La hija argentina

Alemanitud y Überraschung, gloria y caída, canejo.

 

Las imágenes que a lo largo de la vida un hijo (o hija; utilizamos en adelante el genérico — aclaración políticamente correcta) va trazando de sus bioprogenitores guarda algo del juego que los espejos enfrentados logran en los ascensores. De frente multiplican el rostro al infinito; eso sí, invertido y chato. Por el dorso muestran lo que nunca: la nuca también repetida, asimismo inversa, pero hacia atrás. También, como buen ascensor, sube o baja pero no va a ninguna parte.

Dejemos de lado las tesis psicológicas. Es empírico que el vínculo con el bioprogenitor de sexo contrario, si todo va más o menos bien, es idealizante, casi romántico. Y el otro algo hostil, competitivo, ambivalente. Padre proveedor, madre nutricia, casalito, son los lugares comunes para una familia tipo banco hipotecario en una sociedad pequeñoburguesa de tradición judeocristiana. Con el tiempo este vínculo, cuan ascensor, sube y baja; raramente se queda detenido en un piso. O entre dos, sin dejar subir ni bajar a nadie; aunque también eso a veces sucede.

Mater semper certa est, pater nunquam. Verdad biologista más antigua que Rómulo y Remo, liga la figura de la madre a una verdad no menos que a la del padre a una versión. Versión del y sobre el padre, a la vez; vida y obra filial, siempre. Ningún otro es el recorrido que propone Mónica Müller al trazar su relación con Carlos (en la Argentina) / Karl (en Alemania), su padre. Oriundo de un pueblito de Baviera cercano a la frontera con Checoslovaquia, llega en 1922, a los seis años, a estas playas junto a sus padres y huyendo de la miseria provocada por la Primera Guerra Mundial (primera guerra civil europea, le gustaba decir al colorado Ramos), donde luchó el abuelo de la autora y de donde regresó herido y tuberculoso. La familia se afincó en Villa Ballester y allí creció el joven Carlos, un alemancito más criollo que el mate amargo. En 1936 la incipiente Alemania nazi lo convoca a sus filas, lo que lo convierte para sus coterráneos en vil desertor y, tras la derrota, en valeroso objetor de conciencia. Pasa el tiempo, se casa, tiene hijos. Mónica desarrolla un vínculo entrañable, plagado de códigos propios y complicidades, de secretos proféticos: “Las huellas profundas que tenía en el lado izquierdo del cuello, cicatrices del zarpazo de un puma al que había matado en la quebrada de Humahuaca clavándole un cuchillo en el corazón, eran en realidad las secuelas del estrago que la bacteria había hecho en sus ganglios después de diseminarse por todo su organismo cuando era muy chico”. Estigma indeleble que en forma esporádica desaparece para retornar, inoportuno, el de la tuberculosis comienza tímidamente a esbozarse desde las primeras páginas, superponiéndose cada tanto a la función del padre.

Ni historia estrictamente autobiográfica ni crónica familiar, Mi Papá Alemán es más bien una novela iniciática que recorre un camino identitario. Que no sólo compete a la autora sino que se expande a toda una generación, inmigrante o no, que en el siglo XX habitó las entrañas de un mito de origen al que no tuvo más remedio que poner en cuestión. Mónica Müller se vale para ello de una relación al mismo tiempo compleja y fluida con el lenguaje: insaciable lectora, gozadora del arte y artista visual ella misma, trabajó como creativa publicitaria unas tres décadas para, entretanto, estudiar y recibirse de médica en la UBA, profesión que con éxito hoy profesa. Precisa y juguetona con las palabras, su relato va tomando envión a medida que avanza, como un auto que encara una lomada o, mejor, un ave de alturas que encuentra su ola térmica para planear el vuelo veloz, elevado, extenso.

Hombre práctico, rebelde, deportista, contundente contra figurones y nuevos ricos, por escasos resquicios Carlos ejerce su alemanitud. Rasgo que emerge en la música, en la escasa frugalidad, en las libaciones; en las sospechas de haber contrabandeado de Uruguay a Buenos Ares tripulantes del acorazado alemán Graf Spee hundido frente a Montevideo a principios de la Segunda Guerra Mundial. La alemanidad surge trenzada a ciertos apotegmas: “Cuando elijas un hombre para casarte, fíjate en tres cosas: que tenga el cuello de la camisa sucio, que tenga las uñas cortas y limpias y que gaste el taco de los zapatos en forma pareja”. Ante lo cual, confiesa la hija que nunca se enamoró de nadie “que las cumpliera todas; por lo menos una siempre falló, muchas fallaron dos y en general fallaron las tres”. Lo que por fortuna también falló fue el amor endogámico que en ciertas circunstancias y en determinado tiempo mantuvo a la hija mujer “sentada y quieta en un mismo lugar sin perderlo nunca de vista para escanear su felicidad en todo momento, porque si su cara se nublaba, la tristeza caía sobre mi como una parva sobre un chingolo, como decía él como metáfora del sueño, de la tristeza, del cansancio o de lo que fuera…”

Pese a los viajes exploratorios a las tierras ancestrales, el mandato paterno “contra la identidad germana fue tan infeccioso que cuando por fin decidí aprender alemán pasé cuatro años rebotando de cabeza contra sus estructuras gramaticales sin poder absorber ni una (…) De las palabras que tanto quise aprender me quedó sólo Überraschung (sorpresa), lo cual es una verdadera sorpresa porque no es la que más me interesaba recordar”. Porque la memoria te da sorpresas, atrapa lo que se le da en gana y no lo que su portador anhela: “…es pura ficción. Por lo menos la nuestra”, la proximidad en el tiempo levanta ciertos velos. Avanza a paso implacable la edad del padre y en consecuencia la de la hija, con lo que los mundos homogéneos comienzan a adoptar sus propias particularidades. Carlos, tras medio siglo, vuelve a ser Karl; deja la Argentina, vuelve al pueblito bávaro, se integra a esa comunidad a la que le relata que ”en Buenos Aires las jirafas andaban libremente por la calle y que se las cazaba con boleadoras para comerlas asadas; describió la longitud enorme de sus piezas de carne, los grandes fuegos que se prendían para cocinarlas y los banquetes multitudinarios que se realizaban alrededor del Obelisco para los que había que faenar por lo menos cuatro ejemplares adultos”.

A lo lejos las perspectivas varían, la escena se complejiza, las cartas de este hombre de 56 años que llegan desde Alemania rebosan “autosuficiencia y optimismo. Habían vuelto a crecerle las plumas de la vanidad que había perdido en Buenos Aires”. Efecto de ello es que, de un lado del Atlántico se digan frases que del otro se escuchen de diversa manera, cuando no por primera vez. O adquieren matices menos tiernos: “Los chicos son como los perros —decía— saben nadar desde que nacen pero después se olvidan. Si los tirás al agua se acuerdan de repente y salen nadando”. La paradoja que despunta no alcanza a borrar las incestuosas, inevitables marcas: “Al volver entrábamos a casa sin hacer ruido, yo me acostaba y a veces papá salía de su dormitorio, se asomaba al mío y desde la puerta me tiraba a la cara la camisa que se acababa de sacar. Yo hacía un bollo con ella, la abrazaba y sumergía la nariz en ese olor que es el más rico que olí en mi vida y me quedaba dormida”.

En paralelo, la hija que madura y la mistificación que se desvanece ratifican un destino ineludible: “Veo como en una película las escenas de la vida que compartí con él y percibo los rasgos que siempre estuvieron visibles, amortiguados o negados por la fascinación del mundo que creó para mí”. Del paraíso al infierno sólo hay un parpadeo y la Historia deja de ser metáfora al descubrir que el bucólico pueblito de Bavaria albergó todo el horror del nazismo, incluyendo campo de concentración y marcha de la muerte y complicidad de toda todita la población, familiares o no. Factor que, de adelante hacia atrás resignifica el conjunto del trayecto. Ya no es intrascendente “escuchar a mi hija de 14 años decirme nazi porque me gusta que los cubiertos estén bien lineados a los costados del plato. Un socio me acusó de ser rígida como un coronel de la SS porque me negué a falsear la contabilidad de nuestra empresa en perjuicio de otra. Uno de mis amigos calificó de jactancia germánica mi reproche por una traición. Y otro me dice en broma que haber tenido dos maridos judíos es la mejor prueba de que soy antisemita”.

Mi Papá Alemán puede tener destino cinematográfico por la contundencia de las imágenes y la agilidad de sus palabras. Sea dicho esto como advertencia para las instituciones ladri y berretas, del marketing o del mundillo psi, que al suplantar inteligencia con ingenio, pretendan caranchearlo. Este libro es el vehículo que conduce —tanto a Mónica Müller como al lector— de la fantasía a la ficción y de ésta al ahora que, vaya a saber cómo, descubre que el final del padre no siempre requiere de la muerte como viva realidad.

 

FICHA TÉCNICA

 

 

 

 

 

Mi Papá Alemán – Una vida argentina

Mónica Müller

Buenos Aires, 2018.

217 págs.

 

 

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