media alta. Atraídos por la curiosidad, con los rayos de sol en la cara, los hermanos Uscamayta Curi pagaron la entrada cerca de las siete de la mañana. Tres pistas de baile, gazebos, luces de colores, una pileta, un deck. La fiesta, que ninguno imaginó que era clandestina, prometía diversión hasta pasado el mediodía.

Alrededor de la pileta había un VIP donde se cobraba un adicional. Los patovicas custodiaban el lugar pero no a quien se bañaba. Según el relato de Cristian en el expediente, todo sucedió rápidamente. Cuando pusieron los pies en el agua, había pocas personas. En pocos minutos la pileta colapsó: había empujones, personas que se tiraban de a tres, otras que abrían un champagne. Cristian nadó hacia los dos metros de profundidad y vio cómo su hermana, precavida, ingresó por la escalera en la parte más baja porque no sabía nadar. Después la vio afuera del agua. Al rato unos hombres sacaron a un par de chicos que se habían metido vestidos. Estuvieron a punto de ahogarse.

Minutos más tarde, no la vio más. Pensó que habría encontrado alguna amiga o que, simplemente, se había vuelta a la casa de los padres. Cuando había gente Emilia era escurridiza y solía desaparecer. En la entrada de la quinta aún había una avalancha de jóvenes. El “after” explotaba.

Pasadas las 9.30, Cristian salió de la fiesta. Le preocupó haber perdido el celular.

Horas después, la familia recibió la trágica noticia. Emilia había muerto ahogada, en la pileta, sin que nadie lo hubiera notado. Aun cuando alguien alertó del hecho y pidió auxilio, la fiesta nunca llegó a interrumpirse. Emilia llegó sin vida al hospital. En la fiesta no había guardavidas, ni médicos, ni ambulancias.

Esta semana y después de casi ocho años, en que los familiares esperaron en “un pasillo oscuro”, al decir de otro hermano de Emilia, Edgar, empezó el juicio por la muerte de Emilia Uscamayta Curi. En el banquillo de acusados hay cuatro empresarios de la noche imputados por el delito de “homicidio simple con dolo eventual y desobediencia en dos oportunidades”: Carlos Federico Bellone, Gastón Haramboure, Raúl “Peque” García y Santiago Piedrabuena. Por la parte de los funcionarios públicos, el único imputado es Daniel Piqué por “incumplimiento de los deberes de funcionario público”, pero su caso no será juzgado en este debate. Piqué habría recibido coimas para permitir que la fiesta se hiciera pese a las clausuras que tenía: el capítulo de la responsabilidad política sigue pendiente.

 

Los imputados y otros responsables denunciados por la familia. Foto: Asamblea Justicia por Emilia.

 

Los imputados, en rigor, son el propietario de la casaquinta, Carlos Federico Bellone y su socio-organizador Raúl Ismael “Peque” García –que en su Facebook se exhibía en su momento con la gobernadora María Eugenia Vidal y el Presidente Mauricio Macri, y que en 2019 fue detenido en el marco de una causa por trata de personas–. Los otros acusados fueron los organizadores de la fiesta, Gastón Haramboure y Santiago Piedrabuena, ambos con antecedentes penales. El primero volvió a estar detenido, pero por otro hecho. Habían sido condenados a diez años y ocho meses de prisión respectivamente por la muerte del joven Juan Andrés Maldonado, en 2009, frente al boliche Alcatraz. Haramboure cumplía prisión domiciliaria al momento de la fiesta: esa noche se creyó el anfitrión perfecto. Por incumplirla, regresó a la cárcel.

 

Raúl Ismael García con la entonces gobernadora Vidal.

 

Uno de los abogados de la familia, Adrián Rodríguez Antinao, apunta a develar en el juicio una trama de corrupción detrás de la muerte de la joven. “No fue un accidente, acá pasó lo de Cromañón. Había riesgo creado. El municipio estaba avisado, era una fiesta privada pero pública”, explica el letrado. Y aclara: “Y tampoco fue negligencia. Con dos clausuras previas, la fiesta se hizo igual. El lugar estaba prohibido”.

Antes de la fiesta de aquel fin de año de 2016, en la casaquinta habían ocurrido dos eventos. En uno de ellos los vecinos escucharon gritos por una pelea y junto al delegado de Melchor Romero, Adrián Zamudio, pidieron controles. “Los inspectores armaron una puesta en escena pero en realidad liberaron la zona. Las actas de clausura que se labraron no están firmadas por nadie. El municipio tapó porque estaba involucrado”, piensa el abogado.

Según declaró en la causa Jonathan Emanuel Leyes, inspector de Control Urbano –el ente municipal encargado de los controles–, el 30 de diciembre de 2015 mandó una patrulla a inhabilitar la casaquinta, conocida como “San Cayetano”. Al día siguiente, sin embargo, los organizadores seguían bajando sillones y gazebos. La patrulla volvió a clausurar la fiesta por segunda vez. En las actas se dice que los dueños –Bellone y García– habían dado el consentimiento de que “deberían abstenerse de realizar eventos sin contar con el permiso municipal”.

El evento se había viralizado en redes sociales como “La fiesta de la Frontera, el límite lo ponés vos”. La preventa tenía un costo de 150 pesos y prometía, a partir de las dos de la mañana, “trasnoche más after, pileta, banda en vivo, DJ's, regalos, show de luces”. Los organizadores hablaban de la fiesta “más larga del año”. “Vení y rompé todo”, concluía la invitación.

¿Por qué, si hubo dos clausuras previas, la casaquinta abrió las puertas?

Desde Control Urbano dicen que a las dos de la mañana del 1º de enero “se enteraron” que la fiesta había empezado. Los vecinos y el delegado municipal volvieron a denunciar ruidos molestos y autos estacionados en las veredas. Los inspectores fueron hacia la fiesta y declararon que desde adentro les “arrojaron cosas”. Comprobaron que se estaban vendiendo entradas. “Hicimos una clausura preventiva pero no se pudo desalojar porque había mucha gente. Para conservar nuestra integridad, abandonamos la calle”, dijo Leyes en aquel momento. Según testigos, hubo entre 2.000 y 3.000 personas en la fiesta. “Se les escapó de las manos. Había más gente afuera que adentro”, declaró un asistente.

“Se colocarán cinco fajas de clausura al finalizar el evento por carecer de apoyo policial”, notificó un agente que participó de la intervención. Pero los policías nunca fueron convocados. A las seis de la mañana intentaron colocar una faja aunque no se efectivizó porque “la fiesta se estaba realizando” y había “gran cantidad de concurrentes en la vía pública”. De acuerdo a Control Urbano, se notificó de la clausura a Carlos Bellone.

Bellone había alquilado el lugar a Santiago Piedrabuena, que a su vez tenía a Gastón Haramboure como socio –ambos tenían 39 años y habían trabajado juntos en el boliche 737 –. El “Peque” García, empresario de turismo y relacionista público, fue el enlace. Se involucró, además, con la contratación de personal. A Piedrabuena se lo vio contando billetes en la barra. Estaban eufóricos: habían fracasado en organizar fiestas para Nochebuena y ahora se sentían los reyes de la noche.

El furor parecía eterno hasta que un empleado se acercó corriendo a la barra.

–Boludo, se ahogó una mina –le dijo a su jefe. Se bajó la música, pero el show debía continuar.

Dentro y fuera del expediente se habló de una protección política a los imputados. El delegado de Melchor Romero había declarado que un tal Walter, “director de tránsito”, le dijo que la fiesta estaba arreglada por el “equipo del intendente Julio Garro”. El abogado Rodríguez Antinao había marcado por entonces al subsecretario de Gobierno del municipio –hoy concejal por Juntos– Juan Manuel Martínez Garmendia, a la vez hijo de la jueza Marcela Garmendia. “El delegado de Melchor Romero Adrián Zamudio también habló de Garmendia como el que operó el arreglo. Se calcula que los empresarios ganaron tres millones de pesos en la fiesta. Los mismos organizadores mencionaron en una imagen de pantalla en las redes sociales que habían pagado 20.000 pesos para hacerla y eso no fue investigado”, había denunciado Rodríguez Antinao.

Eugenia Curi, la madre de Emilia, dijo que además hubo abandono de persona: acusó que a su hija se la “dejó tirada” en la vereda. Antes de llegar inconsciente al hospital en un taxi, intentaron reanimarla pero hay versiones cruzadas sobre si no la atendieron a tiempo mientras aún tenía pulso. Algunos testigos indicaron que desde la organización “entorpecieron” la reanimación. El causal de muerte fue asfixia por inmersión. La joven no estaba alcoholizada.

Lo que aún queda por esclarecerse, algo clave en el juicio que acaba de comenzar, es la escena de muerte. ¿Hubo un descontrol y una posible pelea en la pileta antes de que Emilia se ahogara? Por los dichos de testigos, nadie organizó el acceso a la pileta. La sensación es que podrían haber sido varios los ahogados.

“Emilia era joven, mujer, boliviana y de clase baja y no son las que aparecen en los medios”, dice Zulema Enríquez, docente que le dio clases en Periodismo y hoy es parte de la dirección de Pueblos Originarios “Emilia Uscamayta Curi” de dicha Facultad. Desde la muerte de Emilia, el caso tomó relevancia social con radios abiertas y movilizaciones en la calle, como las que acontecen ahora afuera del Tribunal platense, de las que participan Rosa Bru (madre de Miguel Bu), Marta Ramallo (madre de Johana Ramallo), autoridades de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social y de la Facultad de Trabajo Social (UNLP), además de concejales, la Federación Universitaria de La Plata (FULP) y otras organizaciones sociales y políticas.

“Desde la Asamblea 'Justicia por Emilia Uscamayta Curi' esperamos que los responsables tengan un castigo acorde. La Justicia no aliviará el dolor de la ausencia de Emilia, pero es un acto necesario de reparación para quienes hace tanto tiempo peleamos para que se termine la impunidad. Fue un largo proceso de lucha, con la familia como principal motor. En el medio se recusaron dos fiscales. Emilia fue víctima de la corrupción entre empresarios y políticos, estuvo desprotegida como cualquier otra joven de hoy en día en una fiesta que estaba superpoblada y era ilegal”, explica Zulema Enríquez.

 

Emilia vivía con una amiga en un departamento del barrio La Loma. Vendía sus artesanías en macramé en las ferias. Su hermano Edgar, dos años mayor, fue su socio en un local de artículos de librería. En los días nublados iba a comprar harina y hacía una torta.

–Hacía una merienda rica de la nada. No te podías aburrir con ella.

Los amigos dicen que también era reservada. Que se ponía seria cuando hablaba de política. “Se identificaba con la descendencia –dice Edgar–. Con mi viejo militó en la agrupación Árbol (Asociación de Residentes Bolivianos)”. Los hermanos le decían “negra” o “petisa”. “Es horrible y duele en la sangre, pero no vamos a parar hasta encontrar justicia”, decía su otro hermano Cristian, que murió en 2021 víctima de una secuela de Covid-19.

Emilia tocaba el charango, hacía un taller de canto en el centro cultural Olga Vázquez, bailaba danzas originarias y daba clases de audiovisual en un barrio de quinteros. “Era una trotamundos, de una inteligencia increíble. Quería presentar proyectos en la embajada para que los bolivianos vuelvan a su país. Sabía que la inmigración era dolorosa. Y vivía austeramente y era feliz”, la recordaba Julieta, una de sus mejores amigas.

Una de las frases que más repetía era “mi casa el mundo, mi techo el cielo”, de la cantante peruana Robertha. Entre rebelde, fugitiva y soñadora. Así la siguen recordando en su círculo íntimo. Y hoy buscan, en el largo camino de los tribunales, una justa condena por su memoria.

 

La bandera en la puerta de los tribunales platenses.

 

 

 

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