La debilidad avanza

No confundir reveses del gobierno con derrota del proyecto de la derecha

Foto: Luis Angeletti.

 

La brutal radicalidad de las formas y contenidos del discurso y de las políticas que se imponen desde diciembre de 2023, han tenido la virtud de facilitar al pueblo argentino su inequívoca caracterización, y su identificación con el proyecto que se instauró el 24 de marzo de 1976, del que nunca se habían explicitado tan claramente objetivos y filosofía; como puede verse, los resultados obtenidos por el mileismo guardan estricta correspondencia con los del programa ejecutado en cada turno de la derecha: para ellos el candidato ha sido siempre el proyecto, el mismo proyecto, con una de sus marcas indelebles en esa estafa a la sociedad a través de la estrategia financiera que se conoce como carry trade, en crisis aguda desde el jueves. En esta línea, las definiciones del Presidente Javier Milei la noche de la contundente derrota electoral que le propinó el pueblo bonaerense el 7 de septiembre (“el rumbo no se va a modificar sino que se va a redoblar”, sic) y sus vetos posteriores, han servido para que la ciudadanía comprobara sin mediaciones el histórico desprecio de la derecha por la voluntad popular; en otras palabras: tales declaraciones y decisiones, más que a la desconexión de Milei con la realidad –que existe–, obedecen a su muy consciente desconexión con los intereses de los sectores populares.

El azar y la determinación de algunos dirigentes produjeron la unificación electoral de la derecha por una parte y del peronismo por otra –entre ambos concentraron el 80% de los votos–, y la nacionalización de aquel pronunciamiento popular. Así, lo que estuvo en juego fue mucho más que un puñado de bancas en la legislatura: fue un plebiscito respecto del gobierno mileista. Asimismo, la alta polarización entre esos dos frentes, que representan proyectos clara e irremediablemente antagónicos, se convirtió en un logro inesperado de la democracia argentina al determinar que el sistema de partidos cumpliera con su función como pocas veces en la historia –por ejemplo, en febrero de 1946– y fuera lo que debe ser: la expresión del conflicto entre los intereses de los bloques sociales realmente existentes, el gran capital y los sectores populares.

Para avanzar en la reparación de la legitimidad/representatividad del sistema político ampliado, son necesarias –por lo menos– dos condiciones estrechamente vinculadas, cuya realización será del campo popular o no será: por un lado, la libertad y recuperación de los derechos políticos del mayor cuadro del país, quien ayer cumplió 100 días de detención y ha sido privada no sólo del derecho a ser candidata sino también a votar, no obstante lo cual jugó el rol determinante en la unidad electoral del peronismo y en la movilización de la militancia; y, por otro, la formulación de un programa que recoja el legado del primer peronismo, que tiene un portador central que se llama kirchnerismo. A la derecha no puede pedírsele mucho más que el aporte que está realizando desde el 10 de diciembre de 2023, según las primeras líneas de esta nota.

Si bien las urnas arrojaron un claro ganador y un claro perdedor –algo que no siempre ocurre–, una elección siempre es una foto, no una película: este triunfo popular no implica que se hayan solucionado cuestiones tan importantes como las apuntadas más arriba, ni la definición de pujas al interior de los espacios que se disputan la hegemonía en la Argentina, ni esta disputa principal. Sería un error suponer que el espacio reaccionario ha perdido fuerza: a pesar de sus insultos y promesas de sepultar al kirchnerismo, Milei fracasó en su intento por convertirse en el único canal de expresión del antikirchnerismo, pero es probable que una parte de este sector tan republicano, sensible a la corrupción y siempre listo para funcionar como masa de maniobra antipopular, haya sido un componente significativo de las abstenciones, no sólo en la provincia de Buenos Aires. En otras palabras, el antiperonismo, con una presencia histórica tan dilatada y continua como la del peronismo, es cuantitativamente más que el advenedizo mileismo, que aun así y transitando una tendencia declinante obtuvo más del 33% de los votos sobre el 40% del electorado nacional.

Sin embargo, al peronismo no lo limita ningún “techo”, una vez más se ha comprobado su capacidad de recuperación: con la referencia a pisos y techos, Milei buscó trivializar el gran trabajo de la militancia e incluso la victoria de Unión por la Patria; pero también buscó convertir una categórica derrota en un acto de heroísmo, ignorando el obvio mensaje de las urnas: para una holgada mayoría son inaceptables la evidente caída real, planificada y sin retorno de los salarios, el hambre y la sistemática represión a los jubilados, los ataques verbales y la privación de recursos a las personas con discapacidad y el agobio financiero a la educación, la ciencia y la cultura, entre otras realizaciones del mileismo; en el triunfo electoral de la coalición que lidera el peronismo incidió su notable cohesión opositora en el Congreso.

A propósito y para evitar confusiones, conviene señalar que las definiciones del miércoles de la Cámara de Diputados, en el marco de una impresionante movilización en todo el país, y del jueves por parte del Senado, implican importantes reveses del gobierno, pero no la derrota del proyecto de la derecha: los cambios en el voto de legisladores que habían apoyado las decisiones de Milei ahora rechazadas, obedecen a factores como las irrenunciables especulaciones electoralistas de jefes políticos provinciales y a una inocultable pérdida de apoyo de una parte del establishment –hay allí enfrentamientos no ajenos a la continuidad o no de Milei–, cuyos pulgares apuntan ahora hacia abajo, sea cuestionando las formas del Presidente: “La soberbia y la ira no son buenas consejeras. Insultar a la gente y enojarse no sirve” (el problema sería la personalidad de Milei); o criticando las inconsistencias técnicas de Luis Caputo: “Le dio la solución que buscaba Milei –por la dolarización, MdC.–, una solución quimérica e impracticable”, dijo en estos días Joaquín Cottani (para quien el problema es la implementación de un aspecto de la política económica).

El domingo 7 de septiembre, el proceso histórico y la realidad política han ofrecido una nueva oportunidad al peronismo y sus aliados, poniéndolos ante un enorme desafío: recibirán un país desintegrado y una sociedad material y culturalmente empobrecida, no tendrán margen para repetir errores.

En los dos frentes hubo y hay importantes luchas internas, la diferencia está en que en el campo popular el diferendo es político, se discuten liderazgos y cómo enfrentar al modelo de miseria, saqueo y represión que impulsa la derecha; en cambio, en el campo reaccionario el enfrentamiento principal está dado fundamentalmente –no solamente– por el reparto de negocios y coimas. Sin embargo, es importante tener presente que el riesgo mayor para el peronismo no está en la interna, sino en lo que se conoce como entrismo, en un entrismo inverso al original, cuyo inspirador fue Trotsky: en el contexto de exacerbación de las disputas imperialistas de la década de 1930, el revolucionario ruso observó que en Europa el movimiento obrero era conducido por dos grandes aparatos contrarrevolucionarios, la socialdemocracia y el stalinismo, lo que hacía muy difícil la relación de los revolucionarios con las masas. Trotsky percibió que, luego del triunfo nazi en Alemania en 1933, apareció un fenómeno político que denominó “centrismo de masas”, en alusión a grupos que oscilaban entre la reforma y la revolución. Ante esta situación, la finalidad de la táctica ideada por quien fuera uno de los pilares de la Revolución rusa de 1917 era disputar las alas izquierdas de los partidos de la 2a. Internacional para enfrentar a su dirección reformista. Es decir, el entrismo era para Trotsky una operación táctica al servicio de la estrategia de construcción del partido revolucionario.

El entrismo criollo que acecha al peronismo consiste en el intento de la derecha por cooptar a los grupos más conservadores del movimiento que fundó Perón para hacerse de su conducción. Se parece al transformismo gramsciano, pero no es lo mismo. No sería un ensayo improvisado: el objetivo de domesticar al peronismo, de vaciarlo de su esencia popular-transformadora, se exacerbó desde 1955 y alcanzó su éxito más resonante con el menemismo. Seguramente es uno de los planes de los sectores dominantes para cuando decidan el relevo de Milei, algo que intentarán cuando el fracaso del gobierno haya llevado el conflicto social al límite, o sea, antes de que un argentinazo modifique –una vez más– la relación de fuerzas en la Argentina, para lo cual cuentan con la disposición permanente de peronistas pertenecientes y no pertenecientes a Unión por la Patria.

Mientras tanto, el sometimiento nacional y la agresión a la mayoría social siguen su curso. El Presidente anunció el envío del Presupuesto Nacional al Congreso con un discurso en cadena nacional, en el que los insultos fueron reemplazados por lisonjas a la mayoría que “ha hecho enormes esfuerzos” […] y beneficios “que aún no los percibe en su realidad material (sic)”. En realidad los insultos a esa mayoría y a la soberanía nacional están en la concepción de ese proyecto de ley de cumplimiento inverosímil, que parece haber sido elaborado por el FMI: privilegia el pago de la deuda por encima de las erogaciones en salud, educación e infraestructura; es decir que propone continuar con el “ajuste más grande de la historia de la humanidad”. Es evidente que se trata de un proyecto pensado para que no sea aprobado y, así, conseguir que el Poder Ejecutivo continúe manejando grandes recursos a su antojo.

En el caso de las universidades públicas, el ahogo es presupuestario pero la (sin)razón es ideológica: lo que se le ha recortado a las universidades es suficiente para impedir que funcionen, aunque el presupuesto universitario total es menor al 0,5% del Producto Bruto Nacional; o sea que la diferencia que se discute no tiene incidencia en el sacrosanto aunque ficticio “equilibrio fiscal”.

Consecuente con la conducta de hacer de la dependencia una virtud, el viernes 12 de septiembre, cuando la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas aprobó la resolución conocida como Declaración de Nueva York, el gobierno argentino votó en contra de la iniciativa –impulsada por Francia y Arabia Saudita–, que obtuvo el apoyo de 142 países y busca avanzar en un acuerdo de paz entre Palestina e Israel. El voto de Milei no sólo implica justificar el genocidio israelí contra el pueblo palestino sino que, al admitir la ocupación de un territorio por una potencia extranjera, constituye un serio perjuicio para el reclamo argentino por Malvinas: mayor sometimiento al imperialismo anglosajón no se consigue. Otro blanqueo de una derecha que siempre se arrodilló ante el poder imperial de turno pero nunca había exhibido sin disimulo posiciones tan vergonzosas.

 

 

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