La ficción contraataca

De la protesta a la utopía en las letras argentinas

 

La semana pasada inicié una reflexión sobre el rol de la literatura en la creación de la Argentina, poniendo el acento en la narrativa creada por los plebeyos. Aunque este texto de hoy continúa esa disquisición, que puede consultarse aquí, también se deja leer de manera independiente.

 

Los escritores argentinos de la primera mitad del siglo XIX querían contarse entre los constructores de la nación, cuya forma todavía era imprecisa, magmática; y para eso, entre otras iniciativas públicas, entregaban a imprenta libros que adoptaban la forma del ensayo, la crítica, el libelo político y la disquisición filosófica. Es decir: bajaban línea a full. Para marcar la cancha, copaban el discurso político y la reflexión sobre la actualidad. Piensen en obras como Plan revolucionario de operaciones (1810), el Facundo (1845) de Sarmiento y El dogma socialista de Esteban Echeverría (1846). Sin embargo, esos y otros textos rezumaban una vocación ficcional —a fin de cuentas, el país que soñaban todavía era imaginario— que los autores se esforzaban por reprimir. ¿Y por qué disimulaban esa vis dramática? Porque no querían que sus discursos fuesen confundidos con visiones febriles. Su intención era que calificasen como análisis lógicos, racionales, fundados en lo real — que la Argentina que dibujaban, en suma, se viese ineluctable, inevitable.

Al mismo tiempo eran hombres instruidos, lo cual los convertía en parte de una elite. Durante aquella era, los hombres que imaginaron la Argentina provenían de una clase social determinada. (A excepción de Sarmiento, el self made man, que se abrió paso a topetazos hasta la burguesía. Me pregunto si esta aspiración tuvo que ver con su capacidad fabuladora. El tipo no tenía empacho en chantarte como ciertas cosas que no le constaban, o de las que apenas había oído. En Facundo, vendió los paisajes pampeanos como el mejor agente de turismo... ¡aunque nunca había estado ahí, como lo reconoce en su Campaña en el Ejército Grande [1852]!)

 

 

Puede que el primer escritor argentino en modificar la realidad desde la ficción pura y dura haya sido José Hernández. Que formaba parte de la misma clase y también quería meter baza en la política, pero eligió hacerlo a través de una narración en verso. El gaucho Martín Fierro (1872) fue un intento de preservar a los moradores del campo de la guadaña civilizatoria con que Sarmiento quería segarlos. (Hernández lo escribió mientras se ocultaba en el Gran Hotel Argentino, víctima de la proscripción que Sarmiento en persona le dictó.) La segunda parte del poema, La vuelta de Martín Fierro (1879), se publicó cuando ya había sido lanzada la Campaña al Desierto. Con el Estado abocado a dar una solución (final) al temita de los pueblos aborígenes, La vuelta abogó por la incorporación pacífica del gauchaje a la nación consolidada. Con ironía, Carlos Gamerro la define como un "manual de autoayuda para gauchos civilizados".

En su prólogo a la edición de Penguin Clásicos, Gamerro agrega: "Martín Fierro traza la línea divisoria entre dos tipos de bárbaros, los gauchos y los indios. Los primero son recuperables, los segundos no. Sarmiento había condenado a ambos; Hernández entrega al indio para salvar al gaucho". En efecto, el rechazo que Fierro siente hacia el indio es total, existencial. Sólo baja el tono cuando, al final de la primera parte, le dora la píldora a Cruz para convencerlo de que la mejor forma de escapar de la ley es asilarse en una toldería. Pero, tanto antes como después, su mirada es implacable: para Fierro, los indios son una afrenta a Dios y, por lo tanto, pasarlos a degüello es obra santa. Este es uno de los principios que nunca hay que olvidar, si aspiramos a una comprensión profunda de nuestra literatura: la nación argentina está fundada sobre un genocidio, alentado por la clase dirigente y luego escondido, disimulado, por los escribas que pertenecían a esa misma clase o le respondían. Y el gauchaje —una de las simientes del pueblo argentino— fue cómplice de ese genocidio: por acción, como mano de obra de la milicada, o por omisión, al mostrarse indiferente al crimen.

 

 

El mismo año de la edición de La vuelta comienza a publicarse el folletín que Eduardo Gutiérrez dedicó a Juan Moreira. Y poco después, cuando la historia de Moreira deviene espectáculo teatral en manos de los hermanos Podestá, la vuelta de campana se completa. La anécdota —verídica, pero nunca verificada— sobre el gaucho que, mientras veía la obra, saltó al picadero facón en mano para defender al actor que hacía de Moreira de la partida igualmente actoral que lo rodeaba, sugiere que un cambio estaba ad portas. Los Podestá comenzaron a presentar el Moreira en 1885. El susto de los espectadores que, ante el corto filmado por los hermanos Lumière, reaccionaron ante el tren que irrumpía en la pantalla, ocurrió en 1896. Una nueva era advenía: la de las ficciones de impacto popular que reescribirían los contornos de lo real.

En el siglo XX, el desarrollo de los medios masivos colaboró a que ficciones como esas tuviesen impacto mundial. Y en el camino, sus creadores dejaron de provenir tan sólo de las elites. Algo que también se verificó en la Argentina de precarios cimientos civilizatorios. A pesar de la ley Sáenz Peña de sufragio universal y de los gobiernos de Yrigoyen, nuestra democracia —tutelada por las elites, a veces en persona y otras a través de la casta militar— fue durante décadas algo parecido a la escudería que se suma a la Fórmula 1 de las naciones civilizadas, con un auto que no está en condiciones de competir.

Y ahí seguimos todavía, pasando más tiempo en boxes que en la pista.

 

 

 

 

Las fuerzas del cielo

A mediados del siglo pasado, Héctor Germán Oesterheld —el autor de El Eternauta— pudo haber encarnado al prototipo del ciudadano común. Era el típico argentino que provenía de familias exiliadas de Europa: alemanes por parte de padre, vasco-franceses por parte de madre. Para pagarse una carrera universitaria que por ese entonces los hijos de inmigrantes no tenían garantizada —finalmente se graduó de geólogo en la UBA—, trabajó en paralelo como corrector. Ya entonces escribía ficción. Su aspiración era la de convertirse en escritor, producir literatura. Pero los plebeyos que soñaban con dedicarse al arte debían ganar el mango de algún modo. Y Oesterheld lo encontró en el seno de la revolución cultural que generó el peronismo a partir del '45. El boom editorial que alentó al elevar el nivel de vida de las clases trabajadoras y convertirlas en consumidoras de cultura, condujo la vocación de Oesterheld en direcciones que no había previsto.

A fines de los años '40 los laburantes se habían largado a leer, amenizando las horas que pasaban en el transporte público: diarios, revistas, novelitas pulp, historietas, oferta copiosa que se renovaba constantemente en los kioskos, a precios asequibles. Y uno de los protagonistas de ese boom: César Civita, de Editorial Abril, le propuso a Oesterheld que escribiese guiones para las historietas que su empresa publicaba.

 

El joven Oesterheld.

 

Le costó poco destacarse. Los primeros éxitos de Oesterheld tuvieron lugar durante la última fase del gobierno peronista: Bull Rockett en el '52, Sargento Kirk en el '53. (Nada casualmente, la idea original para Kirk concernía a un gaucho, no a un cowboy. Terminó sacándose el gusto en el '72, cuando retomó el personaje de Martín Fierro, con dibujos de Roume.) A diferencia de la mayoría de sus colegas, que se especializaban en un único registro, a Oesterheld se le daban bien los géneros más diversos — como buen geólogo, se adaptaba a todos los terrenos.

En el '55 vinieron el Bombardeo de Plaza de Mayo y el derrocamiento de Perón. En el '56, los fusilamientos del general Valle y del basural de José León Suárez. Pero, como parte de la incipiente clase media argentina, Oesterheld siguió en la suya, porque su oficio prosperaba y no se consideraba peronista. Creyó que hechos como esos hablaban de desgracias ajenas; que continuaría viviendo su vida sin sobresaltos. Pero, de todos modos, algo inquietante debió haber taladrado su alma. La masacre de la Plaza y los fusilamientos sumarios no pueden haber sido una noticia más para el tipo que en el '57 concibió a Ernie Pike, el cronista de guerra que odiaba la guerra.

 

 

La creación de El Eternauta en ese mismo año refuerza esta intuición. Si bien Oesterheld adaptó un subgénero ya amortizado —La guerra de los mundos había sido novela con H. G. Wells (1898), radioteatro mediante Orson Welles en el '38 y película en el '53—, la decisión de re-localizar la historia en la Argentina no puede haber sido tan sólo un guiño al público local o un ardid marketinero. No lo habrá advertido entonces, pero la concepción de El Eternauta en esa circunstancia debe haber tenido algo que ver con su necesidad de metabolizar las imágenes de la muerte cayendo desde el cielo sobre la Rosada, una declaración unilateral de guerra civil contra todo el que se interpusiese en el camino del furor anti-peronista.

El Eternauta supuso un antes y un después en la obra de Oesterheld. En primer lugar, porque es el relato de largo aliento con el que esperaba garantizar el éxito de la editorial que acababa de fundar —Ediciones Frontera, en el '56, con su hermano Jorge— y de las revistas que acababan de lanzar — Frontera y Hora Cero, en el '57. Pero además, porque fue la primera vez que las características del relato que escribía semana tras semana para presentar por entregas —su extensión, la escenificación dramática en la Argentina en tiempo presente— le permitieron usarlo como herramienta de reflexión sobre lo que le pasaba a los argentinos de entonces, tanto en términos políticos como sociológicos y éticos. Por primera vez, Oesterheld escribe no sólo para cumplir con su trabajo y satisfacer la demanda de nuevos cómics, sino para entender —y entenderse— mejor, que es lo que hacen los grandes de la literatura.

 

 

Al plantearse la idea de una invasión extraterrestre en la Argentina de hoy, Oesterheld se pregunta: ¿quién de nosotros podría resistir con eficacia un embate así, y hasta contraatacar? Hay que recordar que, a pesar del bombardeo y del golpe de Estado del '55, las Fuerzas Armadas seguían proyectando una imagen de seriedad y profesionalismo, todavía conservaban prestigio. Por eso Oesterheld las incorpora al relato como parte de la resistencia, pero asumiendo que esa clase de invasión no puede ser repelida por un ejército convencional. Hace falta otra cosa, algo más que fuerza: ingenio, una pasión que exceda el celo profesional, una visión política transversal. (Que los milicos no suelen tener, porque forman parte de una casta.) Y ahí entran a jugar Salvo, Favalli, el tornero Franco y compañía. Gente común pero hábil con las manos y la tecnología, con formación académica pero también práctica, que encarna cada aspecto de los recursos que serán necesarios para sobrevivir. En esa emergencia todos tienen algo que aportar, que puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte.

En ese sentido, Oesterheld desarrolla un planteo similar al que Tolkien formuló en El señor de los anillos, prácticamente en simultáneo. (La novela se publicó originalmente en tres partes, entre el '54 y el '55, pero recién se conoció en español en el '77, poco antes de la muerte de Oesterheld en cautiverio.) A consecuencia de su experiencia en las trincheras durante la Primera Guerra, Tolkien imaginó una Guerra del Anillo en la que el bando que enfrenta al mal está constituido por diversos pueblos: elfos, hombres, enanos — una comunidad, de hecho el primer volumen se llama así: La comunidad del Anillo (The Fellowship of the Ring). Plantea así la misma idea que solemos atribuir a El Eternauta, eso de que nadie se salva solo. Pero además, Tolkien reservó un lugar estelar en esa cofradía para el pueblo considerado más insignificante, el de los hobbits. Era su forma de decir que, llegada la hora, si alguien salvaría a la humanidad del desastre sería el hombre común, como aquellos inglesitos iletrados pero con cojones con los que combatió codo con codo entre el barro.

 

Tolkien, el autor de "El señor de los anillos".

 

Oesterheld sugiere algo parecido. No será el ejército quien nos salve, ni las instituciones, ni la ley, o por lo menos ninguna de esas cosas por sí sola: será el pueblo, nomás, en la medida en que aprenda a cooperar para salir adelante. Si algo expresa la primera parte de El Eternauta es al Oesterheld que descubre en tiempo real (¡entrega de guión tras entrega de guión!) que todo ese tiempo había sido peronista, sin darse cuenta.

 

 

El gaucho Juan Salvo

Como Fierro y Moreira, Juan Salvo es un tipo que trata de vivir sin joder a nadie, pero al que la Historia expulsa de su paraíso doméstico. No es un guerrero, no es un héroe, no es un aristócrata, no es un intelectual. Es un empresario pyme, que vive cómodo pero sin lujos, y que tiene una familia típica: esposa e hija pequeña, a la que seguramente hubiese sumado al menos otra criatura, de no haber ocurrido la invasión. La descripción que José Hernández hace de la vida idílica de Fierro antes de la caída en desgracia puede aplicarse a Salvo: "Era una delicia el ver / cómo pasaba sus días. ...Y con el buche bien lleno / era cosa superior / irse en brazos del amor / a dormir como la gente, / pa empezar al día siguiente / las fainas del día anterior. ¡...Ah tiempos... pero si en él / se ha visto tanto primor".

 

 

La irrupción de lo excepcional hace que ambos valoren como tesoros las pequeñas cosas que perdieron pero de las que gozaban, aun en su condición de hombres comunes. Techo, alimento básico, un devenir sin sobresaltos. Fierro se lamenta, en tono elegíaco: "Ricuerdo ¡qué maravilla! / cómo andaba la gauchada / siempre alegre y bien montada / y dispuesta pa el trabajo". Ese es el mundo que hizo trizas la ambición ajena: la del alcalde que manda de prepo a Fierro a combatir a la frontera, la de los Ellos que invaden la Tierra en El Eternauta. Por eso el objetivo último es recuperar algo parecido, aunque más no sea para las generaciones que vendrán. "Más Dios ha de permitir / que esto llegue a mejorar", dice Fierro al final de La vuelta. "Pero se ha de recordar / para hacer bien el trabajo / que el fuego, pa calentar / debe ir siempre por abajo". Con lo cual reafirma dos cosas, en los últimos versos: que el fuego indispensable para la salvación es el pueblo, que como la llama arde desde abajo, y que la tarea está inconclusa. Esto todavía tiene que mejorar, si Dios lo consiente.

 

 

 

Work in progress

Y acá es donde entra a jugar una característica esencial de El Eternauta: su condición de obra abierta o inconclusa, un eterno work in progress. Algo que Oesterheld no previó, sino que fue descubriendo y terminó por instrumentar como elemento definitorio del relato.

El cierre de la primera parte no constituía un final definitivo. Dependía de algo que debía ocurrir después de publicado el último cuadrito. Juan Salvo termina de contarle al narrador —un guionista de historietas— la historia de la invasión, y recién entonces comprende que su viaje por la eternidad lo devolvió a la Tierra cuatro años antes de la llegada de los Ellos. Es decir que se cuenta con cuatro años de margen para preparar la resistencia, capitalizando la información que Salvo aportó. La historia que abre la primera parte de El Eternauta recién se cerraría cuatro años más tarde, como mínimo, cuando se repeliera el ataque de las fuerzas del cielo.

El Eternauta original culmina con una pregunta: "¿Será posible?" Quien la formula es el narrador-guionista, dejando planteada no una certeza sino una incerteza: "¿Qué hacer para evitar tanto horror?", dice. Todo está por definirse aún: ¿se salvará la humanidad en el '63 —recuerden que esto se publicó entre el '57 y el '59, cuando el '63 representaba el futuro próximo— o padecerá lo mismo que ya describió Juan Salvo? La historia no está cerrada, al contrario: ha vuelto a abrirse al final, a desplegarse como pura posibilidad. Y entonces el narrador considera la primera acción que podría acometer, con el objetivo de impedir el horror: "¿Será posible evitarlo contando todo lo que El Eternauta me contó?" Eso es lo que está a su alcance, esa sería su responsabilidad inmediata: contarlo todo. Narrar sería una de las formas de preservarnos del horror real. Y la revista que tenían entre manos los lectores de entonces era la prueba palpable de que el narrador lo había hecho, de que había publicado y difundido la información necesaria para que nos salvásemos de la invasión.

 

 

Todos sabemos que en el '63 no tuvo lugar ninguna invasión extraterrestre. Pero sabemos, también, que a través de esa historia de ficción Oesterheld alertaba sobre un peligro real, bien terrenal, que —parafraseando a Discépolo— nos rondaba en el '59, en el '63 y en el 2025 también: la desunión del pueblo que era la condición necesaria para su explotación, a manos del colonizador de turno. Lo que en términos de Martín Fierro llamamos la ley primera: "Porque si entre ellos pelean / los devoran los de ajuera". Por eso Oesterheld no dejó de reescribir El Eternauta, nunca.

En el '62 vino una continuación novelada, también inconclusa. Después la reescritura del primer Eternauta para que ilustre Breccia padre y publique la revista Gente. (También inconclusa.) Y la otra invasión extraterrestre sobre Argentina que desarrolló en La guerra de los Antartes, cuya primera versión se difundió en el '70 y cuya segunda salió en el '74. (También inconclusa.)

Finalmente publicó El Eternauta 2. Que representa un cambio respecto del original, tanto como La vuelta de Martín Fierro lo fue respecto del primer poema, al que a partir de entonces muchos rebautizaron La ida. La historieta del '57-'59 funciona, pues, como La ida de Juan Salvo, mientras que El Eternauta 2 vendría a ser La vuelta de Juan Salvo. Sólo que, en términos ideológicos, opera en dirección opuesta a la del segundo poema de Hernández. Porque, en La vuelta, Fierro se domestica y predica la asimilación del gaucho a la sociedad. Pero en El Eternauta 2, Juan Salvo se radicaliza. Y al hacerlo, actualiza la idea de la periodista y crítica Flavia Pittella, que definió a El Eternauta como "una gauchesca apocalíptica". En ese marco, en el relato del '57-'59 predomina la gauchesca. Pero El Eternauta del '76 privilegia el componente apocalíptico.

 

 

 

 

La vuelta de Juan Salvo

El Eternauta 2 se publica en 1976, cuando los militares ya habían dado el golpe de Estado y Oesterheld, militante montonero, estaba clandestino. Allí el Juan Salvo de la nueva ficción emerge en la Argentina de los '70 para convocar al narrador —que en las primeras páginas se define como Héctor Germán Oesterheld, con nombre y todo— a un viaje en el tiempo hasta un momento impreciso del siglo XXI, donde la Argentina que conocemos ha sido arrasada y los pocos sobrevivientes se esconden en cuevas. (Ellos también están clandestinos.)

Si bien los dibujos vuelven a ser de Solano López, ilustrador de la obra original, y eso sugiere una continuidad perfecta, hay cosas importantes que cambiaron. Para empezar, Juan Salvo. Que en El Eternauta 2 exhibe poderes que antes no tenía, como una fuerza extraordinaria y la capacidad de "intuir" el mecanismo de cualquier máquina, y por ende ser capaz de repararla o reproducirla. Pero además, a consecuencia de su eterna batalla contra los Ellos, este Salvo se ha endurecido al punto de volverse implacable, impiadoso. Con tal de proteger a la mayoría, no duda en mandar al muere a otros humanos, en sacrificarlos en pos de un triunfo que considera necesario. Para este Salvo, las consideraciones privadas, personales, no han pasado a un segundo lugar, sino al noveno o décimo: lo único que cuenta ahora es lo colectivo. Esto, sin duda alguna, reproduce realidades que se habían vuelto cotidianas en la conducción de Montoneros. Pero, además, arranca a Salvo de la sombra de Martin Fierro para conectarlo con una obra previa, que está en las raíces de las letras argentinas: el Plan revolucionario de operaciones.

 

El Eternauta 2.

 

En boca del Salvo de El Eternauta 2, ciertos párrafos del Plan podrían sonar como propios. Por ejemplo: "No debe escandalizar el sentido de mis voces, de cortar cabezas, verter sangre y sacrificar a toda costa, aun cuando tengan semejanza con las costumbres de los antropófagos y caribes. Y si no, ¿por qué nos pintan a la libertad ciega y armada de un puñal? Porque ningún estado envejecido o provincias, pueden regenerarse ni cortar sus corrompidos abusos, sin verter arroyos de sangre... La moderación fuera de tiempo no es cordura, ni es una verdad; al contrario, es una debilidad... No son esas las lecciones que nos han enseñado y dado a conocer los maestros de las grandes revoluciones".

En 1810, el Plan revolucionario fue nuestra primera utopía. En el contexto de las primeras acciones independentistas, imaginaba una revolución triunfante, que además nos integraría al Perú, a Uruguay y a parte de Brasil. (Sobre la cuestión de la autenticidad del Plan, cuya autoría se endilgaba a Mariano Moreno en colaboración con Belgrano y terminó por ser desbancada hace poco, me detendré la semana que viene.) Pero la revolución que Juan Salvo lidera en el siglo XXI —ese Salvo tan distinto al de los '50, que no pensaba más que en su familia y su situación personal— es el resultado de una toma de conciencia.

Cuando reescribió el Eternauta en el '69, Oesterheld ya había entendido lo que en el original del '57-'59 era mera intuición. En perfecta consonancia con su autor, el Juan Salvo de El Eternauta 2 —el Salvo del '76— tenía claro que nunca había sido un hombre libre, cuya soberanía individual resultó comprometida por una invasión alienígena. Ya había pescado que la invasión que llegaba del cielo no había sido la primera. La intención de los Ellos no era otra que disputar el control de la empresa a los colonizadores humanos que estaban a cargo del negocio, desde la creación de la Argentina. Algo que Oesterheld subrayó en la versión del '69, al remarcar la velocidad con que las potencias del Primer Mundo entregaban América Latina al invasor del espacio, como quien dice: Si no nos hacen daño, les cedemos nuestras colonias para que las exploten ustedes.

 

El Eternauta del '69.

 

Eso es lo que despabila a Salvo, como antes despabiló a Oesterheld. La conciencia de que, aún cuando se creía un ciudadano libre —cuando todavía tenía una pyme próspera, una familia y una casita, cuando todavía era un reconocido guionista de historietas—, seguía siendo un colonizado en la práctica, un conquistado y explotado por una potencia extranjera y sus cómplices locales. La invasión de los Ellos les revela que vivían invadidos y sojuzgados desde antes. Y por eso, la pulsión del Juan Salvo de los '50 —proteger a su esposa Elena y a su hija Martita— se desenfoca y pasa a un plano distante, relativo. Porque Salvo entendió que salvarlas de un Amo para que sigan siendo esclavas de otro, como lo habían sido hasta entonces, sería insuficiente. Nadie puede ser libre de verdad en el contexto de un pueblo sojuzgado. Más allá de quien ocupe ocasionalmente el rol del Amo, el objetivo último para el pueblo es la liberación de todo tipo de yugo.

Por eso cambia Salvo entre un Eternauta y otro. Porque asumió que la invasión alienígena era un episodio más de la larga lucha de los moradores de este suelo contra el poder real, cuya condición de existencia es el sojuzgamiento y la explotación del pueblo argentino. (Cambia el protagonista, pero no la esencia del enfrentamiento. Como dice Gamerro en Facundo o Martín Fierro: "El indio renace en el gaucho que renace en el obrero inmigrante que renace en el obrero o militante peronista".) Y en ese contexto histórico, lo lógico es permitir que el pensamiento evolucione hacia la conciencia revolucionaria. Ese recorrido mental —ideológico y político— es indispensable. Porque, como dice el autor del Plan revolucionario de operaciones y podría decir tranquilamente el Juan Salvo del '76: "Patria mía, ¡cuántas mutaciones tienes que sufrir!" Y para que la patria mute en dirección a un cambio superador, lo primero que tiene que evolucionar, que desarrollarse, es la conciencia del pueblo. En la cual, por supuesto, la narrativa argentina tiene un rol estelar que llevar adelante.

 

 

(CONTINUARÁ.)

 

 

 

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