La derecha entendió a Gramsci

Menos pejotismo y más peronismo social

La derecha entendió a Gramsci y construye hegemonía en tiempo real.

 

Los golpes que cotidianamente propina el gobierno de Javier Milei a los argentinos provocan distintas reacciones en el campo popular, que van de la perplejidad a la protesta; del desconcierto al esfuerzo por comprender lo que pasa y por qué; de la parálisis a acciones contundentes de los bloques parlamentarios como las del pasado jueves en el Senado, donde se consumó una histórica derrota del gobierno por parte del Congreso. Son tiempos convulsionados.

Entre tales vaivenes se reconocen ciertos fenómenos percibidos desde hace bastante tiempo, reafirmados con el surgimiento de las derechas extremas; por ejemplo, que las grandes corporaciones económicas tienen secuestrado al sistema que conocemos como democracia en Occidente, tanto en los países periféricos como en los centrales, algo que aquí han comprendido vastos sectores, a punto tal que han dejado de ejercer su derecho al voto. También hay realidades menos exploradas –tal vez menos evidentes– que podrían contribuir a comprender el proceso político y, por lo tanto, revisten importancia en la lucha contra los proyectos reaccionarios como el de Milei.

Así como desde hace años la imagen de Ernesto Che Guevara es utilizada como souvenir comercial, una parte del progresismo actual maltrata frases de Gramsci como si fueran artículos de una góndola, ideas envasadas al vacío o, mejor, paridas en el vacío. “Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad” o “la crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en ese interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados” [1] –de la que hay versiones vulgares aunque incorrectas, como “lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer” –, son repetidas por algunos seguidores de Ernesto Laclau en cafés, bares universitarios, notas periodísticas y discursos políticos como un eco sin sustento. Obnubilados por las narrativas, con demasiada frecuencia algunos compañeros olvidan la materia –eso que está transformando Milei–: olvidan a Marx. Más aún, Gramsci está de moda: también lo citan asesores de Javier Milei, Jair Bolsonaro y miembros prominentes de Vox en España, entre otros. La diferencia está en que la extrema derecha parece haberlo entendido, ordena sus cuadros, configura sentido común y suele ganar elecciones: construye hegemonía en tiempo real; en otras palabras, concibe la producción de Gramsci como manual de operaciones: la convierte en estrategia. En cambio, si nuestro último triunfo electoral se produjo porque la derecha había dejado “tierra arrasada”, ahora esta lógica podría romperse.

Para comprender hasta qué punto se recita en abstracto al revolucionario italiano es interesante considerar el uso que comentaristas progres han hecho de la segunda frase citada, con la pretensión de explicar la “crisis del peronismo” en el tiempo previo al decisivo acuerdo electoral alcanzado el miércoles pasado.

La versión original de ese enunciado fue redactada no para explicar disputas internas de un partido político sino en un momento de crisis orgánica del capitalismo –concepto clave en el universo teórico gramsciano–, tras el quiebre bursátil de 1929. Se trataba de una crisis económica, social y política de las democracias liberales y del orden internacional de posguerra, esa forma particular basada en el capitalismo del laissez faire, el idealismo wilsoniano y la Sociedad de las Naciones.

Gramsci pudo ver desde la cárcel lo que años después sería ampliamente asumido por la historiografía y la conciencia colectiva: que esa etapa constituía un “interregno” en el que convivían tanto el agotamiento de las estructuras entonces vigentes, minadas por sus contradicciones y limitaciones –como la incapacidad de las clases dominantes para darles respuesta– facilitando el advenimiento del fascismo, el militarismo y la guerra. Recién después de la derrota del fascismo en 1945 emergería “lo nuevo”: los inéditos pactos socioeconómicos que durante varias décadas hicieron viables en términos materiales y de legitimidad los proyectos políticos de Occidente, de lo que se conoció como “socialismo real” y de los nuevos Estados poscoloniales, entre los que se cuenta el que construyó el primer peronismo. Asimismo, se conformó un sistema internacional basado en la bipolaridad, capaz de proporcionar relativa estabilidad en las respectivas áreas de influencia. En síntesis, aquel había sido un momento de pérdida de hegemonía en el sentido gramsciano de coerción más consentimiento.

Así, lo que caracteriza al “interregno” es la imposibilidad de resolver ese tipo de crisis con el mero recurso de la coerción, o de retornar a consensos que han dejado de existir, al mismo tiempo que no aparecen actores o proyectos con capacidad de ganar amplia aceptación y legitimidad. En tales condiciones reinaría un “escepticismo difuso” y una política “realista” y “cínica”: “los fenómenos morbosos más variados”.

Sabemos que la historia no se repite sino como farsa; sin embargo, la noción de “interregno” parece particularmente apropiada en nuestro tiempo histórico respecto del (des)orden internacional –un enfrentamiento por la hegemonía global entre dos proyectos, uno en declive y el otro en ascenso– que, obviamente, afecta al subcontinente y a la Argentina, pero como integrante de la región e internamente como país, no a uno de sus partidos. Tanto es así que en este último caso ni siquiera cabe como analogía, pues plantearla implica negar la historia nacional: en el peronismo realmente existente lo “viejo” y lo “nuevo” no mueren, hasta ahora se han alternado: el primer peronismo encontró su continuidad en Kirchner, no murió a pesar del menemismo; y el menemismo ha encontrado su continuidad en los Pichetto, Jaldo, Scioli, etc., no murió a pesar del kirchnerismo. La analogía tampoco sirve si se refiere a personas: quien observe con atención comprobará que prácticamente no hay nadie “nuevo” entre los dirigentes en actividad con altas expectativas; a esta altura todos han desempeñado importantes funciones públicas, con la excepción de Juan Grabois, más allá de la calificación que a cada quien le merezcan.

A propósito de historia y proceso político, es oportuno recordar que uno de los méritos de Néstor Kirchner fue gobernar –no administrar– sobre lo que otros habían destruido; es decir que no se limitó a reconstruir: impulsó un proyecto político propio, dio el puntapié inicial para la transformación de la base material de la sociedad argentina redistribuyendo el ingreso y liquidando la deuda con el FMI. Ganar por “oposición a…” no sólo es difícil, es condenar cualquier proyecto político a la insustentabilidad histórica.

Es fundamental que los militantes de X y de los algoritmos recuerden que la subjetividad no flota en el aire, no nace en TikTok y muere en X o Bluesky, se estructura en la relación social con la producción, la distribución, el reparto del tiempo, del suelo y del hambre. El gran capital se apropió de la tecnología avanzada –esa materialidad que tomó forma de Pedidos Ya o Uber– y con la desindustrialización puso la lucha de clases a andar en bicicleta, moto y auto, ahora le llaman delivery.

Las plataformas dijeron que la autoexplotación era la libertad. ¿Dónde estábamos cuando esto comenzó? Ya importa poco, lo importante es que nos demos por enterados. En esa falsa libertad, la derecha siembra su evangelio, no sólo el de las “fuerzas del cielo”, también el terrenal que dice que el Estado es un parásito, que las feministas destruyen la familia, que la justicia social es una aberración, que todo se resuelve en la competencia, que los pobres tienen la culpa, no sólo de ser pobres sino también de la “inseguridad”, etc. He aquí la verdadera biblia de Milei, y hay que decir que es tan perversa como efectiva: al mismo tiempo que nosotros estamos a la defensiva, intelectualizamos nuestras derrotas y disputamos las palabras y los tonos, ellos han construido una narrativa anclada en la rabia, el miedo, el sentido del deber y de la pérdida formando individuos moldeados por algoritmos adictivos, discursos violentos y personalizados, y comportamientos antisociales y antidemocráticos: relatos para una conducta acorde con los cambios materiales que el gran capital impulsó. Y por si esto fuera poco, nos cuentan sus nostalgias como promesas: la de la Argentina del centenario como la gran meta a alcanzar. Gramsci tenía claro que eso también es política.

Vale decir que el avance de la derecha no es un accidente, es el resultado de haber leído acertadamente las transformaciones del capitalismo, en particular, la digitalización como forma de control social: otra vez, todo ocurre como si la derecha hubiera entendido a Gramsci y ciertos sectores compañeros hubieran olvidado a Marx, cuya teoría y método dejan de lado en el análisis político, sustituyéndolos por las “emociones colectivas”, la “comunicación eficaz” de estrategas de marketing sin compromiso con la historia en quienes se deposita la principal responsabilidad de los resultados electorales. Cristina propuso la solución: “Menos militancia electoral y más militancia política”; en criollo: menos pejotismo y más peronismo social.

En este contexto llegamos a la conmemoración de un nuevo aniversario de la declaración de la Independencia, oportunidad para prestar atención a una sucesión de hechos de alto valor simbólico protagonizados por el Presidente. Sus ausencias en Rosario el Día de la Bandera y en San Miguel de Tucumán el 9 de julio, y sus presencias en la asunción del Presidente norteamericano Donald Trump y en la inauguración de un templo evangélico en Chaco integran una secuencia confirmatoria de algo que afirmé en una nota anterior: Milei no tiene patria; aunque entonces omití decir que también el bloque de poder es apátrida, los titiriteros locales no sólo se han desentendido de la suerte de su país: las decisiones adoptadas en vísperas del vencimiento de las “facultades delegadas” no dejan dudas de que son capaces de poner en riesgo sus empresas con tal de destruir toda organización social/estatal que implique algún grado de poder popular. Con el kirchnerismo ganaron dinero e incrementaron su riqueza pero lo que nunca iban a lograr es avasallar a los trabajadores y saquear al país, por eso quieren eliminarlo, y por eso la disputa no tiene remedio.

 

 

 

[1] Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel. Edición crítica del Instituto Gramsci a cargo de Valentino Gerratana. Tomo 2, pág. 37.

 

 

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