La araña y la campana

Todo bien con la experimentación científica, pero mejor no malinterpretar sus resultados

 

El ejemplo que sigue se lo escuché en una charla que dio Alberto Kornblihtt (no necesita presentación, ¿no es así?) en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (UBA). Alberto, además de un gran científico, es muy amigo y compañero de vida.

En esa oportunidad, frente a un grupo de estudiantes, quería seducirlos contándoles las experiencias y peripecias de la vida cotidiana de un científico. Conjeturando hipótesis, confrontando teorías, imaginando diferentes escenarios, inventando experimentos, la tarea fascinante que tiene un investigador, en este caso, en biología. Pero al mismo tiempo, quería alertarlos sobre algunos —potenciales— problemas.

Para hacerlo, eligió este ejemplo, inolvidable para mí.

Un grupo de biólogos se reúnen para efectuar una prueba que les permita “aprender” más sobre el comportamiento de las arañas.

¿Por qué arañas? Las arañas son carnívoros depredadores pero, al igual que todos los animales de su especie, tienen un cerebro muy pequeño, que está programado para tomar sólo una de dos decisiones: atacar o huir. Esa es la única preocupación que tienen cuando se encuentran con otro animal. Por ejemplo, si una araña se encuentra con una avispa, lo más seguro es que huya. En cambio, si se tropieza con una polilla, sin dudas la va a atacar.

Las arañas son artrópodos que, a diferencia de los insectos, tienen ocho patas en vez de seis y el cuerpo dividido en dos partes. Todo este preámbulo es para contar qué hicieron los biólogos. Se instalaron en un laboratorio, donde había una mesa cuadrada no muy grande, y trajeron una campanita relativamente pequeña pero que desprendía un sonido potente, sobre todo en las condiciones de silencio en las que pensaban desarrollar su tarea.

Pusieron a la araña en una punta de la mesa. Justo en una esquina y en diagonal a ella, ubicaron la campana. Y la hicieron sonar. Inmediatamente, la araña empezó a caminar hacia el lugar desde donde salía el sonido. Los biólogos anotaron:

“No bien la araña escucha el primer sonido de la campana, arranca en dirección hacia el lugar desde donde proviene el sonido, y si uno la deja, llega hasta él”.

Aquí empieza el experimento propiamente dicho. Los biólogos tomaron una de las ocho patas de la araña y se la cortaron. Volvieron a ubicar a la araña en el mismo lugar y repitieron el proceso. Al tañido de la campanita, la araña arrancó otra vez. Los científicos anotaron:

“Si a la araña se le secciona una pata, y se vuelve a hacer sonar la campana, ella avanza igualmente hacia el lugar desde donde proviene el sonido”.

Un nuevo paso: le arrancaron una segunda pata. Y volvieron a detectar lo mismo. La araña, ahora con dos patas menos, iba hacia la campana, cosa que los biólogos volvieron a dejar registrado por escrito.

El experimento avanzó como usted se imagina. A la araña le iban cortando cada vez más patas, y al ubicarla en la punta de la mesa en diagonal a la campana, cuando el animal escuchaba el sonido, arrancaba hacia allí. Ciertamente, lo hacía cada vez con más dificultades, pero lo seguía haciendo.

Hasta que a la araña le quedaba una sola pata. Ya habían comprobado que aún en esas condiciones penosas, la araña iba hacia la campana. Sus movimientos eran lentísimos, pero iba.

Los científicos deciden entonces proceder con el paso final. Le cortan la última pata. Ubican a la araña en la misma posición que antes y esperan ansiosos su reacción en el momento que hicieran sonar la campana. Se escucha el sonido, pero la araña... nada. Ni un movimiento. Los biólogos hacen repiquetear la campana otra vez. Otra vez, nada. Intentan dos veces más y, cuando ven que no hay reacción de la araña, anotan: “Cuando a la araña se le quitan todas sus patas... se vuelve sorda”.

 

 

 

 

 

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