LA ESCRITURA ES LO QUE CUENTA

Con estilo propio, vuelve la literatura a la ficción en cuatro relatos de Marco Zanger

 

Han de ser más las razones de marketing que las estéticas aquellas que priorizan las novelas por sobre los libros de cuentos. Fenómeno que sigue siendo extraño, en especial cuando se piensa que, sin ir más lejos, Borges jamás escribió una novela (salvo para el dictador Videla) y ocupa lo más alto del podio de la literatura nacional. Género al cual suelen rehuirle las grandes editoriales multinacionales y afines, son más las pequeñas que las medianas aquellas que le ponen el cuerpo y el papel al cuento.

Heroísmo sin martirologio es el que le permite a Marco Zanger (Buenos Aires, 1982) acceder a su primer libro, merced a un desusado esfuerzo de pequeña editora que realiza una movida fuerte, solamente basada en el propio criterio. Acierto en el que garpa una apuesta por la escritura, un regreso a la literatura que se despliega en cuatro historias que en momento alguno requieren de efectismo escatológico, color local ni porno palermitano. Se sostienen a fuerza de uso del lenguaje, una nutrida biblioteca y un grueso diccionario en los que jamás se subrayan palabras pretenciosas, modismos retorcidos ni efectismos vanidosos. Para entender algo del mundo, felizmente, se abstiene de las recetas destinada a dar a entender algo del mundo.

 

El autor, Marco Zanger.

 

Por el contrario, se las arregla a fin de dar cuenta cómo los diversos, exquisitos, complejos personajes entienden y dan a entender qué les sucede; en forma feroz, contundente y al mismo tiempo (disculpad la detestable palabra) profunda. Hombres, mujeres y niños, cada quien a su hora, toman la palabra en un mismo acto en que marcan la acción y honran el idioma. Si guardan un rasgo en común es que siempre, a todos, cierta determinación evita mirar de frente y se escamotea a sus espaldas. En la literatura de Zanger, el dorso resulta determinante, aún cuando un giro rápido procure descubrirlo, la maniobra sólo alcanza para que lo que resta por delante vuelva a quedar atrás. Torsiones sorpresivas para el lector, también para los personajes, cuando ninguno de los implicados –desde fuera o desde dentro de las páginas— requiera del grotesco recurso del asombro para continuar sobre la trama.

 

 

Poco a poco los protagonistas van mostrando sus códigos, describiendo sus claves. En Lo que una está dispuesta a amar, el cuento que cierra el volumen, aquello que el prejuicio señala como riesgo mayor, la voz narrativa femenina para una pluma masculina, refiere más a la propia literatura que al género de la protagonista. Es ella quien lanza algunas claves de escritura, a cuentagotas: “Hay tantas formas de ser poeta como de ser una balsa. Mi truco es estar intacta del viaje y recién llegada”. O en su repliegue, casi mofa melancólica, existencial: “Soy la escritora por excelencia: sólo por lo que escribo alguien sabrá que viví”, junto a la pregunta por los efectos: “No logro entender qué despierta lo que escribo, pero sé que algo no está bien y eso me dice: hay que seguir escribiendo”. Enlazado todo con el dilema histérico por antonomasia (“No sé lo que quiero, pero no puedo evitar quererlo ya”), Zanger ratifica (si lo sabe; aun, si lo teoriza, es lo de menos) lo que a no todes les place escuchar: la literatura es siempre femenina, escriba quien la escriba.

Guiño interno, adrede o no, que se despliega en lo que intenta barnizarse de trama sosa, burguesa de los años '60, una niña que alberga distintas edades y se debate entre una niñera amada y una madre parecida a un “caballo pura sangre que baja la cabeza y al levantarla no sacude las crines ya que fueron cortadas”. Ambas le dicen qué es una mujer: “¡Una mujer tiene prohibido saber por qué entiende el mundo!”, “¡Una mujer no oculta nada, hacer silencio es dar la cara!”, y otras delicias hasta que la chica vislumbra su opción.

De calidad pareja, los expertos otorgarán al cuento que abre la serie —una suerte de reverso del último—, Las cosas que quieren los hombres, un punto cúlmine. Tal vez, no sin razón, por el armado de una breve masacre en lo que bien podría ser un pueblito de las estribaciones pampeanas. Sin desperdicio, las caracterizaciones de la multitud de personajes ahondan en la síntesis con la fuerza de un chicotazo. De nombres paradigmáticos, aparece el “vagabundo que sabía cortar leña y contar chistes como amarguras mintiendo carcajadas”, el niño bien que peleaba “como nacido entre los perros y si perdía, su sonrisa lo proclamaba campeón”; el ser sombrío que ni “miraba, tan solo sostenía los párpados sobre sus pupilas”, y de ahí en más.

El secreto violeta de la pólvora adopta la transitada forma de distopía posapocalíptica en una ciudad de espaldas al río, víctima de una rara epidemia que da lugar a las variadas formas de la paranoia que depara la angustia. Universo micro en el que el horror se establece en la competencia entre la locura y las jaurías durante cuarenta y un días en los que hay más vencidos que vencedores. Breve y potente, Nadie tiene nada cuenta la travesía de un niño a través del embrujo que bulle entre la nieve, dentro de una atmósfera digna de un sueño de Akira Kurosawa. Huida y búsqueda intercalan las acciones de padre e hijo en un camino que no llega a ser iniciático por la irrupción de un ser mitológico que resignifica al conjunto de lo que antecede.

Con Para entender algo del mundo, Marco Zanger se enfrenta al cruento desafío de lograr un próximo, esperable libro que al menos conserve la excelencia literaria de un estilo que le es propio. Cultivarlo por fuera del canon académico y las exigencias mercachifles de las góndolas augura un retorno a la literatura que la ficción vernácula, cuando no olvida, condena al exilio, al realismo ramplón, a la claudicación grosera.

 

 

FICHA TÉCNICA

Para entender algo del mundo

Marco Zanger

 

 

 

 

 

Buenos Aires, 2019

118 págs.

 

Las ilustraciones son del belga Stef Rymenants.
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