La epopeya de la igualdad

Hay que implementar un plan de inclusión para aquellos que no tienen ingresos regulares

 

La institución humanitaria conocida como Cruz Roja nació como inspiración del acaudalado banquero suizo Henry Dunant, quien por cuestiones de negocios se encontraba en el norte de Italia y fue testigo directo de una de las batallas más sanguinarias del siglo XIX, ocurrida en Solferino, provincia de Mantua, Lombardía, en ese tiempo bajo el dominio de Austria. La barbarie que conoció en aquella oportunidad lo llevó a escribir un pequeño libro –que se encuentra en línea y edita la Cruz Roja— llamado Recuerdo de Solferino. El libro, aunque escrito de corrido, tiene tres partes bien diferenciadas. La primera cuenta la batalla hasta en sus más mínimos detalles. Luego, con dramatismo, relata los pesares de los heridos de ambos bandos, aunque obviamente el mayor sufrimiento lo pasan los derrotados (en este caso los austríacos). En la última parte desarrolla las ideas que luego serían la base conceptual de la Cruz Roja, pero no se queda ahí, ya que desarrolla lineamientos estratégicos y un plan para incorporar reglas humanitarias a las guerras, permitiendo el retiro de los heridos del campo de batalla. La batalla de Solferino tuvo lugar el 24 de junio de 1859, cuando murieron 40.000 personas en el combate y otras 40.000 personas por las heridas recibidas, una auténtica catástrofe humanitaria.

A partir de Recuerdos de Solferino, se sucedieron congresos, conferencias y encuentros que dieron nacimiento a la Cruz Roja y, desde ese momento, su obra humanitaria fue de tal magnitud que actualmente casi todos los países del mundo cuentan con una representación de la Cruz Roja en la que participan miles de voluntarios de todas las latitudes. Sin duda la Cruz Roja tiene un lugar preponderante en el universo de instituciones humanitarias, y con su labor a lo largo de estos años ha evitado sufrimientos de todo tipo a millones de personas, logrando ser, merecidamente, el organismo multilateral con mejor imagen en el mundo.

Sin embargo, a pesar de la enorme obra de la Cruz Roja, el siglo XX se erige como el periodo de tiempo en que se produjeron las más brutales conflagraciones en la historia de la humanidad. Cientos de millones personas cayeron combatiendo o como simples víctimas de “daños colaterales”. Por lo que siempre, quien produjo el daño colateral pide las consabidas disculpas hasta la siguiente vez. Las armas de destrucción masiva, la bomba atómica, la barbarie del gas napalm, las invasiones transmitidas como un show televisivo donde las bombas que caen se asemejan a fuegos artificiales que, entre otras formas de genocidio, son eventos que nos hemos acostumbrado a ver. Ni hablar de las guerras étnicas o por conquistas de recursos naturales, que brotan por todos lados. A ello habría que sumarle las luchas o matanzas indiscriminadas que se producen fronteras adentro de los distintos países. Nuestro pueblo ha sido testigo de muchas de esas atrocidades.

Todas estas masacres se produjeron en nombre de la libertad, la democracia y la paz. Con brutal cinismo se crearon organismos internacionales, se dictaron normas internacionales incorporándolas a las respectivas constituciones nacionales, maravillosas declaraciones que enaltecen al ser humano, aunque todo queda en letra muerta en ocasión de cada guerra. El máximo del cinismo, en mi opinión, lo encabezó el Banco Mundial con su principal línea crediticia, la cual se destina a “ofrecer” al país derrotado luego de una conflagración, un crédito para levantar las minas que puso el ejército “amigo” al invadirlo debiendo, para colmo, elegir para realizar dicha tarea a una de las empresas que el propio BM seleccionó como factible de ser elegida. Es decir: primero se invade, se masacra al pueblo, se lo arrasa económicamente, luego se lo obliga a endeudarse y el dinero vuelve a sus auténticos dueños.

Todavía quedan por recorrer dos maneras perversas de ejecutar una guerra. Una es la que utiliza a los pobres más pobres del mundo para probar los efectos de alguna droga nueva, y la otra es la que, mediante distintas metodologías de diferenciación social, condena al hambre y a la desnutrición a vastas regiones del mundo.

Por ello creo que, así como fue posible lograr un gran consenso como el que permitió, en medio de la barbarie, la creación de la Cruz Roja, es tiempo de dar otro paso histórico, cual es el de evitar cualquier tipo de guerra ya que no existe la guerra buena. Hoy, en medio de la pandemia que azota al mundo, debemos actuar siguiendo el ejemplo de Dunant, porque en momentos como este la sensibilidad de las personas brota como un manantial. Y aunque es cierto que también presenciamos brutales ejemplos de egoísmo, afortunadamente los buenos somos más. Por otro lado, en estas crisis se ponen en blanco sobre negro el verdadero tipo de sociedad que se integra.

No hay duda de que el mejor camino para lograr la definitiva paz se construye con solidaridad social, con igualdad y con amor. No con un amor bobo que queda en declamaciones sino un amor militante, un amor en acción. Los argentinos tenemos experiencias en este sentido que tenemos que valorar.

 

 

La Minga

Nuestra América fue testigo de una de las primeras muestras de solidaridad social que recuerda la historia de la humanidad. Muy practicada por los pueblos originarios en el norte argentino, “la minga” como la denominaban, era una metodología por la cual al momento de la cosecha participaba toda la comunidad en una mutua colaboración desinteresada, donde al finalizar las tareas todo lo obtenido se repartía por igual, tanto a aquellos que habían trabajado como a aquellos que por diversas circunstancias no pudieron hacerlo: viudas, embarazadas, huérfanos, enfermos, etc. Aun en estos tiempos de individualismo, se suele invitar “a un mingado” a los vecinos para realizar trabajo comunitario. Incluso con ese nombre se conoce una bella fiesta popular que se lleva a cabo luego de la tarea y se celebra con música y bailes tradicionales.

La palabra minga deriva del Quechua “minka” que era la aplicación práctica de la solidaridad social. Curiosamente, los porteños usamos la expresión minga acompañada de un grosero gesto que significa rechazo y desprecio por quien necesita algo. Imagino que ello tiene su origen en el desprecio con que los híperurbanos tratan las tradiciones de los pueblos originarios.

Muchas veces la minga se prolonga en el tiempo porque una vez terminado el trabajo de un vecino, otro los llama para realizar una nueva tarea. Es la solidaridad en estado puro, donde todos participan y todos se benefician.

 

 

 

La Poderosa

En la última edición de El Cohete a la Luna se publicaron tres notas de la organización villera La Poderosa. Confieso que me movilizó hasta las entrañas. No tanto porque lo que allí se dice, porque uno ya lo imagina, sino por estar relatado con sensibilidad extrema por los protagonistas y además porque no se quedan en declamaciones de principios sino que transforman las palabras en acción, y si se me permite, en amor. Revelo que las leí unas cuantas veces y en cada lectura encontré mayor riqueza en el relato. Alguien preguntará qué es lo que hace que lo dicho en esas páginas, donde se relatan las penurias a las que lleva la pobreza y sobre las que se han escrito millones de páginas, me impacte. Y mi respuesta, y por lo tanto mi verdad relativa, es que es un relevamiento hecho en primera persona, tomando posición por cambiar la realidad y especialmente porque el arma elegida para contraponer a esas penurias es el de la solidaridad social. No voy a comentar las notas porque, como decimos los abogados, en honor a la brevedad, solo recomiendo su lectura.

Un intelectual mexicano amigo, Antonio Ruezga Barba, decía que entre saber y conocer hay una gran diferencia. El que sabe simplemente recolectó experiencias que otro vivió, mientras que conocer es la suma de saber y sentir. Saber en forma empírica por haber vivido la situación y sentir los efectos de lo vivido. Creo que ahí está el mayor valor de lo que transmite La Poderosa.

Me permito pedir que se relea y se vuelva a leer, y se encontrará de qué forma a cada problema se le aporta una solución comunitaria, no un sálvese quien pueda sino un “o nos salvamos juntos o no se salva nadie” y esa es la forma en que creo que hay que afrontar la realidad actual. Si todos caminamos juntos en un mismo sentido no hay duda de que todos nos salvamos, pero si les hacemos caso a aquellos que creen que la pandemia vino a hacer una limpieza étnica y por lo tanto hay que intentar salvarse solo al mejor estilo darwiniano, todos estaremos perdidos.

 

 

 

El Plan del Billón

Como ingeniosamente lo llamó un periodista, el Plan del Billón es una acción del gobierno nacional por la cual se brinda ayuda económica a la población y a la pequeña y mediana empresa mediante una suma global que rondará el billón de pesos (un millón de millones de pesos), lo cual representa alrededor de 3% del PBI. Un esfuerzo descomunal sin duda, un revivir del “Estado de bienestar” en estado puro. Parece increíble que en medio de la pandemia un gobierno nacional y popular haya tenido el valor de llegar tan lejos. También llama la atención que aquellos que repugnan del Estado hayan descubierto que era posible hacer política social universal y que el mundo no se venía abajo, como ellos mismos nos vendieron durante años.

De este plan del billón quiero rescatar, por el impacto social que tiene tamaña medida, el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE). Lo recibirán en plena pandemia 7,8 millones de personas. Cada uno recibirá $10.000, por lo tanto la inversión en este programa en el mes de abril alcanzará los $78.000 millones. Es fácil imaginar que, si el programa sigue más allá de la pandemia, no bien termine muchos beneficiarios que hoy requieren ayuda del Estado dejarán de requerirla. También es posible suponer que otros que fueron rechazados sean incorporados, por lo tanto, podríamos concluir con cierta probabilidad de acertar que con alrededor de 8 millones de prestaciones se podría cubrir a todas aquellas personas mayores de 18 años que no tienen ingresos. Si hacemos la cuenta con los 8 millones de potenciales beneficiarios nos dará una inversión mensual de $ 80.000 millones.

 

 

 

La epopeya

Ahora imaginemos que en junio se normaliza la actividad económica y a partir de allí se universaliza el IFE. En consecuencia tendríamos, para este año, que multiplicar la prestación de $ 10.000 por los beneficiarios y ese número por los 6 meses que quedarían en ese momento del año en curso. El resultado es $ 480.000 millones y para un año calendario $ 960.000 millones. No llega al billón.

Ahora veamos qué pasaría con la gente que se beneficia del plan, que es lo más importante. Tomemos una familia tipo: dos mayores y dos menores. Esa familia recibiría dos prestaciones de $ 10.000 y dos AUH un total que ronda los $ 25.000. Qué significa que una familia tipo perciba un beneficio de esa magnitud: primero, erradicar la indigencia, y que con algún pequeño ingreso producto de una changa o algún pequeño servicio que puede prestar la persona, alcance a quedar encima de la línea de pobreza. Un buen inicio. En segundo lugar, en ninguna mesa de la Argentina faltará un plato de comida.

¿Y qué pasa con las cuentas del Estado? En primer término, se incorporan $ 80.000 millones mensuales al mercado que van directamente al consumo y por ende una parte de la inversión vuelve con forma de impuesto y de crecimiento. Segundo, es difícil dimensionar la infinidad de programas o subprogramas destinados a combatir la pobreza que ya no serían necesarios y por lo tanto la generalización del IFE implicaría un importante ahorro. ¿Cuántos comedores comunitarios podrían cerrarse? ¿Cuántas viandas no sería necesario repartir? En tercer término, el ahorro que un programa de estas características significaría para los municipios más pobres o para los Estados provinciales, al no tener que ocuparse de hacer planes para los más vulnerables, representa un gran alivio económico a sus alicaídas cuentas.

Para avanzar en una idea de estas características hace falta mucha organización. Organización para ordenar la demanda y que lo reciban nada más que aquellos que lo necesitan y no —como suele ocurrir— que una persona reciba distintos beneficios mientras otros no reciben nada, es decir, determinar con claridad quiénes tienen derecho al beneficio. Y sistematizar todos los programas sociales destinados a aliviar la pobreza y la indigencia en un único programa abarcativo de todo ese universo. Esto es quizás lo más importante.

La realidad demuestra que lo que parece imposible se transforma en posible si se hace en unidad, multiplicando voluntades y en el momento oportuno. Una vez más quiero rescatar esa experiencia maravillosa y epopéyica que fue el Plan de Inclusión Jubilatoria implementado en el gobierno de Néstor Kirchner. A su inicio, los economistas liberales pronosticaron todas las plagas de Egipto, pero lo cierto es que ese programa representó la incorporación de más de 3,5 millones de personas, las que en su inmensa mayoría fueron mujeres, y lejos de ocurrir alguna de las catástrofes que anunciaban, representó el momento de mayor esplendor de la seguridad social argentina. Fue una decisión política de una valentía fenomenal, que permitió que se incluyera al 98% de las personas en edad de jubilarse. Se creó un derecho universal al beneficio jubilatorio que jamás había existido en la Argentina y que no existe en ningún lugar de América Latina. Una conocida frase de Einstein dice que “locura es hacer lo mismo y esperar resultados distintos”, y yo me permito agregar que la mayor cordura es hacer lo mismo y esperar el mismo resultado. Por lo tanto, si se hace lo mismo que lo realizado con el plan de inclusión social, lo lógico y razonable es esperar el mismo resultado. No necesito recordar la hazaña que significó aquel plan de inclusión social, aun lo tenemos en la retina y en la piel. Las caras de aquellas mujeres, muchas de ellas muy viejitas, cuando recibían la prestación, el brillo de sus ojos, la emoción con que se aferraban al certificado de cobro, el abrazo fraterno, el amor que irradiaban, aún me conmueven. Aprovecho para ahuyentar algún mito construido por los medios de comunicación, por el cual se repite sin razonar que el 70% de los beneficiarios cobran la jubilación mínima. Es una verdad a medias. Producto del plan de inclusión jubilatoria hay más de 1,2 millones de beneficiarios que cobran una jubilación y una pensión, por lo tanto los que tienen un solo beneficio mínimo rondan el 45% del total de beneficios.

No me cansaré de insistir una y mil veces que hay que implementar un plan de inclusión para aquellos que no tienen ingresos regulares, que podrá tener el nombre que se le quiera dar pero el momento de hacerlo es ahora y representa una epopeya. Podemos imaginar mil alternativas para llevar a cabo la incorporación y la forma de financiarlo, pero tenemos que atrevernos de una vez a dar el paso.

Volviendo al principio de esta nota, hemos probado todas las posibilidades declamatorias sobre los Derechos Humanos, se han constituido infinidad de instituciones y ONGs que trabajan por paliar las injusticias. Ninguna de esas alternativas han sido suficientes.  Es más, la desigualdad creció exponencialmente. Es hora de que todos justos nos sumemos a aquella Plegaria a un labrador de Víctor Jara, cuando decía que:          

 

Levántate y mírate las manos

para crecer estréchala a tu hermano.

Juntos iremos unidos en la sangre

hoy es el tiempo que puede ser mañana.

Líbranos de aquel que nos domina

en la miseria.

Tráenos tu reino de justicia

e igualdad.

 

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