La era de la post-paranoia

Bienvenidos al capítulo local de una conspiración global

Nicolás Guillou, juez de la Corte Penal Internacional, transformado en paria digital por no dejar pasar los crímenes de guerra de Israel en Gaza.

 

El 7 de abril de 1974 se estrenó La conversación, una de las películas más personales de Francis Ford Coppola y, paradójicamente, una de las menos conocidas, pese a haber ganado la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Que dicho estreno haya ocurrido entre El Padrino I y El Padrino II tal vez explique esa discreción. La historia es un ensayo sobre la paranoia, desarrollado a través del personaje de Harry Caul (interpretado por Gene Hackman), un experto en vigilancia que vende su destreza técnica al mejor postor. La primera escena es un lento movimiento de zoom que nos acerca desde una distancia considerable a una plaza en la que una pareja conversa mientras camina entre la muchedumbre. El sonido, componente fundamental del film, nos advierte que alguien los escucha.

 

 

La conversación se inscribió en un clima de época: pocas semanas después de su estreno, el Presidente Richard Nixon reconocería a través de un mensaje televisado la responsabilidad de su gobierno en el caso Watergate, el escándalo político generado por el espionaje de la sede del Comité Nacional del Partido Demócrata en Washington. Unos falsos plomeros colocaron allí dispositivos de escucha similares a los que usaba el obsesivo Harry Caul. Luciano Monteagudo escribió al respecto: “La invasión a la privacidad había llegado para quedarse y tomaba estado público. Comenzaba la era de la paranoia”.

Como ocurre en los thrillers psicológicos de Alfred Hitchcock, en La conversación el sentimiento de culpa del protagonista forma parte de la trama. Coppola se inspiró en Blow-Up, película de Michelangelo Antonioni, basada a su vez en Las babas del diablo, cuento de Julio Cortázar. Lo que en Antonioni era la resolución de un misterio a través de la imagen –una fotografía ampliada–, en Coppola se transformó en una pesquisa a través del sonido. Unos años más tarde, en 1981, Brian De Palma dirigiría El sonido de la muerte (Blow Out), un homenaje explícito a Antonioni, en el que retoma la variante del sonido como hilo conductor. Por la misma época, en 1982, Adolfo Aristarain estrenaba Últimos días de la víctima, basada en la novela homónima de José Pablo Feinmann, quien escribió el guion junto al director. El personaje central, Raúl Mendizábal, es un asesino a sueldo y un profesional obsesivo como Harry Caul (en la novela, Mendizábal es, además, un hombre creyente como Caul, rasgo que se diluye en la versión cinematográfica). Ambos cometen el error que siempre intentaron evitar: involucrarse emocionalmente en su trabajo, y lo pagan caro. La última escena de la película de Coppola es devastadora: Caul toca el saxo, su otra pasión, en su departamento devastado. Lo acaba de destruir buscando dispositivos de escucha de cuya existencia no duda, pero que no logra encontrar. Como el Mendizábal de Aristarain-Feinmann, ejemplifica un destino circular: es la víctima de sus propias acciones.

 

 

Unos años después, en Enemigo público (Enemy of the State), película de Tony Scott estrenada en 1998, Gene Hackman interpretaría a Edward Brill Lyleun, un alter ego de Caul. Lyleun ayuda a Robert Clayton Dean, un joven abogado laboralista (interpretado por Will Smith) involuntariamente involucrado en una conspiración que tiene a la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) como protagonista. El abogado podría ser un personaje de Hitchcock: el héroe involuntario que cae en una trama de espionaje que primero lo supera y luego consigue dominar. Una especie de Cary Grant en Intriga Internacional (North by Northwest). Los agentes de la NSA buscan hacer desaparecer a ese héroe involuntario y el primer paso consiste en borrarlo, es decir destruir su carrera profesional, alejarlo de su propia familia y transformarlo en un paria, bloqueando incluso su cuenta bancaria y todos sus medios de pago. El registro de Scott es muy diferente al de Coppola y el final feliz de época contrasta con el final desolador de La conversación, pero la paranoia es la misma: el mundo se ha transformado en un inmenso panóptico.

Hace unos días, Yanis Varoufakis, ex ministro de Finanzas griego, publicó una columna de opinión sobre el caso de Nicolas Guillou, juez de la de la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya: “Siguiendo meticulosamente los procedimientos de su institución en el ejercicio de sus funciones juramentadas, este juez autorizó órdenes de arresto contra el Primer Ministro y ex ministro de Defensa de Israel por presuntos crímenes de guerra en Gaza. En respuesta, la administración del Presidente estadounidense Donald Trump sancionó a Guillou”, advierte Varoufakis. Las sanciones no se limitaron a iniciativas políticas del gobierno de los Estados Unidos sino que incluyeron un asombroso escarmiento desde el sector privado, ese que, según nos cuentan, está exento de ideología o intencionalidad política. Según detalla el ex ministro griego: “Se le ha excluido (a Guillou) del mundo digital global (WhatsApp, todas las aplicaciones de Google y redes sociales como Facebook e Instagram). Incluso su cuenta bancaria francesa está prácticamente inutilizable, dada la prohibición de todos los pagos que requieren la cooperación de Visa, Mastercard, American Express y el supuesto sistema europeo de mensajería interbancaria SWIFT”. Como el personaje de Will Smith en Enemigo Público, el juez de la Corte Penal Internacional fue transformado en un paria digital, marginado no sólo en el Estado que lo busca silenciar sino en su propio país. Para Varoufakis, la verdadera tragedia no reside en la actitud de matón del barrio de Trump, secundado por las Big Tech (las grandes empresas digitales), sino por la nula reacción de la ONU (recordemos que la CPI fue creada por iniciativa de dicho organismo internacional), la Unión Europea e incluso Francia, el país de origen del magistrado. Este episodio invisibilizado por los medios serios refleja el poder creciente de la alianza entre la ultraderecha global y los tecno-ricos, es decir los accionistas de las empresas digitales colosales a las que voluntariamente le cedemos el control de nuestra intimidad, nuestras preferencias musicales, nuestros deseos o nuestras afinidades políticas, a cambio de poder mirar unos videos de pandas o unas fotos de gatitos.

El gobierno de la motosierra, con el apoyo ya desembozado que recibe del Tesoro de los Estados Unidos y del FMI, es apenas una de las componentes de esa hidra planetaria. Quienes rechacen el modelo de miseria planificada al que nos condena deben saber que no se trata de una calamidad vernácula sino del capítulo local de una conspiración global. El verdadero poder no reside en quienes supuestamente lo ejercen.

Bienvenidos a la era de la post-paranoia.

 

 

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