La beatificacion de un obispo supersónico

Angelelli, la vigencia de un testigo

 

Cuando en 1968 lo mandaron a La Rioja, pensaron sacarse del medio a un obispo molesto y provocador de conflictos. El tradicionalismo católico de Córdoba sintió alivio. Quería seguir gozando de una Iglesia de la que se sentía dueño y le servía para “salvar su alma”. El diario Córdoba, al trascender la noticia del traslado, dijo: “En la actualidad es considerado una de las figuras eclesiásticas de real gravitación en los medios obreros y gremiales”. Llegó a La Rioja un obispo que no era desconocido. Y así se lo hicieron saber a los pocos días, cuando le enviaron la página del diario El Independiente con el primer reportaje y una breve nota mecanografiada que le advertía: “Eres muy supersónico para La Rioja”, con una “presentación provocativa y aparatosa”. Prolegómenos de las innumerables situaciones martiriales que le tocó padecer.

Enrique Angelelli representó cabalmente la renovación eclesial que propuso un Papa anciano, elegido de “transición”. “Iglesia de los pobres”, dijo Juan XXIII al convocar al Concilio en el Vaticano. El que le sucedió, Pablo VI, al clausurarlo en 1965 dijo que debía ser la “sirvienta” de la humanidad. Pero la iglesia pobre y servidora no arraigó en la mayoría de los padres conciliares. Hubo poderosos intereses que operaron para mantener a la institución católica como baluarte propio. Sin embargo el espíritu conciliar encarnó en obispos, laicas/os, curas y monjas. Angelelli estuvo entre los 42 firmantes del “pacto de las catacumbas”, en Roma: un compromiso personal de vivir en la pobreza, como obispo y como iglesia, y acompañar a los trabajadores y a los pobres.

 

 

La Rioja, una de las provincias norteñas con mayoría de habitantes pobres, fue el escenario donde el obispo Angelelli colocó a la Iglesia como sirvienta. “Hay riqueza, sí; pero para unos solamente”, sintetizó el misionero francés Gabriel Longueville. La pastoral significó promover tareas que procuraran la igualdad social, base de la fraternidad evangélica. Angelelli lo hizo asumiendo la cultura y la religiosidad popular. En la ancestral celebración del Tinkunaco se debía reconocer como única autoridad al débil “Niño Alcalde”. De allí para abajo, todos iguales, hijos de Dios, por lo tanto hermanos. La fraternidad debía construirse con el imperio de la justicia, portadora de la paz. Al “Señor de la Peña”, aquella roca inmensa en el Barrial de Arauco que la tradición misionera asemejó al rostro de Cristo, debían adherirse las débiles cruces de caña, de todos, iguales, sin diferencias sociales.

“El agua es para todos, la tierra es para todos, el pan es para todos. Y esto no es subversión… Yo sé que esto puede afectar algunos intereses”[1]. La palabra de Angelelli fue siempre llana y directa. No edulcorada, ni acomodaticia. Criticó la “prudencia, que esconde complicidad”. Pero nunca fue un grito en el desierto. Penetró y se debatió en Jornadas Pastorales, de donde salieron las propuestas de acción. Se generaron instancias de formación y de organización. En los barrios, con los jóvenes y en las distintas zonas del interior provincial. Maestras, dirigentes rurales, sindicalistas, monjas y curas se constituyeron en dinamizadores de una pastoral liberadora. Las acciones para transformar la realidad se concretaron en cooperativas de trabajo, de producción, de consumo; en centros vecinales; en sindicatos para las empleadas domésticas, los peones rurales, los mineros y los hacheros, los más explotados y olvidados. Angelelli fue mucho más que su propia persona. Abrió las puertas a la participación de todas y todos, ecuménica, plural. El centro no fue la institución eclesiástica, sino los pobres. La Iglesia se colocó en ese lugar para acompañar la marcha, que siempre alertó como dificultosa y lenta, porque los intereses a enfrentar eran poderosos.

 

Satanelli y los Cruzados

Para el diario El Sol, vocero de las calumnias con epítetos que pretendieron deslegitimar su función religiosa, Angelelli pasó a ser “Satanelli”. Cuando la alianza de terratenientes, gobernantes y católicos constituidos en “Cruzados de la Fe” sintió la amenaza a su propiedad de la tierra y la explotación de mano de obra barata —hasta entonces protegidas por el poder civil, militar y religioso—, el obispo pasó a ser el peligro mayor. En 1973 fue expulsado con violencia de Anillaco. Al mes siguiente destruyeron en Aminga la sede del Movimiento Rural Diocesano que impulsaba la expropiación del latifundio Azzalini. Los servicios de inteligencia lo señalaron como “cabeza de la subversión”. Debía ser eliminado, y con él la pastoral diocesana. Es lo que señaló la sentencia judicial que condenó a los responsables de su homicidio. Fue posible también porque la mayoría de sus hermanos del Episcopado lo dejaron sólo. A ellos apeló más de una vez, denunciando la usurpación que los militares hacían de las funciones propias del obispo; y anoticiándoles la persecución propia y a sus colaboradores. Ya en octubre de 1973 el capellán militar de La Rioja, Felipe Antonio Pelanda López, había informado al Jefe de la Policía Federal, general Miguel Ángel Iñiguez, “sobre la situación que crean las actividades disociadoras y subversivas de Monseñor Angelelli”.

Haber cambiado el lugar del espacio de poder que representaba como miembro de la jerarquía católica para que se lo apropiaran los pobres fue la razón fundamental del crimen. No lo toleraron ninguno de los poderes establecidos. Porque desde la pastoral diocesana se generaron las organizaciones que permitían no sólo una práctica colectiva, sino tomar conciencia del poder que podía ejercerse en procura de obtener las propias reivindicaciones. Pasos necesarios en la marcha liberadora de un pueblo que iba asumiendo su protagonismo. Los defensores de la “civilización occidental y cristiana” apelaron al terrorismo de Estado.

 

Martirio y beatitud

Celebramos con las máximas autoridades de la Iglesia Católica, el reconocimiento del martirio de Angelelli, el cooperativista Pedernera y los curas Longueville y Murias. La comunidad martirial de cuatro miembros que dramáticamente sintetizan y expresan el testimonio diocesano del pueblo pobre de La Rioja, tantas veces golpeado y otras tantas resucitado.

Mártires in odium fidei. Dieron testimonio (mártir=testigo) desde sus propias motivaciones evangélicas. Su práctica impulsada por la fe los llevó al compromiso con la solidaridad y la justicia. Porque no se trata de verdades teóricas, sino de vivencias cotidianas y consecuentes.

Como en el caso del Arzobispo Óscar Arnulfo Romero, la Iglesia Católica al reconocer estos testimonios quiere volver a centrar su preocupación por los pobres. Seguramente no le será fácil, porque no son pocos los que pugnan, de afuera y de adentro, por preservar un espacio privilegiado de legitimación del desorden establecido. Puede ser que algunos especulen con intenciones mezquinas, especialmente por el descrédito institucional ocasionado por conductas contrarias a principios esenciales del catolicismo que han trascendido en los últimos años. Pero lo concreto es que para una amplia franja del cristianismo, no sólo latinoamericano, el reconocimiento del martirio y la beatificación significa la revalidación de un compromiso que sin estridencias se viene concretando en los sectores signados por las injusticias sociales y el abandono de las políticas públicas de derechos humanos y sociales. Y en esa tarea, el despertar de nuevas conciencias acerca de las causas profundas generadoras de las situaciones de explotación y miseria. Para quienes siguen –seguimos— estirando el hilo del carretel, representa una reivindicación al compromiso de vida que acarreó persecución y dolores. Más importante, sin embargo, es si estas beatificaciones incentivan el surgimiento de nuevas expresiones en la perenne lucha por la justicia, la solidaridad y la fraternidad. Para eso, en definitiva, la Iglesia pone a los mártires como faros que inspiren, alienten y fortalezcan a quienes asuman el desafío de responder a las demandas de hoy por “vida y vida en abundancia” (Jn.10,10) para todas y todos.

Los cuatro mártires riojanos fueron declarados “beatos”. La beatitud no es cosa de santulones, ni exclusiva de la religión. Como lo indica la palabra, señala el horizonte de “felicidad”, de “bienaventuranza” especialmente para los necesitados, pobres, enfermos, presos, carenciados y angustiados de todo tipo. Ese horizonte –el reino de Dios, la nueva sociedad– tensiona la marcha. Por eso son “felices los perseguidos por causa de la justicia”. (Mt. 5,10). Es un reconocimiento público a su compromiso y su lucha junto a los pobres. Y son declarados “felices” para que sepamos valorar como bueno todo lo que hacemos para avanzar y crecer, superando las dificultades que siempre son muchas.

Personas y organizaciones, muchas de ellas que se dicen no creyentes o que tienen otras creencias, han compartido la alegría por la beatificación del Pelado Angelelli. Los mismos que junto a comunidades de base y grupos cristianos han reivindicado la memoria de los mártires desde la fecha de su asesinato en 1976; cuando las cúpulas eclesiásticas avalaban el terrorismo de Estado y las mayorías episcopales seguían con la anteojera del “accidente fortuito”. La persistencia de esa memoria arraigó, se expresó en los juicios por delitos de lesa humanidad y se extendió a otras latitudes latinoamericanas, hasta ganar terreno en la misma institución eclesiástica que ayer le negó apoyo, y ahora lo coloca en el lugar que siempre tuvo entre los pobres, con reconocimiento en plazas, calles, establecimientos educacionales y en tantos altares laicos que abundan en cárceles u hogares de niños y ancianos.

Después de la muerte cruel y violenta que padecieron, los mártires ya no necesitan nada. Están en otros mundos, quizás muy cerca y hasta podamos sentir su fuerza y sus energías para ser valientes, no achicarse ante los riesgos y jugarse la vida por todo lo que creemos bueno, justo y digno para todas y todos. Así lo vivieron los mártires ahora beatificados. Somos nosotros, los que seguimos andando por la vida, quienes necesitamos recordarlos para que nos contagien sus ganas y su voluntad de seguir caminando con alegría y esperanza. Ellos nos desafían a no bajar los brazos, a tener energías para sobreponernos a lo que nos limita o nos impide vivir felices, porque todos estamos llamados a la beatitud. Es cuestión de querer ser felices, pero nunca solos, siempre con otras y otros, como comunidad, como pueblo.

Que Angelelli siga incomodando a determinados sectores que tienen grandes medios a su disposición indica que su vida, su mensaje y su resurrección siguen siendo intolerables para quienes se obstinan en negar que los pobres vivan en condiciones dignas y justas. Que vuelvan a apelar a viejos slogans o motes, además de ausencia de creatividad, señala su disposición al intento de frenar el ansía de justicia que renace y adquiere nuevas formas de reclamo y organización.

Tampoco serviría que tanta contundencia y pasión de vida expuesta a la adversidad quedara reducida a “santo de estampita”, como nos alertaba el teólogo Arturo Paoli hace muchos años en algunos homenajes en Córdoba. La vigencia de su testimonio radica en lo que contiene de interpelación para la práctica de una Iglesia que intenta el retorno a sus orígenes, no sin asumir la herencia de infidelidades. Pero también para los que desde ámbitos diversos se empeñan con tozudez y amplitud de miras en alentar el ansia de liberación de un pueblo “que los poderosos no pueden llevarse en una bolsa”. (Angelelli, 1975).

Sin miedo a gritar, cuando los pobres son enmudecidos. Sin falsas prudencias que escudan cobardías o complicidades, como lo señaló el obispo martirizado ante el silencio episcopal. Su palabra vuelve a resonar, cuando pensaban haberlo sepultado: “Vivir la fe cristiana hoy exige sinceridad de corazón, generosidad, comprometer la vida y jugarla corresponsablemente con los otros, con audacia y coraje quienes hemos sido marcados con la unción de los testigos del ‘hombre nuevo’.[…] En esta gran tarea, seguiremos orientando esta Iglesia Diocesana para que la liberación que urgentemente reclama el hombre riojano, se vaya materializando en la óptica del Evangelio y considerando a los pobres como los privilegiados del Reino de Dios, como nos lo exige Jesucristo en las Bienaventuranzas.” (Angelelli, 2-VII-1972, Fiestas Patronales de San Nicolás).

 

 

[1] Angelelli, E., Homilía en las fiestas patronales de Pinchas, Setiembre 1969, Diario El Independiente.

--------------------------------

Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí