El fiasco del bono
El primer indicio de desesperación llegó envuelto en ingeniería financiera. El Tesoro salió a colocar un bono en dólares con la pretensión de juntar 1.000 millones de dólares y la promesa de un cupón “por debajo del 9%”. En la oferta figuró un cupón nominal del 6,5%, pero el mercado exigió rendimientos efectivos más altos: la tasa de corte se fijó en 9,26% y la operación terminó siendo más cara de lo anunciado.
La brecha entre el discurso y la tasa efectiva no es un tecnicismo. Muestra que el optimismo oficial choca con el costo real de endeudarse y con la fragilidad de las reservas. Resultado: una emisión que luce más como un manotazo de liquidez que como señal de confianza sostenible.
Lo cierto es que la colocación se anunció por 1.000 millones, pero al hacerse bajo la par (un termómetro claro de desconfianza), el Tesoro terminó recibiendo solo 910 millones de dólares netos. En la jerga financiera, vender bajo la par equivale a admitir que el mercado exige un castigo: los inversores solo aceptan entrar si el precio baja. El rendimiento efectivo, superior al 9,2%, muestra que la operación fue un rescate de corto plazo, sostenido más por la necesidad de liquidez que por expectativas de estabilidad.
El contraste con provincias y empresas es elocuente. Santa Fe colocó 800 millones de dólares a nueve años en torno al 8,3% y la Ciudad de Buenos Aires había hecho lo propio por 600 millones a siete años al 7,8%. En cambio, la Nación solo consiguió colocar a cuatro años y pagando 9,26%.
El bono salió bajo legislación local. Ese detalle no es cosmético. Para un inversor, la ley local implica riesgos adicionales y, por eso, exige un premio mayor. Es la razón por la que una comparación simple entre cupones nominales puede resultar engañosa.
Para esa entidad que se define como “mercado”, el bono bajo legislación extranjera es condición necesaria, pero no suficiente, para acceder al financiamiento externo.
En ese esquema, el país se somete a reglas internacionales, sin protección judicial local, y eso transmite, según esta entidad que se define como mercado, una señal de confianza y credibilidad.
En cambio, un bono bajo legislación nacional no constituye una “vuelta al mercado”, sino una forma de financiamiento interno. Se emite dentro del país, lo compran bancos, fondos o aseguradoras locales, muchas veces impulsados, como en este caso, por regulaciones o incentivos oficiales, y cualquier disputa se resuelve en tribunales argentinos.
Pero lo más grave es que cuando un país coloca un bono en dólares con una tasa tan alta como el 9,26%, está fijando una referencia para todo su endeudamiento futuro. En los mercados, esa tasa funciona como un “precio de entrada”: indica cuánto debe pagar la Argentina para que alguien acepte prestarle dinero voluntariamente.
Por eso, si el Tesoro paga 9,26% por un bono soberano, cualquier otra negociación posterior deberá ofrecer una tasa igual o superior para resultar atractiva. En finanzas, se dice que la curva de rendimientos se “recalibra hacia arriba”, porque el riesgo argentino quedó asociado a ese nivel de costo.
En términos simples, una colocación cara no solo encarece la deuda de hoy, sino también la de mañana: sube el piso de las tasas que el país deberá convalidar para refinanciar sus vencimientos. Lo que se presenta como una “vuelta al mercado” puede transformarse así en un ancla de encarecimiento general del crédito para toda la economía argentina.
El épico “regreso” a los mercados internacionales fue un fiasco. La demanda fue local y la cosecha, magra. La consigna de “reabrir el mercado de capitales” se tradujo en un pacto entre bancos y aseguradoras para hacerse de parte de los dólares que consiguieron las empresas que consiguieron emitir deuda en el extranjero.
Desde el resultado electoral, compañías argentinas emitieron más de 3.000 millones de dólares en el exterior. Esos dólares alimentaron la oferta del circuito local y terminaron, en parte, reciclados en la colocación del Tesoro. Reconfiguración de flujos domésticos no es lo mismo que una dinámica orgánica de inversión externa.
Otro espejo incómodo para el cuentito del retorno histórico al mercado de deuda es el Bonte 2030. Hace seis meses el gobierno lanzó un instrumento que, como en este caso, se suscribía en dólares y logró condiciones más favorables para el Tesoro. Entonces se captaron 850 millones de dólares a pagar en pesos a tres años con una tasa del 29% anual. Hoy, la foto luce más cara y más corta.
El fondo de la silobolsa
El segundo indicio de la urgencia por los dólares fue la baja de retenciones. Caputo redujo entre uno y dos puntos las alícuotas para los principales granos.
Un estudio de la Bolsa de Comercio de Rosario calculó que aún quedan por liquidar unos 27,16 millones de toneladas entre soja y maíz de la campaña que está terminando y otros 18,6 millones de toneladas de trigo de la campaña 2025/26.
El stock de soja y maíz equivale a unos 7.084 millones de dólares según la valuación FAS (precio en puerto), mientras que el trigo representa otros 3.000 millones. Para poner en perspectiva, las agroexportadoras liquidaron 7.000 millones de dólares en la ventana sin retenciones que el ministro abrió en septiembre.
Estos 10.000 millones estoqueados son los que el ministro intenta que el campo movilice a las terminales portuarias. El gesto busca liberar parte de ese stock. Sin embargo, los productores le habían advertido que difícilmente iban a liquidar más allá de lo necesario para afrontar vencimientos y costos fijos.
Cuando lo normal evidencia lo patológico
El tercer indicio de la inquietud de Toto por los dólares vino disfrazado de “normalización cambiaria”. El BCRA ajustó reglas que, en los hechos, atrapan dólares por un tiempo. Se creó un “parking” de 15 días para los bancos que compran los bonos: en ese lapso no pueden venderse contra pesos. Los bancos que participen de la colocación no podrán recomponer su posición en moneda extranjera por 90 días. Si usan dólares para entrar al bono, no pueden volver a comprarlos por tres meses. Es una forma de obligarlos a quedarse en pesos durante un trimestre crítico. Una cuarentena cambiaria en miniatura.
Por otro lado, eliminó las restricciones cruzadas que impedían a las personas acceder al dólar oficial mientras compraban dólares financieros, es decir, bonos que funcionan como su equivalente en el mercado bursátil. Con esta resolución, el gobierno busca darle mayor profundidad al mercado secundario de esos títulos. Al permitir que los individuos los adquieran sin limitaciones vinculadas al acceso al dólar oficial, se amplía la base de compradores y se incentiva a los bancos. Ahora encuentran un mercado secundario más amplio y líquido donde colocar esos bonos. Lo concreto es que se desmontan trabas selectivas para facilitar la suscripción a los bonos y, al mismo tiempo, se tejen nuevas ataduras para prolongar la estadía del billete en manos del Tesoro. Pensamiento liminal.
¿Dónde está Bessent?
La cacería desesperada de Caputo por el último dólar suelto abre una gran incógnita: ¿qué pasa con los dólares prometidos por Scott Bessent para calmar al señor mercado?
Lo que queda en evidencia es que se desplegó un relato. Con reservas en niveles críticos, Caputo aseguró que el pago a los acreedores de enero se cubrirá por alguna de tres vías: el swap con Estados Unidos, un crédito repo con bancos privados o la activación de otro tramo del swap con China.
El swap con el Tesoro estadounidense está en una nebulosa de desinformación y opacidad. Los 20.000 millones de dólares no aparecen y se desconoce cómo y para qué puede usarse el monto anunciado.
El crédito con los bancos privados tampoco fluye. Lo que empezó como un salvataje de 20.000 millones terminó reducido a menos de 5.000 millones y todavía no está cerrado. Las negociaciones son frenéticas, pero están trabadas en un punto clave: las garantías. La Argentina solo tiene para ofrecer los propios Bopreales, un activo financiero que los bancos ven con más curiosidad que apetito.
Y el swap con China, la carta que alguna vez fue salvadora, hoy está congelado. La autorización depende de Xi Jinping, y la relación bilateral atraviesa su peor momento.
Todo lo que brilla
El dato es que la llegada de recursos concretos y verificables no se produce en la medida que exigen los acreedores. Sin esa señal, Caputo queda bailando solo contra vencimientos grandes.
Con este contexto, cabe preguntarse por el destino de las barras de oro del BCRA que el gobierno cargó en un avión comercial a horas de la madrugada. El mercado calcula que unas 37 toneladas están en Londres, cerca del 60% del total. Gran parte bajo esquemas de canje o swap: el metal no se mueve físicamente, se intercambian derechos económicos y puede permanecer en cuentas no asignadas del Banco de Londres. El BCRA suele renovar estos swaps con el BIS cada tres meses.
Nada en Caputo es nuevo. En 2017 usó oro como garantía para swaps en yenes. La diferencia es la opacidad actual: la operación iniciada en octubre de 2024 se mantiene bajo la absoluta oscuridad.
Ocurre que el oro, en plena escalada de su cotización internacional, podría ser una vía de escape para aliviar las reservas, pero Caputo ya no tiene margen para mover una ficha sin quebrar otra. Aun con el metal arriba de los 1.400 dólares la onza, las tenencias están comprometidas en operaciones de canje y repos. No puede liquidarlas sin romper contratos. Es la metáfora perfecta de su situación: Toto choca contra los límites de su propia ingeniería financiera.
Los acreedores están preocupados
El Bank of New York Mellon (BONY), agente fiduciario y pagador de los bonos bajo ley extranjera, llamó al Ministerio de Economía para preguntar cuándo piensa la Argentina depositar los fondos del próximo pago. Diciembre vuela. Con reservas netas en negativo, la inquietud es legítima. No es curiosidad: necesita confirmar que el dinero estará para cumplir los contratos. El recordatorio del agente pagador suena casi a ultimátum.
El reclamo por el BONY tiene su kilómetro cero en la reestructuración que Martín Guzmán selló en 2020. Aquel acuerdo, presentado como una victoria técnica, introdujo una ingeniería de pagos que terminó condicionando cada movimiento posterior: desde entonces, la Argentina quedó obligada a anticipar los depósitos en la cuenta fiduciaria del Bank of New York Mellon para demostrar solvencia antes de cada vencimiento. Lo que parecía un gesto de confianza se transformó en una práctica forzada de sumisión financiera, que hoy vuelve a pasar factura.
La reestructuración de deuda que llevó adelante Martín Guzmán en 2020 fue mucho más costosa de lo que se dice. Esa arquitectura, que en su momento se presentó como una salida ordenada del default, terminó siendo una trampa que amplificó la vulnerabilidad financiera de la Argentina.
Desde entonces, se volvió uso y costumbre que el Tesoro anticipe los depósitos con la idea de tranquilizar a los bonistas y mostrar capacidad de pago. No es solo una formalidad: funciona como un gesto político hacia los mercados para contener expectativas y evitar corridas en los precios de los bonos. Cada anticipo previo fue leído como un mensaje de previsibilidad en un contexto de desconfianza estructural.
Por eso resulta tan inusual que, con vencimientos tan próximos, el Gobierno no haya depositado todavía nada. Romper esa práctica es romper también el relato de solvencia que la propia reestructuración obligó a construir: un país que debe demostrar, cada tres o seis meses, que sigue siendo capaz de pagar.
En el FMI crece la idea de que, aun con los 20.000 millones del Tesoro de Estados Unidos, el calendario de pagos luce crítico. Se baraja un reschedule a partir de 2026 para rediseñar la curva. No es un salvavidas automático: implica negociación y mejora (o empeora) de las condiciones. Mientras tanto, los vencimientos pesados se acumulan y condicionan toda la política económica.
Los números son duros: en los próximos 18 meses vencen cerca de 47.800 millones de dólares en capital e intereses del sector público. Si se suman compromisos privados, la cifra supera los 57.000 millones. Es un muro que condiciona el tipo de cambio, la política fiscal y el acceso al crédito.
La deuda es impagable (ya no hay quien lo niegue)
El plan económico de Milei no navega entre tormentas pasajeras. El barco tiene un agujero en la quilla: endeudamiento externo con un correlato directo en la salida de capitales.
A las claras, no se trata de una mala racha. Es la reproducción de una estructura histórica donde el endeudamiento externo y la fuga de capitales condicionan la viabilidad macro.
En este tablero, la apertura y la apreciación cambiaria tienen un efecto práctico: las cantidades importadas subieron más de 36% y las de bienes de consumo final crecieron 62,7% interanual en los primeros diez meses de 2025. Producción local que se sustituye por compras afuera. Otra forma de drenaje de dólares.
Del otro lado, por la puerta de ingreso de los dólares genuinos, las proyecciones más optimistas estiman que Argentina logrará juntar 9.000 millones de dólares por la vía comercial a lo largo del 2026. En efecto, en los primeros 10 meses de este año, el resultado fue de 6.846 millones de dólares, cuando en 2024 había arañado los 19.000 millones, y en el acumulado de los primeros diez meses alcanzaba 16.000 millones de dólares.
Desde 1976, la economía argentina reproduce el esquema. Cada ciclo de apertura financiera con ingreso de divisas vía deuda externa termina con una sangría equivalente o superior por fuga de capitales privados.
El primer episodio estructural se inicia con la dictadura de Martínez de Hoz. Entre 1976 y 1983, la deuda externa pasó de 7.800 millones de dólares a 45.000 millones, mientras la fuga de capitales rondó los 23.000 millones. En apenas siete años, el endeudamiento se multiplicó por seis y medio, y por primera vez el Estado asumió deudas que originalmente habían sido privadas.
Durante el gobierno de Raúl Alfonsín, el proceso no se detuvo. La deuda alcanzó los 65.000 millones de dólares y la fuga sumó otros 10.000 millones. El país ya destinaba más de la mitad de su producto a atender compromisos externos. El colapso de fines de los '80, con la hiperinflación y el retorno del FMI como árbitro de la política económica, fue la evidencia empírica de la imposibilidad de sostener la valorización sin destruir la base productiva.
En los años '90, con Menem y Cavallo, la dinámica se relanzó a gran escala. La deuda trepó hasta los 145.000 millones de dólares y la fuga acumuló cerca de 80.000 millones. Bajo la convertibilidad, el país pareció estabilizarse, pero lo hizo a costa de sustituir inversión productiva por entrada de capitales financieros y privatizaciones. La relación deuda/PBI se mantuvo en torno al 50%, un nivel que sólo era sostenible mientras los flujos externos siguieran ingresando. Cuando se interrumpieron, el modelo implosionó en 2001.
El quiebre de la convertibilidad dio lugar a una etapa de signo opuesto. Entre 2003 y 2015, los gobiernos kirchneristas redujeron la deuda externa pública de 145.000 millones a cerca de 63.000 millones de dólares, llevando el ratio deuda/PBI a su mínimo histórico, alrededor del 17%. Fue el período del desendeudamiento, impulsado por los canjes de 2005 y 2010 y el pago al FMI. Sin embargo, la fuga de capitales no desapareció: según los cálculos de FLACSO, durante esos años se fugaron unos 70.000 millones de dólares, el equivalente a casi todo el superávit comercial de la década.
Con el gobierno de Cambiemos, el patrón volvió a invertirse. Entre 2016 y 2019, la deuda externa total saltó de 75.000 a 323.000 millones de dólares —una expansión del 330%— y el Banco Central registró salidas netas de capitales por 86.000 millones. En términos de producto, la deuda trepó al 89% del PBI, y la correlación entre ingreso de deuda y fuga fue casi perfecta: por cada dólar que entró, 0,9 dólares salieron del país.
Una clave en la relación entre deuda y fuga se descubre al observar la dinámica del endeudamiento privado. Durante la gestión de Macri, la deuda externa privada aumentó en "15.335 millones de dólares, alcanzando un stock de 81.088 millones a fines de 2019", según datos del Centro de Investigación y Formación de la República Argentina (CIFRA) que fundó Eduardo Basualdo y dirige Pablo Manzanelli.
En el período del Frente de Todos, dice el informe, "se asiste a una nueva expansión de 22.076 millones de dólares, pero en cuya composición sobresale una reducción de la deuda financiera, en el marco de las concesiones cambiarias que hizo ese gobierno al gran capital privado para que reduzca sus compromisos externos, y un aumento de la deuda comercial".
Esas "concesiones cambiarias" implicaron que el Estado les proveyó dólares baratos para cancelar deuda externa, lo que permitió a las grandes empresas reducir sus pasivos financieros al costo de las reservas del Banco Central. El resultado fue un cambio en la estructura del endeudamiento: menos deuda financiera, más comercial, y una ampliación del stock total a "103.154 millones de dólares".
Con Milei, el informe registra un giro opuesto: "Un fuerte aumento de la deuda financiera en el marco del ‘festival de obligaciones negociables' y una reducción de la deuda comercial", lo que marca el regreso pleno al esquema de valorización financiera y endeudamiento en dólares que el Frente de Todos había intentado desarmar con dólares baratos.
La serie histórica pinta un cuadro preocupante: el 87% de los dólares que ingresaron por endeudamiento desde 1976 terminó fugado.
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