La historia sin fin

Entre los relatos que nos moldearon, hay uno que no terminó de escribirse

Acabo de mudarme y eso supuso, entre otras tareas, una vital: reordenar la biblioteca. Para alguna gente se tratará de un incordio; otrxs aplicarán un sistema perfeccionado durante años. (¿Alfabético? ¿Por géneros? ¿Tamaños? ¿Aluvional?) Yo me resisto a adoptar un método fijo. Prefiero aprovechar la oportunidad para ser creativo y sondear el estado de mi alma. La tarea supone un acto simbólico: se trata de reacomodar, jerarquizar, consagrar espacios para aquellos mundos fantásticos —o al menos intelectuales, si el / la lector/a privilegia los ensayos y la non fiction— que amoblaron nuestras cabezas del modo tan particular que las define. Eso es lo que tienen, tendrán y seguirán teniendo los libros: aquellos que nos importan, los volúmenes que han dejado huella, son las aplicaciones que enriquecen el disco rígido de nuestra alma. Si somos así —pensamos así, sentimos así— es porque hemos ido cargando esos libros y no otros. De tanto en tanto los actualizamos mediante relecturas, nuevas incorporaciones, simple reacomodamiento o limpieza de nuestro escritorio mental. Pero su funcionalidad no varía: esos libros son parte del sistema operativo que explica quiénes somos.

En esta oportunidad le dediqué los estantes más altos —elevados mas no inaccesibles— a las lecturas que caracterizaron mi infancia: lo que conservo de la Colección Robin Hood, Stephen King, las historietas en formato libro. (De Harold Foster y Milton Caniff a Alan Moore, pasando por el Corto Maltés.) Me cuestioné si no otorgaba excesiva relevancia a libros que pertenecen al extremo más distante, temporalmente hablando, de mi formación. ¡A alguno de ellos lo leí hace medio siglo! Pero razoné así: esas fantasías me han construido de un modo tan central como la familia, la era y el lugar que me tocaron en suerte. Para empezar, sin ellas no escribiría como escribo. (Lo cual equivale a decir: no pensaría como pienso.)

 

 

La leyenda de Robin Hood, por ejemplo. Pocas cosas me fascinaban más que la historia del tipo de la puntería mortal con el arco y las flechas. (Al punto que, ya de adulto, practiqué arquería durante años, y hasta hace no tanto. No seré Robin de Locksley pero me la re banco.) Por supuesto, que el tipo fuese canchero, seductor y elegante ayudaba, pero lo que se quedó conmigo —lo que hizo download en mi alma— fue lo esencial: que los ricos tendían a ser explotadores y los pobres a ser explotados. Del mismo modo, otras fantasías fueron dejando al pasar una semilla que germinaría en tiempo. Los mosqueteros de Dumas me legaron su noción de camaradería: Todos para uno y... Del Sandokán de Salgari obtuve registro de una lucha anticolonial: ¡por primera vez tenía un héroe del Tercer Mundo, que se enfrentaba a mis (hasta entonces) adorados ingleses! Del Holmes de Conan Doyle me quedó el reconocimiento de un comportamiento obsesivo, espejo en el que no puedo desconocerme: cuando uno ama locamente lo que hace, incurre a menudo en conductas maníacas.

 

 

(Una de las formas de medir el valor de ciertas fantasías era la cantidad de volúmenes que acumulaba sobre el tema. Cuando una historia me encantaba, necesitaba coleccionar todas las versiones que circulaban. "¿Otra vez los Mosqueteros?", preguntaba mi abuela. "¡Pero si la edición de Bruguera no la tengo!", replicaba yo, con el fastidio de quien se ve obligado a explicar lo evidente. Si mal no recuerdo, llegué a tener doce —doce— libros llamados Robin Hood. El nene leía mucho, ergo era un ser exótico y a los locos —y muy particularmente a los loquitos— se les lleva siempre la corriente.)

Muchos de ustedes podrían hacer un recorrido semejante, en pos de aquellas lecturas que cimentaron rasgos de su personalidad, cosmovisión o principios éticos. Aun a conciencia de que se trata de fantasías, incidieron, ¡y cómo!, sobre la realidad de quienes somos. Lo llamativo es que también nos sabemos formados por otros conocimientos y experiencias que separamos de las ficciones, a pesar de que, en el fondo, son lo mismo o algo muy similar: historias a las cuales, en esos casos, elegimos considerar verdades.

Por ejemplo, la religión.

 

Pulp Resurrection

Cada uno tiene derecho a creer lo que se le canta. Lo que me interesa es señalar el elemento común a un dogma y una fantasía literaria: ambos postulados remiten a un relato contenido por un libro. Que cierta gente piense que un volumen contiene la Verdad absoluta, dictada por Dios mismo, es una consideración secundaria en este contexto. Visto desde afuera, todo libro —las páginas atesoradas entre tapa y contratapa— es similar a otros libros, ni más ni menos. Los textos sagrados no brillan ni vienen con aura de fábrica. Suelen estar hechos con los mismos materiales que el resto y juntan polvo (Dios, cómo juntan polvo los libros) al igual que los demás.

Hasta el más creyente de los lectores aceptaría que no hay modo de vincular ese texto, al cual considera sagrado, con la realidad: entre el Antiguo Testamento y la verdad no existe más relación que entre Los miserables y la historia de París en el siglo XIX. Un texto devocional no basa su autoridad en testimonios directos, documentos o prueba científica: se trata de una revelación, un mensaje de la divinidad que el lector acepta como tal y de allí en más asume, libremente, como principio rector de su universo. Lo que me intriga es la dificultad para diferenciar entre el peso cultural e histórico de una religión equis y la narrativa —el cuento específico, con principio, desarrollo y fin— que la fundó. ¿No habría que reconocer que parte de la estatura que han adquirido ciertas religiones deriva, simplemente, del hecho de que su libro original está muy bueno?

Vista de ese modo, la Biblia no puede sino ser nuestro best-seller original. ¿Serpientes que hablan? ¿Arcas llenas de animales? ¿Mares que se abren? ¿Forzudos cuyo poder depende de su cabellera? ¿Pastorcitos que derrotan a gigantes con una gomera? ¿Un profeta que sobrevive en el vientre de una ballena? Por favor: ¡esas historias son irresistibles!

 

 

Los Evangelios también tienen gracia. Desde pequeño amé la peculiaridad de su forma narrativa: se trata de la misma historia, contada cuatro veces por cuatro escritores distintos. (Mateo, Marcos, Lucas y Juan:, los John, Paul, George & Ringo de nuestra devoción cristiana.) Kurosawa no habría inventado nada con Rashomon, los editores originales de los Evangelios le sacaron ventaja —veinte siglos, apenas— en materia de fragmentación del punto de vista narrativo. Si esos tipos se hubiesen animado a mezclar un poquito más las fichas, los Evangelios estarían contados a la manera de Tarantino y sus alteraciones del tiempo narrativo lineal: Pulp Religion. O Pulp Resurrection, si les gusta más. Se ve que sentí afinidad ya de chico con esos barbudos: ¡si coleccionaban la misma historia cuatro veces, debían padecer el mismo TOC que yo!

No se puede negar el peso de las grandes religiones sobre nuestra cultura, la política y, finalmente, sobre la Historia con mayúsculas. Pero la importancia que se les concedió deriva del hecho de que se valoraba a esos textos como verdad absoluta, el ADN de nuestra realidad; cuando, en esencia, se trata de libros que antologizan historias mezcladas con preceptos morales y perlas de sabiduría vital. (Hubo algunas que también hicieron download en mi alma. Cosas como Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre al Reino de los Cielos. O el personajazo que es Jesús, cuyo milagro más notable no fue cambiar agua en vino sino transmutar la figura de Dios —que hasta entonces era sólo Macho, Autoridad, Cólera, Trueno, Castigo— en Amor universal, y por ende abierto a la pluralidad de géneros.)

Existen nociones que moldearon nuestras vidas y ayudaron a convertirnos en quienes somos porque las creímos reales, cuando nunca dejaron de ser un relato más. Cuentos horneados a partir de los mismos ingredientes que la fantasía misma. Libros a los que conferimos un valor descomunal, sí... pero libros al fin.

En el orden nuevo de mi biblioteca, los grandes textos religiosos están ubicados entre los clásicos de la literatura.

 

 

 

El libro más prohibido

Existe además otro relato que marca nuestras vidas de modo palpable, a pesar de que no deja de ser una construcción intelectual; una bestia inasible, hecha de polvo y de sueños como Moisés, Hamlet, Totoro y Deadpool. Me refiero a la democracia.

Cuando yo era chico, ese fue un libro que no pude leer. Se lo mencionaba mucho, pero no estaba en ninguna librería. Nací a comienzos de 1962, bajo el gobierno de un Frondizi que sólo había llegado a la primera magistratura gracias a la proscripción del peronismo; y como todos sabemos, cuando se proscribe al partido político mayoritario, la definición de democracia no aplica. En el mejor de los casos se trata de un producto degradado. Rezonguen y pataleen pero no hay tu tía, decían los gallegos de mi escuela: por más que insistan, el de malta no es café.

Después vinieron Guido, Illia, Onganía, Levingston, Lanusse. Durante todo ese período, lo más cerca que estuve de algo parecido a la democracia se debió a un encuentro fugaz en un restaurant de Córdoba. (¿Alta Gracia? Ya no tengo a mis padres para pedir precisiones.) Un viejito se acercó y me revolvió el pelo con ternura. "Es el doctor Illia", murmuraba la gente, que lo trataba como a una celebridad. Pero don Arturo pertenecía —insisto— a la categoría malta como Frondizi: habrá sido el más honesto de los tipos, pero sólo gobernó gracias a que el peronismo estaba proscripto. Close, but no cigar se dice en el norte de América. Parecido no es lo mismo, diríamos por acá.

 

 

Mi primer oportunidad de hojear Democracia me llegó a los once, cuando tantos otros libros se le habían adelantado a la hora de dejar en mí su marca indeleble. Debo haber entendido pronto que en una democracia de verdad —esto es, no durante una dictadura ni una democracia trucha como las que me eran familiares—, el candombe era grande y frecuente. Mi primer Presidente democrático con todas la de la ley fue, sí, el Tío Héctor. Enseguida hubo nuevas elecciones, en las que el General arrasó. (Recuerdo a mi madre, que venía de prosapia gorila y no había caído lejos del árbol, reflexionando en voz alta: "Si un hombre de esta edad decide regresar del exilio, después de tantos años, para hacerse cargo de este país, debe estar decidido a hacer las cosas bien". ¿Se habrá animado a votarlo en el '73? Otra vez: ya no puedo saberlo.) Todos sabemos cómo terminó eso. Diría Mark Twain, el autor de tantos libros que me sedujeron durante mi vida pre-democrática: "Dejemos caer un compasivo velo sobre el resto de la escena".

Suele afirmarse que conviene aprender un segundo idioma durante la infancia, cuando la mente todavía está verde y se embebe como esponja. ¿Qué pasa entonces si uno recién pisa una democracia cuando es grande? ¿Seguirá verbalizándola con torpeza, aun cuando domine sus rudimentos? ¿Se las arreglará para expresarse a través suyo, a pesar de no naturalizarla nunca? Me pregunto si nuestra obsesión por ella no derivará de su carácter de libro largamente prohibido. Para mi generación, al menos, compartió otra característica con los volúmenes censurados de la época: no nos dejaron leerlos a tiempo, en el momento que hubiese sido ideal para asimilar su narrativa de manera orgánica. La democracia fue una lectura tardía.

¿Explica esto por qué hay tantos que se llenan la boca con ella pero en el fondo no la entienden o la desprecian y la boicotean cada vez que pueden — por ejemplo, en el cuarto oscuro? Existen libros prestigiosos —Democracia sería uno de ellos— que la gente menciona para darse dique e incluso ha comprado, pero raramente lee y hasta le fastidian porque su lectura supondría un esfuerzo que no están dispuestos a hacer. Buena parte de la sociedad argentina es superficial e histérica, para describirla no hace falta un libro. Basta con el verso de una canción que entonaba Luca Prodan: No sé lo que quiero pero lo quiero sha, así, escrito y dicho con ese hache a.

Para los demás, Democracia es un librazo. Uno que codiciamos durante los años en que no se lo conseguía. Que finalmente leímos, aunque en ediciones y traducciones que dejaban bastante que desear. Y que extraviamos, ay, durante la última mudanza.

Eso sí: entre los libros que conservamos quedó una farsa basada en el relato original, que lo tuerce al final para ponerse trágica.

 

 

Clásica y moderna

¿Y qué contaría Democracia, en tanto relato vertebral a nuestras vidas? La aventura física e intelectual que condujo a un pueblo, curtido por experiencias desgraciadas, a darse una forma de gobierno virtuosa; que sus ciudadanos sostienen mediante aportes voluntarios, contribuyendo a un equilibrio de poderes que evite abusos y atienda las necesidades de todos, empezando por los menos afortunados.

Imagino lo que están pensando: Este libro pertenece al género de la utopía. Nuestra cabeza tiende a disparar para ese lado, porque las utopías estuvieron prohibidas durante mucho tiempo y ahora vemos sus fantasmas por todos lados. Pero las nuevas generaciones piensan distinto. Para ellas no hay nada utópico en Democracia. Lxs jóvenes la leen como un relato realista, pasional, bien terrenal, aunque con un toque épico que le queda pintado.

Es lógico. Ellos no tuvieron que ir a la biblioteca para oír de Democracia. Se enteraron de qué iba en las calles, en las escuelas, en sus casas. Lo primero que leyeron fueron las paredes, aquello que pintaban sobre el tema las tribus y las bandas. Y desde entonces prefirieron actuarla a consultar el libro a cada paso: durante más de una década la interpretaron en todos los rincones, como si fuese una versión en vivo de 1789 de Ariana Mnouchkine, pero a la criolla.

Y siguen haciéndolo hoy, porque no se resignan a que se haya perdido en la mudanza. Un libro es una cosa física y los objetos contundentes no se desvanecen en el aire. Por eso son más, a cada semana, los que salen a buscar por las calles. Esta es una generación que no tolera desapariciones.

Para aquellos que amamos la narrativa, armar la biblioteca es un modo de reconsiderar los relatos que nos dieron forma, las creaciones que ayudaron a crearnos. Esta vez creo que lo resolví con practicidad y elegancia.

Cuando me pregunté dónde metería Democracia, no dudé: en el estante a la altura de mis ojos, allí donde van los libros que considero esenciales, los que cargaría en la mochila si tuviese que partir con mis tesoros a cuestas. Los autores que considero más grossos: Homero, Dante, Shakespeare, Dickens, Melville, Salinger y, de los nuestros, Walsh.

Tan pronto la idea cuajó en mi mente, descubrí —qué curiosidad— que de esas obras magnas, Democracia es la única cuyo autor es colectivo; y que en su mayoría está compuesto por jóvenes de todos los géneros, colores y clases sociales.

A diferencia de Shakespeare & Co., la muchachada que hoy lleva adelante la escritura de este clásico contemporáneo está viva, y del modo más glorioso.

 

 

 

 

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