El 25 de marzo de 1977, al día siguiente del primer aniversario del golpe de Estado que derrocó a Isabel Perón, Rodolfo Walsh difundió la Carta de un escritor a la Junta Militar, “una obra maestra del periodismo”, como la calificó Gabriel García Márquez, su compañero en la agencia de noticias Prensa Latina, junto a Jorge Ricardo Masetti y Rogelio García Lupo.
Walsh envió el texto por correo a las redacciones de los diarios argentinos y a las corresponsalías extranjeras. Era un análisis político, económico y social del primer año de la dictadura cívico-militar: “En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes, sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”. Ese mismo día fue emboscado en Constitución por un grupo de tareas comandado por Alfredo Astiz y Jorge “Tigre” Acosta. Al resistirse al secuestro, fue abatido. Su cadáver fue visto por última vez en el Casino de Oficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Hasta el día de hoy permanece desaparecido.
La “miseria planificada” es un diagnóstico acertado que, lamentablemente, como lo vemos hoy en día, no ha perdido vigencia. En el texto, de una lucidez implacable, Walsh ironiza sobre la realidad paralela que construía el dispositivo comunicacional de la dictadura para camuflar los asesinatos y desapariciones: “Extremistas que panfletean el campo, pintan acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído, sino para burlar la reacción internacional ante ejecuciones en regla mientras en lo interno se subraya el carácter de represalias desatadas en los mismos lugares y en fecha inmediata a las acciones guerrilleras”. Lo que sostiene Walsh es que ese libreto no sólo fue pensado como respuesta, aunque fuera extravagante, a las presiones internacionales, sino, sobre todo, como mensaje interno: hacemos lo que queremos porque somos los dueños de la vida y de la muerte de los argentinos.
Lo inverosímil de la explicación es el mensaje.
El martes pasado, el cardumen de operadores aterciopelados que persistimos en llamar Corte Suprema obedeció a las órdenes de sus mandantes y ratificó la condena a CFK en la causa Vialidad, respetando incluso el día del anuncio adelantado por la prensa. La Corte consagró la “autoría por omisión impropia”, es decir que CFK no fue condenada por actos propios, sino por no impedir fraudes ajenos desde su rol de “garante institucional”. Fraudes que los fiscales enunciaron a los gritos, pero no consideraron necesario demostrar. Y eso pese a contar con “tres toneladas de pruebas”, una curiosa unidad de medida enunciada por el fiscal Diego Luciani, que sorprendió a Carlos Beraldi, uno de los abogados de CFK, pero también a Eugenio Zaffaroni, ex ministro de la Corte Suprema y ex miembro de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
En efecto, son muchas las dudas que genera este novedoso sistema de pesos y medidas: ¿Cómo se pesa una prueba? Si en lugar de presentarla con interlineado simple, los fiscales hubieran usado un interlineado doble, ¿el peso sería mayor por el aumento de páginas? Si, al contrario, las pruebas se hubieran almacenado en un pendrive en lugar de ser archivadas en papel y las tres toneladas se hubieran reducido a unos pocos gramos: ¿Eso hubiera afectado la veracidad probatoria? Nunca lo sabremos.
En todo caso, no hay nada nuevo en la metodología elegida, es decir, la de culpar al acusado o acusada por supuestos delitos cometidos por terceros. Apenas asumió como gobernador de Jujuy en diciembre del 2015, Gerardo I, visir de la Puna, maharajá del Potosí, orgullo radical y azote de Dios, ordenó la detención de Milagro Sala —su principal opositora— por “incitación al acampe”. La primera condena que recibió la líder de la Tupac Amaru fue por un escrache telepático por interpósita persona ausente contra el propio visir, cuando todavía era senador. Por si quedaran dudas sobre las razones políticas de la detención, el radical Ernesto Sanz tuvo la cortesía de despejarlas: “Si Morales no hacía lo que hizo (detener a Milagro Sala), al día siguiente dejaba de ser gobernador de Jujuy”.
Como en el caso de Sala, pero también de Amado Boudou, Julio de Vido, Héctor Timerman y tantos otros ex funcionarios kirchneristas, las denuncias contra CFK son políticas, no judiciales. Lo inverosímil de esas causas exentas de pruebas —en las que siempre hay un testigo oportuno que recuerda haber escuchado algo en un bar o escrito algo en un cuaderno— forma parte del mensaje. Se trata de castigar a quienes fueron partícipes necesarios del peor de los crímenes —una mejor distribución de la riqueza— y de paso disciplinar a quienes pretendan retomar las políticas de los gobiernos kirchneristas. Lo mismo ocurrió en Brasil con Lula da Silva, en Ecuador con Rafael Correa y en Bolivia con Evo Morales. En este último caso, la oposición boliviana, junto a la Organización de Estados Americanos (OEA) y al Departamento de Estado, optaron por un sistema más rústico, que nos hizo recordar los golpes de Estado de antaño, cuando las Fuerzas Armadas de la región hacían el trabajo sucio que hoy realizan jueces, camaristas y fiscales.
Desde que la Corte confirmó el fallo de segunda instancia y la militancia peronista se dio cita frente al departamento de CFK, asistimos a un nuevo “nado sincronizado independiente” entre nuestros periodistas serios y los miembros del oficialismo (dos colectivos que cada día cuesta más diferenciar). Sin ocultar su indignación, dichos periodistas denuncian “el espectáculo dantesco” (Esteban Trebucq dixit) que según ellos lleva adelante la ex Presidenta al saludar a la muchedumbre desde su balcón. Al unísono se preguntan si es legal que interactúe con la militancia; si no es anticonstitucional, según Luis Majul; si es ético que se muestre alegre luego de haber sido condenada e, incluso, como en el caso de Débora Plager, si no se trata de una inadmisible provocación que busca impulsar la violencia en nuestro país. Como hicieron con la Corte, los medios operan a cielo abierto sobre el juez que debe decidir sobre la prisión domiciliaria de la ex Presidenta para impulsarlo a la mayor severidad o, más bien dicho, a la mayor crueldad.
Todos quisieran ver a Cristina con grilletes, arrojada a una mazmorra o encerrada en el Castillo de If. Pero, sobre todo, la quieren vencida. Enfrentar a los dueños de la Argentina merece un castigo ejemplar y esa mujer bailando en el balcón no parece respetar el libreto asignado. Al contrario, afirma ser “una fusilada que vive”, poniendo en contexto histórico la persecución que padece, y elige festejar frente a la militancia. Los vuelve locos. En realidad, los enloquece la felicidad popular, como ocurrió durante los festejos del Bicentenario o cuando CFK concluyó su segundo mandato frente a una plaza llena. Y en el fondo tienen razón: es en esa felicidad obstinada que está el antídoto contra la miseria planificada y el odio instrumental que impulsan desde los medios, acusando a las víctimas de ser los victimarios.
Detrás de la furia mediático-empresarial y de los fallos judiciales inverosímiles, lo que nos recuerda esa mujer valiente desde su balcón es que la felicidad obstinada junto a la memoria y la organización conforman el camino para salir de esta pesadilla.
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