La cola al aire

La coartada de la ciencia oficial para tentarse con la falsa ilusión del crecimiento vegetativo

 

Con la pandemia salida de escena, para una mejor aproximación a lo más y menos probable que acontezca en el porvenir del proceso político argentino es menester identificar en los episodios que eslabonan las tendencias estructurales del sistema de acumulación a escala mundial puntos de contacto con la capacidad de incidir internamente. Observar desde ciertos ángulos esas inmediaciones lleva a formarse un criterio acerca de las posibilidades y limitaciones que enfrenta nuestro país para salir de la estacada histórica en la que está amarrado.

Lo primero a tener en cuenta para el análisis es que el norte de la brújula indica que el sistema varía en parámetros entre los cuales está el espacio, lo que define su carácter eminentemente histórico. Es decir, no tiene el futuro comprado, lo que no debe inducir a especular que hay algo nuevo bajo el sol a la vuelta de la esquina pujando por salir. Después del confinamiento, la respuesta de las altas tasas de crecimiento de los productos brutos esperadas así parece indicarlo. Y eso a pesar que desde la crisis financiera se coronó una década de apocado crecimiento mundial, particularmente en los países desarrollados. En consecuencia, se hace dudoso que durante el bajón de la pandemia se hayan trabado los engranajes de reequilibrio propio que atenúan y reencauzan las oscilaciones que impiden que el sistema, al compás de sus característicos ritmos cíclicos, se salga de quicio sin poder volver a centrarse.

No obstante, este comportamiento de ciclos que tutela y enhebra el hilo estructural del sistema de acumulación a escala del planeta, a partir de los años ‘70 no ha recibido desde la ciencia oficial que articula la política económica un respaldo aceptable o, al menos, similar al que sustanciaron las convicciones con que se diseñó el orden mundial de posguerra y que llevó a tres décadas ininterrumpidas e inéditas de crecimiento en la historia de la humanidad. Esa etapa, a la que se alude para resaltar su importancia como años dorados o gloriosos, coincidió con el transcurso de la parte más álgida de la Guerra Fría.

El enfrentamiento Este-Oeste pasó a la historia, la inadecuación de la ciencia oficial no: continúa ahí siendo parte del problema. Y un gran y poderoso problema, si se recuerda a Immanuel Kant aleccionando que no hay nada más práctico que una buena teoría. El ponderable peso de los extravíos de la ciencia oficial entre los elementos geopolíticos en juego invita a darse una vuelta por la trama coyuntural-ideológica, para dar cuenta de la permanencia de nuestro país en la condición de país subdesarrollado. Hay sobrados motivos para sospechar que ahí se deben apreciar una buena porción de las razones por la cuales en el sistema de acumulación global no se le encontró la vuelta para que la Argentina esté bastante más arriba de su mediocre producto per cápita corriente y de su producto bruto mal distribuido. Todo lo que la ciencia oficial sugiere ofrecer son las advertencias sobre obstáculos insalvables para evolucionar hacia una sociedad mejor, en vez de mostrar el camino con sus idas y vueltas. La dirigencia política suele no advertir este enorme problema. No es que esté de más enfrascarse en los peliagudos enredos que, por caso, protagonizan los punteros de la Tercera electoral. Pero darle pelota a esa agenda y al mismo tiempo olvidarse de atender para qué se quiere la manija –circunstancia que se percibe desde las vagas y poco felices nociones de cómo se llega a los objetivos que se plantean– es dispararse a los pies continuamente.

 

 

Supuestos

Un buen criterio para abordar estas cuestiones lo aporta John Maynard Keynes cuando con toda lucidez deschava que “si la economía ortodoxa está en desgracia, la razón debe buscarse no en la superestructura, que ha sido elaborada con gran cuidado por lo que respecta a su consistencia lógica, sino en la falta de claridad y generalidad de sus premisas (...) Nuestra crítica de la teoría económica (…) aceptada, no ha consistido tanto en buscar los defectos lógicos de su análisis como en señalar que los supuestos fácticos en que se basa se satisfacen rara vez o nunca, con la consecuencia de que no puede resolver los problemas económicos del mundo real”. En criollo más corriente, por más irreal que sea si uno supone que los elefantes vuelan, la consuetudinaria recomendación de que lo mejor para esconder un elefante es en una manada de elefantes, se hace posible concebirla entre las nubes.

 

De las aves que vuelan, me gusta el elefante…

 

Milton Friedman estaba muy al tanto de que el criterio de Keynes era un escollo de principal importancia a sortear si quería jugarla de hacedor de la ciencia oficial como coartada, que invocando la libertad como meta pasara de contrabando el programa más reaccionario y conservador. Friedman, con talante sibilino, inicia un ensayo donde trata la cuestión invocando a John Neville Keynes, el padre de John Maynard, distinguiendo la ciencia positiva y la ciencia normativa. Lo que es y lo que deseamos que sea. Ni menciona al hijo. Plantea que se aboca a refutar la vulgaridad de que “una teoría no puede probarse comparando sus ‘supuestos’ directamente con la ‘realidad’. Sin duda, no hay medio alguno por el que esto pueda hacerse”. Ese ni siquiera es un asunto atendible, pero el padre del monetarismo regurgitado pone el señuelo y tras él, aparece la verdadera cuestión: “El problema esencial en torno a los ‘supuestos’ de una teoría no es si son descriptivamente ‘realistas’, porque nunca lo son, sino si constituyen aproximaciones lo suficientemente buenas para resolver el problema de que se trate. Y esta cuestión puede contestarse sólo comprobando si la teoría funciona, lo que sucede si proporciona vaticinios bastante seguros”.

Ese “no lo arregles si funciona”, tiene un inconfundible aroma que emana de las ideas del filósofo Karl Popper, un importante referente para los liberales, cuando considera que no existe una manera lógica de generar ideas y que, en algún punto, el conocimiento se debe a una iniciativa creativa, con elementos irracionales. Adopta el criterio basado en la falseabilidad de una teoría, que implica que una teoría se somete a una contrastación intersubjetiva, una experiencia controlada y repetida por varias personas para definir si se la adopta. La adopción de la misma no significa que se la acepta como verdadera, sino que hasta tanto no se observen hechos que contradigan sus premisas –que Popper llama enunciados básicos–, no se la descarta. Convengamos que los argumentos epistemológicos Popper-Friedman tienen también como objetivo el muy filosófico de atajar el peso de la nómina salarial en el costo de los balances de las empresas.

Keynes enunció su crítica en 1936; Popper, la defensa epistemológica de las ilusiones del liberalismo en alemán en 1934 –aunque la versión en inglés que lo hizo conocido recién apareció en 1959–; Friedman procuró el restablecimiento de la economía ortodoxa en 1953. Para 1970, se afirmaba que el keynesianismo había fracasado sin más pruebas que la irrealidad de las hipótesis que se habían pergeñado al solo efecto de demostrar la alegación hecha. Al mismo tiempo se daba por descontado que el heredero era el monetarismo patrocinado por Friedman. Justamente en 1970, el economista ruso emigrado a los Estados Unidos y profesor de Harvard, Wassily Leontief, notaba en su discurso anual como presidente de la Asociación Económica Estadounidense que si bien “la economía de hoy está en la cresta de la ola de la respetabilidad intelectual y el reconocimiento popular”, tomaba nota del desasosiego que generaba la falta de prescripciones concretas para asuntos tan densos como la inflación y el desempleo y al respecto diagnosticaba que “la inquietud de la que hablé antes es causada no por la irrelevancia de los problemas prácticos en los que ponen su esfuerzo los economistas en la actualidad, sino más bien por la palpable insuficiencia del método científico con los que intentan solucionarlos”. La rémora llevaba a Leontief a reflexionar que “hoy en día, en la presentación de un nuevo modelo, la atención suele centrarse en la derivación paso a paso de sus propiedades formales (…) En el momento en que se llega a la interpretación de las conclusiones sustantivas, los supuestos en los se ha basado el modelo se olvidan fácilmente. Pero es precisamente la validez empírica de estos supuestos de la que depende el provecho de todo el ejercicio (…) Lo que realmente se necesita, en la mayoría de los casos, es una muy difícil y rara vez muy ordenada evaluación y verificación de estos supuestos en términos de hechos observados. Aquí las matemáticas no pueden ayudar”. La vuelta de Leontief a Keynes intentaba frenar al “pienso, luego existo” de los discípulos monetaristas de Renato Descartes.

 

Fronteras

Inferir que todo esto se ubica entre nosotros muy alejado de la disputa política agónica, es olvidar su ligazón inescindible con la confrontación política arquitectural, al punto que la segunda condiciona a la primera. Por lo tanto, se encuentra en el pasto y las raíces de la disputa política. En efecto, en las elecciones de mediano término se acepta o se rechaza lo que hace el liderazgo político de turno en términos de arreglar problemas cuya solución proviene únicamente de la aceleración del crecimiento. Desde este ángulo, el cuestionamiento a la clase dirigente encuentra su origen en su constante tentación con el crecimiento vegetativo. El no hacer olas es regularmente penalizado por una sociedad que, lo sepa o no, está buscando el crecimiento acelerado. Pero, ¿cuál es la idea subyacente que permite hacerse ilusiones –ciertamente inútiles– con el crecimiento vegetativo, que al final termina en caída del PIB? El Santo Grial imposible es la búsqueda de lo que ha dado en llamarse un tipo de cambio real alto (salarios bajos) competitivo y estable. Si el dólar es alto no puede ser estable, al menos que uno crea que los trabajadores argentinos, emocionados por el equilibrio macroeconómico, acepten sin más y por largo, largo tiempo correr la coneja que sigue a una devaluación.

Pero estas ideas ridículas y reaccionarias no se rinden fácilmente. Postulan que el dólar ultra devaluado que buscan requiere la coordinación de las políticas fiscales y monetarias (por ejemplo, ajuste puro y duro) y primordialmente identificar fehacientemente a las tendencias de la productividad a fin de impedir que se pongan en práctica políticas macroeconómicas que ex post resultan ser demasiado expansivas, pues conllevan presiones inflacionarias que dañarán gravemente la capacidad de perseguir tipos de cambio reales competitivos. Particularmente es menester frenar iniciativas políticas que fomentan aumentos significativos en el consumo basados en la expectativa de aumentos futuros de la productividad, pues lo más seguro es que esas expectativas se defrauden como consecuencia del atraso cambiario y otras políticas industriales ineficientes (protecciones anti importaciones).

Siguiendo a Keynes y Leontief, el intríngulis está en los supuestos. Al revisarlos se observa que asumen que las exportaciones son elásticas, que reaccionan más que proporcionalmente en una devaluación. Falso: son completamente inelásticas. La devaluación hace perder en los términos de intercambio y en el resultado comercial. Como para muchas otras variables del análisis económico, esgrimen que sea real o sea descontado el efecto de las variaciones de los precios. Procedimiento inútil, porque los agentes económicos ignoran el tipo de cambio real (no saben cuál va a ser) y sus decisiones son sobre el valor nominal del dólar al que ya le incorporan una expectativa del derrotero de los precios. Lo de la coordinación de políticas es bien de Descartes: es cuestión de proponerse coordinar para alinear las expectativas y que baje la inflación (por las dudas, prescriben bajar el gasto público). Se felicitan cuando baja la inflación porque, como consecuencia, alineó las expectativas. Resultó al revés, pero no importa. Arguyen que es la productividad la que determina el nivel de salario. Completamente falso. El salario es un precio político previo a todos los demás precios. Precisamente el problema es que quieren hundir muy por debajo de la productividad al salario.

¿Y eso por qué? Porque en última instancia y en el colmo de la incongruencia, razonan como si la tasa de ganancia no se igualara a escala internacional. O sea, como si no hubiera movimiento de capitales entre países, de manera que si bajo los salarios y sube la rentabilidad por efecto de la reinversión de utilidades, el crecimiento se alzaría fuerte. Pero los capitales se mueven entre naciones y la igualación de la tasa de ganancia sobre el plano mundial es una condición sine qua non de la explotación de un país por otro. Para que el mecanismo del intercambio desigual se active, es necesario que la tasa de ganancia, en razón de su internacionalización, de alguna manera se vuelva rígida vis-à-vis a la de la economía nacional. Esto permite que los empresarios de los países ricos carguen al extranjero la mayor parte de la diferencia negativa que le propinan los altos salarios que pagan. E impide a los empresarios de los países pobres beneficiarse del diferencial positivo de los bajos salarios que erogan y mantenerlo dentro de los límites de la economía nacional. Se ven obligados a volcarlo al exterior para el beneficio de los consumidores extranjeros. Y así es como la realidad arruina los supuestos imaginarios que se formularon para que una visión deforme pequeño burguesa, contraria a los intereses bien entendidos del movimiento nacional, parezca seria y ofrezca sosiego a una clase dirigente que no logra advertir que su gran destino está en las antípodas de estas idealizaciones reaccionarias. Acelerar siempre, vegetar jamás.

 

 

 

 

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