La Constitución dice otra cosa

Definir "dominio originario" para pensar en la soberanía nacional

 

Hay un debate que se nos está escapando, al que estamos rehuyendo como sociedad, ya sea por temor o confusión, ya por la dificultad intrínseca que supone aclararlo debidamente, pero que tiene, al final, sin embargo, la posibilidad de definiciones firmes que ayuden a superar cierta ambigüedad dañina para la integración nacional.

Me refiero a la implicancia que tiene el abordaje de las diferentes modalidades de explotación de nuestros recursos naturales, y cómo esa actividad política y económica fundamental está basada en supuestos que están afectando gravemente la convivencia nacional e institucional, según sea el camino elegido. La cuestión discurre en un contexto que, de continuar en ese ámbito de confusión o error, puede alimentar una tendencia hacia la fragmentación del país, en un clima de anarquía y enfrentamiento entre Nación y provincias, así como entre diversas regiones, aunque también entre diferentes provincias.

Para centrar el tema y expresarlo con la mayor claridad posible, nos referimos al equívoco que se observa en forma permanente en documentos, expresiones de dirigentes políticos, funcionarios o periodistas al referirse a la propiedad, dominio, potestad o como quiera llamarse a la facultad sobre los recursos naturales por parte de la Nación o de las provincias.

Ya es un lugar común expresarse sobre esos recursos, definiendo por sí y ante sí, sin dudar y sin ruborizarse, que pertenecen a las provincias. En algunos casos, pocos, se agrega que así lo dispone la Constitución Nacional en su reforma del ‘94.

Y a partir de esa definición tajante sigue una serie de consecuencias sobre la explotación de los recursos, que origina políticas, conflictos, enfrentamientos, graves decisiones, que en su mayoría no tienen un fundamento serio en la normativa actual.

Sin entrar en consideraciones jurídicas complejas, salvo en lo necesario para abordar esta trampa que arrastra la cuestión, debo afirmar que nada de eso se expresa en la Constitución Nacional.

Una vez más transcribo la cláusula respectiva, que es un párrafo corto y final de un largo artículo de la carta magna reformada en el ‘94, el 124: “Corresponde a las provincias el dominio originario de los recursos naturales existentes en su territorio”.

No es un texto que se haya aprobado como al descuido, dada la aparente simpleza de su contenido, sino que es el producto de un extenso y polémico debate de los constituyentes, quienes no encontraban la fórmula del consenso en el importante tema, y que zanjó uno de ellos, un eximio jurista mendocino, buen conocedor de la cuestión, quien elaboró la fórmula final sabiendo, o no, que ese enunciado contiene una gran ambigüedad y amplitud en su interpretación: “el dominio originario”.

En orden a ir aclarando el equívoco mencionado al principio de esta nota, podemos afirmar lo que no es “dominio originario”. Para luego dejar la libertad de varias interpretaciones de lo que sí puede ser, que la doctrina ha ido desgranando según la corriente de pensamiento o el origen territorial del opinante. Sin desmedro en esta última afirmación: tal es la pasión que origina la cuestión y que merece todos los respetos.

El “dominio originario” no es el dominio público del Estado, como son las plazas, las calles, los edificios públicos que el sentido común, además de la ley, le atribuye a los Estados nacional o provinciales. Tampoco es la propiedad en tanto derecho real, como son las casas, los autos, las fábricas, las fincas de sus respectivos dueños privados.

Entonces, “¿qué es?”, se preguntará usted. Para ello es preciso analizar la historia y significado del dominio originario en la doctrina  y en su origen en estos temas. Desde los inicios de la integración nacional se discutió sobre la potestad de la Nación o las provincias sobre el tema y hubo normativa cambiante, que se inició con la capacidad provincial, en el Código minero, y la facultad exclusiva nacional en la Constitución del ‘49, luego derogada por decreto. Los proyectos de reforma constitucional sucesivos propusieron la propiedad nacional o provincial de esos recursos, según los casos. En la constituyente del ‘94 la polémica fue importante e intensa. Para resolverla se recomendó el “dominio originario”, un concepto de origen hispánico que en la doctrina se lo asimila al “dominio eminente” del Estado. Una noción, esta última, vinculada con la potestad de los Estados nacionales sobre sus territorios, un pensamiento muy cercano al de la “soberanía” de un país.

De manera que aquel dominio originario, proveniente del derecho minero y de origen colonial, puede considerarse un pariente cercano al de la soberanía sobre los territorios.

Ahora bien, ¿entonces tendríamos 24 soberanías sobre los recursos naturales? Como tamaña interpretación es imposible, debe recurrirse para aclarar las cosas al artículo 41 de la misma reforma. Y ese artículo, que forma parte de los “nuevos derechos y garantías” de la Constitución del ‘94, establece el cuidado y protección especial de los recursos naturales en su explotación y en su resguardo adecuado para las generaciones futuras, incluyendo la sanción de presupuestos mínimos de cuidado de cada recurso. Para todas esas cuestiones generales se asignó la facultad  de legislar en el Congreso nacional. De lo cual resulta una expresa delegación provincial en la Nación para esa normativa.

¿Sería esa entonces la solución a la interpretación de cuál es el sentido del dominio originario? Es decir, ¿normativa general por parte del Congreso y particular y de aplicación por las provincias?

Agregaría algo más: si el dominio originario fuera “la propiedad” de los recursos por las provincias, imaginemos lo que ocurriría con los dos recursos principales del planeta y, por lo tanto, de la Argentina: el agua y el suelo. En ese caso, así como el litio se obtiene del suelo, si fuera propiedad de la provincia de Jujuy, por ejemplo, también la producción agraria originada en los suelos de las provincias bonaerense, santafesina y cordobesa podría ser propiedad de sus respectivos Estados provinciales. No estaría mal, ¿no? Y así con los minerales que se obtienen de los suelos de las provincias respectivas. Y ni hablar del agua, que a menudo se escurre entre territorios de distintas provincias, que litigarían sobre su propiedad respectiva. Este absurdo habla por sí solo.

No solamente la Constitución y el derecho establecen otro criterio para el dominio originario, más allá del discurso naturalizado por funcionarios y dirigentes de cualquier estamento del país que siguen afirmando lo que no es.

¡Pueden preguntarse entonces con todo derecho también qué significa el bendito dominio originario para las provincias argentinas! Sugiero, sólo sugiero, aunque lo he escrito y desarrollado, que es una potestad que tienen las provincias en sus respectivos territorios para administrar los recursos naturales dentro de sus límites, de conformidad con normas y criterios generales que establezca el Congreso nacional. Administración local que contempla amplias facultades relacionadas con el carácter que nuestro sistema federal les atribuye; que incluye potestad sobre cada recurso, según sus características, tanto en su explotación como en su conservación y los beneficios económicos que surgen de ello (que merecen otra consideración y que excede estas líneas); que implica al mismo tiempo una importante cantidad de limitaciones en la medida que forman parte de un conjunto llamado la Nación Argentina y de su normativa, a la que contribuyen a conformar las provincias con sus diputados y senadores, que integran la gran mayoría de nuestro Congreso nacional.

Puede haber otras interpretaciones, pero nunca serán las dos primeras que señalamos al comienzo, que no tienen ningún fundamento en nuestra Carta Magna.

Dicho esto, está la explotación de los recursos naturales del país, distribuidos como quiso la naturaleza, beneficiando a algunas regiones más que a otras, pero con la obligación constitucional de armonizar y compensar esas riquezas entre todas: artículo 75, inciso 19.

Sin embargo, se ha naturalizado un sentido común contrario a todo lo hasta aquí manifestado. Cada provincia que descubre un bien de riqueza valioso para el consumo nacional y especialmente mundial entiende estar en todo su derecho para contratar su explotación con las principales multinacionales del planeta, a menudo, sin intervención de ninguna otra jurisdicción.

Esa actitud, en general aceptada como tal, puede implicar, de avanzar en ese camino, una tendencia a la desintegración nacional, a la fragmentación con motivo de los intereses parciales y sectoriales de cada uno y a la introducción del protagonismo económico y político de potencias extranjeras. Algunos ejemplos ya los he señalado en anteriores artículos en estas páginas.

Todo lo manifestado está relacionado con la modalidad de explotación de los recursos naturales y con el debate en curso sobre ello, que tiene implicancias según las decisiones que se tomen desde cada provincia o intermedien al respecto políticas nacionales.

Contratos con multinacionales de recursos estratégicos para los mercados mundiales, decididos desde gobiernos provinciales, con poca o nula intervención de la Nación, implican un abandono de las conveniencias soberanas del conjunto argentino. Sin perjuicio de las autonomías federales y sus respectivas facultades que antes hemos señalado. También expresan un descuido de las autoridades nacionales con facultades para esas cuestiones. A veces, con el pretexto de la interpretación errónea de la Constitución ya señalada.

La necesidad de divisas que en general acuerda nuestra dirigencia tiene subyacente una inclinación para obtenerlas que define los dos modelos para la explotación de los recursos naturales: a) El extractivismo con especial destino a la exportación para pagar la deuda de Macri; o b) Producción acordada entre provincias y Nación para el desarrollo económico, con valor agregado importante y negociado con los inversores, con industria y empleo nacional, y exportación de excedentes. Es un dilema simple, siempre con muchos matices intermedios, pero la disyuntiva existe y hoy predomina el primer modelo.

Esa alternativa hoy dominante en nuestro esquema económico, tributaria de la deuda con el FMI que se obtuvo con esa finalidad siniestra, tiene sustento en la anarquía productiva que surge de cómo se ha naturalizado la concepción de la potestad de cada jurisdicción provincial sobre los recursos, que se asume sin debate y discusión por nuestra dirigencia. Es un equívoco, error, displicencia —o como se quiera llamar—, que tiene efectos dañinos para la economía  y la soberanía nacional.

Sí, hoy está en juego la soberanía nacional, ya que los grupos multinacionales y sus potencias protectoras están jugando con algunos gobiernos provinciales, no todos, no la mayoría, en el saqueo de los recursos naturales argentinos.

 

 

 

 

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