LA BURGUESÍA SE HACE LA PELÍCULA

María José Navia recrea los manierismos de la clase dominante que desparrama ideología

 

Cuando un autor tiene la posibilidad de decidir (en lugar de su editor o, peor, la gerencia de marketing) el orden sucesivo en que habrán de publicarse los cuentos de su próximo libro, a veces se regocija con que esa serie construya otra lectura, de yapa, que se suma a la unitaria de cada historia. Dentro de esa cadena, el primer eslabón habrá de cumplir una función privilegiada. En el más simple de los casos, por considerarse el más acabado, puede dar título al libro todo. En ocasiones más sutiles, esa narración inaugural puede operar a modo de clave de lectura, o bien contener elementos capaces de ser aplicados sobre situaciones o sentidos presentes en los cuentos subsiguientes.

Si bien con viento a favor, buena voluntad e imaginación “Mal de ojo” puede ser un buen título para un libro, obliga a un sesgo que tal vez condicione el contenido de una ficción y cobre fuerza al ser aplicado en tanto metáfora. A medio camino con la connotación gualichesca, una acepción literal oftalmológica otorga cierta amplitud, mayor libertad. Al fin y al cabo, sin desentonar, es el que elije María José Navia (Santiago de Chile, 1982) para inaugurar el volumen de diez historias de Todo lo que aprendimos de las películas, publicado a la vez en Madrid y Buenos Aires. Ofrece a lo largo de ciento cincuenta páginas lo que aparentan ser prolijas historias costumbristas, descriptivas de una sociedad contemporánea con sus caídas individuales por sobre triunfos y resonancias colectivas. Propone al desprevenido una fugaz inmersión en el juego de los avatares personales, construidos por cada personaje a imagen y semejanza de los ideales que marcan la época. Como todo juego sin trampa, el desarrollo de cada historia exhibe tras la anécdota —la jugada— aquellas determinaciones históricas que el protagonista ignora al estar inmerso en ellas.

 

La autora, María José Navia.

 

Lo último que la joven mujer que protagoniza el cuento inicial ve de su oftalmólogo antes de que éste aplique el láser sobre su globo ocular y las formas se transformen en borgeano amarillo, es la oreja. Por lo tanto, de ahí en más pasa a ser Doctor Oreja; antes de perder esa mínima identidad, salir de escena para sólo reaparecer bajo la forma de promesa o amenaza (conductas reversibles, simétricas e inversas). En la sala de espera aguardan un niño y su padre, el primero con una dolencia similar a la mujer; ambos con riesgo cierto de perder la visión que aún les resta. Hay un jamás expuesto solaz deseante entre los adultos, reemplazado por el intercambio de crayones. Luz envasada en cera, los pigmentos cobijan la luz hecha colores, aquellos con la posibilidad de prodigarse o desaparecer; según la medicina triunfe o fracase.

En momento alguno se plantea que la acción transcurre en tiempos post pinochetistas, actuales, dentro de una burguesía opípara de aburrimiento, nuevos ricos campeones de la ostentación, unidades domésticas tan aptas para las visitas como destrozadas en su interior, con Miami por destino y un título terciario adquirido en una universidad norteamericana mientras más cualesquiera mejor, para el vástago inútil. En fin, ideales camuflados de metas, transacciones disfrazadas de desafíos, tan vigentes y poderosos como ideología que los majestuosos Andes siquiera osan detenerlos. (En Chile, como en la Argentina, las respectivas dictaduras triunfaron en la batalla por el sentido común, entre otras.) Apenas una lejana, parca referencia mechada en el relato sugiere algo que no anda bien: extrañas inclemencias climáticas, posibles contaminaciones de alimentos y bebidas, disfunciones sorpresivas en aparatos tecnológicos, en fin, molestias sin duda transitorias, externas, obviables.

 

 

“En las películas aprendemos cosas que nunca usamos. Incluso en las malas películas. Hay escenas que se nos quedan pegadas. Imágenes. Si esto fuera una película, sé perfectamente qué canción estaría sonando. Pero en la cafetería no suena nada. Solo la silla que se arrastra, sólo una mano apoyándose sobre la mesa”. Previsible, hueca como en una película berreta, priman las aventuras unipersonales siempre que sean lineales, obvias, reiterativas. Son individuos aislados, carentes de sujeciones históricas con sus semejantes, merodeadores de vínculos vacuos u oblativos, falsificadores del estado de sociedad. Requiere un espíritu atento por parte del lector ingresar en ese juego de atractivo fondant, en el cual una escritura perfecta, muy estudiada, cubre sabores imprevistos a los paladares delicados, donde no pasa nada mientras sucede de todo.

Comienzan a cobrar otro carácter los epígrafes a cada cuento, tomados de textos —poemas, en buena parte— de creadores ignotos por estas costas subdesarrolladas, o los paseos por los verdes campus académicos donde se solazan incendiarios jovenzuelos aprendices y bomberos docentes supletorios.

 

 

Sin ninguna otra atmósfera, tras la cordillera o en el imperio que le cobija, esa alta burguesía brinda a sus más gráciles púberes para una sesión fotográfica de destinos ignotos donde las niñas flotan en tachos de aguas estancadas junto a peces en avanzado estado de descomposición. Hombres de paso raudo, machirulas paternidades, preñadores automáticos, pollerudos babosos, sumisos hermitaños, medios más que fines, dejan prioridad escénica a las mujeres, estrellas de Todo lo que aprendimos en las películas. Actrices descollantes en el elenco encargado de la perpetuación necesaria para la reproducción ideológica, adoptan roles y caracteres dispersos a fin de cubrir el espectro social. “Yo en secreto hablaba con las amigas de mi mamá como ‘las monstruosas’. Esas señoras estiradas y que apenas podían cerrar los ojos. Con las bocas bien infladas. Todas comiendo con asco un bowl de lechuga con dos nueces arriba o tomando agua de una jarra con pepinos flotando. Las mamás de mis amigas del colegio eran así. A ellas a veces el cuerpo sí les sobraba”.

Si la ideología dominante es la de la clase dominante, y quien la domine logrará multiplicar sus preceptos al conjunto, extenderá su preeminencia cuanto más los naturalice. Sus películas enseñan precisamente esa arbitrariedad convertida en fenómeno meteorológico. (Aparte está el cine, pero eso es otra cosa.) María José Navia jalona su éxito académico y literario con esta decena de historias que, lejos de la pretensión de espantar burgueses, les ofrece espacios donde reconocerse y hasta de burlarse de sí mismos. Siempre y cuando siga pasándoles desapercibida la función que les ha sido destinada.

 

 

 

FICHA TÉCNICA

Todo lo que aprendimos en las películas

 María José Navia

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Buenos Aires, 2023

156 páginas

 

 

 

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