La ética del Estado

Modernización y legitimidad del Estado de bienestar

 

Murray Rothbard, el mentor ideológico de Javier Milei, ha sido un crítico feroz del Estado. En su obra La ética de la libertad (Unión Editorial) sostiene que “el Estado es la vasta maquinaria de la delincuencia y de la agresión institucionalizada”. Considera que nadie tiene la obligación moral de obedecerle, porque “en cuanto que es una organización criminal, cuyas rentas e ingresos proceden de impuestos delictivos, el Estado no puede poseer ningún justo derecho de propiedad”. En un artículo publicado en enero del año 1992 bajo el título ¿Qué es el populismo de derecha?, Rothbard sostiene que los libertarios deberían abrazar abiertamente el populismo de derecha como el medio más rápido para generar oposición al Estado y sus lacayos. Esboza un programa en el que propone la reducción drástica de impuestos, “especialmente del [impuesto] más opresivo política y personalmente: el impuesto sobre la renta”. Sostiene que se debe también desmantelar el Estado de bienestar: “Deshacerse de la subclase parasitaria mediante la eliminación del sistema de bienestar o, antes de su abolición, reducirlo severamente y restringirlo”. Añade la supresión, “la discriminación positiva, eliminar cuotas raciales, etc.", y señala que la raíz de estas cuotas es toda la estructura de “derechos civiles”, que “pisotea los derechos de propiedad de todos los estadounidenses”. En materia de seguridad, sostiene la recuperación de las calles para “triturar a los criminales”: “Los policías deben ser liberados y autorizados para administrar castigo inmediato; sujeto, por supuesto, a responsabilidad cuando se equivoquen. Recuperar las calles: deshacerse de los vagos. Una vez más: dar rienda suelta a la policía para despejar las calles de vagos y vagabundos. ¿Dónde irán? ¿A quién le importa?”

Las declaraciones de Milei formuladas a lo largo de estos últimos años y reiteradas en Davos lo muestran como un pertinaz seguidor de las tesis extremas de Murray Rothbard. En Davos repitió su frase icónica: “El Estado es el problema”. Desde su visión anarco-libertaria, considera que “la justicia social no es justa, sino que tampoco aporta al bienestar general, muy por el contrario, es injusta porque es violenta. Es injusta porque el Estado se financia a través de impuestos y los impuestos se pagan de forma coactiva”. Al elogiar el capitalismo, afirmó que “el capitalista, el empresario exitoso, es un benefactor social que, lejos de apropiarse de la riqueza ajena, contribuye al bienestar general”, y añadió: “Que nadie les diga que su ambición es inmoral”. También ha criticado las regulaciones estatales en materia de medio ambiente, cuestionando la postura que sostiene que “los hombres dañamos el planeta y que debe ser protegido a toda costa”. Las declaraciones de Milei han sido acompañadas de un DNU y una Ley Ómnibus que pretenden hacer realidad esa fantasía de reducir el Estado a su mínima expresión, considerando que es el origen de todos los males. Se trata de una visión delirante, que no tiene seguidores en el mundo actual, salvo la minúscula secta de los escasos adherentes a las tesis de Murray Rothbard. Sin embargo, el tono místico del discurso de Milei no puede ser desatendido, porque ha calado en una parte importante del electorado argentino.

 

En defensa del Estado

Ante la cantidad de sectores afectados por el programa ultraliberal de Milei, las reacciones no se han hecho esperar. La multitudinaria concentración convocada por la CGT y otras organizaciones demuestra que existe una fuerte oposición social al proyecto de Milei de acabar con el Estado de bienestar. Sin embargo, la mera movilización no es suficiente, porque hay que llegar también a los diversos sectores juveniles que votaron a Milei. En esos espacios se registra una queja justificada contra la ineficiencia del Estado o contra ciertas prácticas políticas de usos del Estado que deben ser erradicadas. Por consiguiente, para llegar a esos jóvenes no basta con lanzar consignas y es necesario formular un programa alternativo al programa ultraliberal, dirigido a fortalecer al Estado para que sea reconocido como la herramienta indispensable para ordenar un proceso estratégico de desarrollo y ofrecer bienes públicos de calidad. En temas como la salud y la educación, el Estado tiene que estar en condiciones de competir con los proveedores privados de esos servicios. En materia regulatoria, el Estado tiene que cumplir su cometido con independencia y profesionalidad, erradicando las prácticas corruptas de algunos funcionarios. Y, definitivamente, hay que acabar con los viejos hábitos de la política que utilizan las cajas del Estado para incorporar militantes políticos. Esto ya no sucede en las democracias modernas, donde los servidores públicos son seleccionados mediante estrictos sistemas de oposición, lo que garantiza su desempeño imparcial. De este modo se consigue que se incorporen a la función pública personas preparadas que han accedido a través de sus propios méritos. Es un tema crucial, que en la Argentina no todos consideran importante, pero que es la medida más relevante para que el Estado obtenga legitimación social. Definitivamente, si no se aborda esta labor seguirán emergiendo “mileis” enarbolando la motosierra.

 

 

El spoil system

El sistema de gobierno que se conoce en la literatura política como spoil system o “sistema del botín”, existió no sólo en Estados Unidos, sino que también predominó en la mayoría de los países europeos hasta bien entrado el siglo XIX. Fue abandonado a finales de ese siglo debido a las guerras, al comprobarse que el reino que no construía un Estado ni contaba con fuerzas armadas eficientes llevaba las de perder. En la Argentina, el Estado, en su formulación tanto nacional, provincial o municipal, ha venido siendo usado, independientemente del color político de los gobiernos, como el “botín de guerra” del partido que gana las elecciones. Por consiguiente podemos afirmar, sin lugar a dudas, que no se abrirán las puertas a un verdadero proceso de modernización en la Argentina si no se asume la necesidad de terminar con esas prácticas.

La ausencia de una gestión pública eficaz se convierte en un pesado lastre para la economía en su conjunto, restando productividad al sistema. Si el Estado no renueva la infraestructura o construye nuevas rutas y puertos para posibilitar la salida de las exportaciones, se produce un menoscabo en el esfuerzo de inserción del país en un mundo altamente competitivo. El aparato público burocrático e ineficiente, que va superponiendo una regulación tras otra, como capas de pintura en una puerta vieja, crea obstáculos innecesarios a las iniciativas de los emprendedores privados. Por otro lado, las administraciones modernas adquieren mayor legitimidad cuando hacen una utilización racional y eficiente de los recursos que los ciudadanos, a través de los impuestos, ponen a su disposición. Por lo tanto, no será posible reducir el fenómeno de la evasión impositiva, tan instalado en nuestra cultura, si el Estado no ofrece la evidencia del uso racional de los recursos que sustrae al aparato productivo privado. De no conseguirlo, se frustra uno de los objetivos estratégicos de un gobierno moderno, que consiste en reducir los niveles de desigualdad social a través de un sistema fiscal inteligente, equilibrado y justo.

El problema de la tradicional inequidad de nuestro sistema se agrava cuando el Estado no ofrece, en condiciones de suficiencia y calidad, los servicios públicos de salud, educación y seguridad social integral. Los sectores sociales más humildes, que no tienen acceso a las prestaciones privadas de estos servicios, quedan socialmente rezagados y así se asiste lentamente a la formación de un país de peligrosas dualidades. Por consiguiente, la modernización de las administraciones públicas debería erigirse en la principal política de Estado, fruto del consenso entre todos o la mayoría de los partidos políticos. Sin embargo, nuestro sistema institucional de presidencialismo reforzado conspira contra esta posibilidad. Una vez que el candidato obtiene el premio mayor de la primera jefatura, la historia comprueba, en forma reiterada, que comienza el pago de los favores electorales.

 

 

Un programa alternativo

Las fuerzas políticas que se oponen al deseo de Milei de acabar con el Estado deberían confluir alrededor de un programa alternativo de modernización del Estado que sirva para fortalecerlo y hacerlo más eficaz. Cuando Sergio Massa anunció su programa electoral manifestó su voluntad de “liderar un gobierno de unidad nacional” y de inaugurar una etapa en la que primara el diálogo, la convivencia democrática y la búsqueda de consensos para resolver los problemas y desafíos que tenemos como país. Esa labor no debe ser abandonada como consecuencia del adverso resultado electoral. Debe ser asumida aún con mayor ahínco alrededor de unos pocos puntos programáticos que puedan ser compartidos por un amplio espectro de fuerzas progresistas que coincidan en la necesidad de defender el Estado de bienestar. Todos los procesos de modernización de la Administración pública que han tenido lugar en los países que conforman la Unión Europea fueron fruto de un acuerdo político. La Argentina demanda un acuerdo de similar calado, una política de Estado consensuada por los partidos políticos progresistas en la que asuman el compromiso público de defender el Estado del acoso ultraliberal, pero al mismo tiempo adopten la firme responsabilidad de modernizarlo para que nadie vuelva a cuestionar su legitimidad.

 

 

 

 

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