LA HORA DE LA POLÍTICA

Deberíamos ser capaces de enarbolar otros paradigmas para organizar nuestra vida en sociedad

 

¿Volver a la normalidad?

Pese a los ríos de tinta vertidos por pretendidos filósofos de la pandemia, el fenómeno es tan inédito y abarcador que es imposible anticipar certezas de cómo será el mundo, cuando no existe la mínima distancia necesaria como para analizar en perspectiva. A lo máximo que se puede aspirar, en medio de una obra que es interpretada al mismo tiempo que se va escribiendo el libreto, es a formular las preguntas correctas y a delinear posibles escenarios con la mayor honestidad intelectual posible.

Además, a la filosofía le corresponde analizar el mundo, pero es la política la que debe transformarlo. Y para transformarlo hay que intervenir.

La pregunta más frecuente es: ¿cómo será la situación cuando volvamos a la normalidad? Yo me animo a una pregunta dentro de la pregunta. ¿Estamos convencidos de que queremos volver a "aquella" normalidad?

Desde luego que no me refiero a retornar a los afectos, los encuentros, la proximidad. Sino a un modelo de desarrollo fundado en dos principios depredadores de todo humanismo: la obtención de la máxima tasa de ganancia posible como eje organizador de nuestras vidas, y el individualismo más acendrado como método para obtenerla.

Gracias a eso, se llegó a un paroxismo tal que la naturaleza nos niega en la cara una habitabilidad sostenible en el planeta a través de catástrofes ambientales que se cobran muchas más vidas que este virus, pero que hemos naturalizado.

Por eso, terminar la cuarentena debería llevarnos a organizar nuestra vida en sociedad desde otros paradigmas, porque de lo contrario sólo será una suerte de intervalo o cuarto intermedio hasta que llegue el próximo cataclismo.

El Covid-19 nos sitúa ante una situación inédita, pero la precede una enorme crisis del planeta aunque no la percibiéramos como tal, debido a la omisión de las cadenas de comunicación hegemónica a nivel mundial, que nos llevan a naturalizar los millones de muertes que se producen anualmente como consecuencia del hambre, la contaminación y otros factores críticos.

Si nuestra relación con la naturaleza se había deteriorado, y el haber frenado el frenesí por el consumismo es el factor que está revirtiendo la fase más aguda de ese deterioro, si restableciéramos el desmesurado ritmo de producción con su consiguiente derroche de energía y emisiones tóxicas, etc., eso implicaría retomar el camino de la catástrofe.

The Economist, entre otros medios, anticipó durante los primeros tiempos del virus que serían los países con mayor “libertad de información” –dicho esto desde la perspectiva neoliberal, obviamente— los más preparados para enfrentarlo. Esto no fue más que una mera propaganda, porque en realidad, fue de los gobiernos más neoliberales de donde se recibieron las peores respuestas.

El concepto de “Primer Mundo” como sinónimo de papel rector de nuestra civilización debería ser redefinido, desde el momento en que son los propios Estados Unidos, el Reino Unido y otros países desarrollados de Europa, los que arrojan el mayor número de muertes y la menor contención social y sanitaria, a partir de la destrucción de sus respectivos sistemas de salud. La presencia de tumbas colectivas en Hart Island, o el descubrimiento de 200 cadáveres en estado de putrefacción en ese mismo estado de Nueva York, la meca del consumismo y la financiarización mundial, resquebrajan definitivamente la solidez de aquel concepto de “Primer Mundo”. Es tan falaz la dicotomía “o economía o salud”, que los Estados Unidos arrojan a la vez el mayor número de muertes y el mayor número de nuevos desocupados.

Por el contrario, los países con mayor grado de organización social y mayor presencia del Estado, vienen mostrando las mejores respuestas. Aunque se trata, paradójicamente, de países estigmatizados por el sistema de comunicación hegemónico. Tal el caso de la escasez de afectadxs en Venezuela, el control de la pandemia en China, y la ayuda brindada por el sistema de salud de Cuba a diversos países. La realidad y varios pueblos del mundo les ha levantado el bloqueo, más allá de que la tozudez de algunos líderes políticos decadentes se obstine en mantenerlo. Los resultados verdaderos obtenidos frente a la pandemia por países estigmatizados por el poder como Cuba y Venezuela superan el mito construido por ese mismo poder en cuanto a cuáles son los países en los que debiéramos referenciarnos.

Gobiernos europeos como los de Francia y Alemania han propagado un discurso más afín con nuestra visión del Estado y la solidaridad, cuya honestidad intelectual sólo podrá quedar demostrada por el paso del tiempo. Será la política que ellos desplieguen a partir de la superación de las fases más agudas de la crisis, la encargada de decir si Emmanuel Macron y Angela Merkel fueron sinceros en su perspectiva social, o si se trató de un mero oportunismo que, una vez sorteado lo peor, los devuelve al universo de intereses financieros que representaban.

 

 

 

Cierto alivio argentino

En el caso argentino, en contraste con Brasil, deberíamos valorar y sentirnos profundamente aliviados, ser conscientes de lo que significa tener un gobierno que se hace responsable de la situación. No exento de cometer errores, y con la humildad de reconocerlos y rectificarlos, nuestro Presidente ha dicho criteriosamente: “Estamos sobre el escenario, representando una obra al mismo tiempo que escribimos el libreto”.

La situación es inédita, muchas de las medidas se llevan a la práctica por primera vez y generan consecuencias que desconocíamos, y que llevan a nuevas medidas reparatorias de esas consecuencias, y así sucesivamente. Pero siempre guiadas por la premisa de que la opción “economía o salud” es una dicotomía falsa: si no se ofrecen las mayores medidas posibles de prevención de la salud, la economía termina por derrumbarse.

Pero además, pocos gobiernos han apoyado con tanta intensidad a la sociedad civil con medidas reparatorias de la debacle económica causada por el freno a la producción y la caída de ingresos. La asistencia alimentaria, el subsidio de emergencia a trabajadorxs informales, el aumento especial de la asignación universal y las jubilaciones mínimas, el congelamiento de tarifas y el aplazamiento en el pago de cuotas crediticias, el crédito blando a las empresas pequeñas y medianas, hasta llegar a sostener el 50% de la masa salarial que deben pagar las empresas afectadas, certifican nuestra afirmación.

Además, aún con deficiencias, hizo un planteo discursivo y ha tratado de intervenir sobre las políticas abusivas de los bancos que se negaron a entregar dichos créditos, de grandes monopolios formadores de precios y de las grandes empresas que recurrieron a los despidos masivos. Y ha consentido el impuesto a las grandes fortunas, la formación de una comisión legislativa para la investigación del endeudamiento y el establecimiento de responsabilidades; y presentó a los acreedores externos una propuesta digna de restructuración, que aplaza los pagos hasta 2023 y rechaza el ajuste social como mecanismo para satisfacer los vencimientos a los que el macrismo se había comprometido. El Ministro de Economía planteó una reforma financiera y el Presidente anticipó su apoyo a una profunda reforma tributaria.

Es decir, las y los argentinos contamos con un gobierno que se ha hecho cargo tanto de la prevención de la salud como de la asistencia económica de la población, a diferencia del comportamiento de otros gobiernos del hemisferio. Eso le ha conferido una alta aceptación social, acompañada de una mayor conciencia moral de la sociedad respecto de valores hasta hace poco denostados como el Estado y la solidaridad.

Sin embargo, esa mayor conciencia moral no se transforma automáticamente en mayor fuerza política, a menos que se intervenga activa, eficaz y estructuralmente sobre los núcleos generadores de poder político, tanto en el plano económico-financiero como en el simbólico.

Ha caído estrepitosamente el precio del petróleo, causa principal de las guerras más atroces del pasado reciente. Y ha subido el precio del arroz. Hemos demostrado que podemos vivir con el diez por ciento de la ropa que tenemos, y también gastando el diez por ciento de combustible con nuestro automóvil, por poner ejemplos aleatorios. Y eso el capitalismo globalizado no lo perdona.

Si la política –la filosofía analiza, la política transforma— no interviene para transformar esa mayor conciencia moral en mayor capacidad de acción concreta, en mayor incidencia sobre la organización social y sobre la realidad cotidiana de cada uno y una de nosotros, el poder financiero no sufrirá más que unos leves raspones, y con la fortuna que tiene acumulada invertirá en el poder simbólico. Así, una media docena de series de Netflix y un par de superproducciones de Hollywood para ver “sólo en cines”, se encargarán de resignificar la realidad a su modo y según sus intereses, y toda esa conciencia moral acumulada se irá “desvaneciendo en el aire”.

 

 

 

La disputa hegemónica

Retomo un pantallazo del mundo para volver luego sobre “qué significa intervenir”. La pandemia aceleró la competencia por la hegemonía mundial entre los dos ejes que ya la venían disputando con anterioridad. El eje nor-atlántico, heredero de la filosofía cartesiana, la física de Newton, la Ilustración, el positivismo y la democracia liberal como pilares de la modernidad, por una parte. Y el eje eurasiático, portador de otra genealogía cultural y religiosa, de otras tradiciones, modalidades e identidades. De otro modo de estatalidad y de organización social. De otros ritmos.

Por eso considero que el mundo, y en particular nuestra situación como países dependientes, periféricos y subdesarrollados, no sería igual según cómo se defina esa disputa. Pero no nos adelantemos.

El primero de esos ejes geopolíticos que marcó la tendencia mundial durante los últimos cuatro siglos, obstinado en ponderar lo europeo y lo anglosajón como lo universal, muestra que todos sus indicadores y su influencia sobre áreas cada vez mayores del planeta está en decadencia. Con el otro eje ocurre lo contrario.

El primer eje, paladín del libre comercio y el multilateralismo, se aleja de esto último con su ausencia del Tratado por el cambio climático, su retiro del Acuerdo nuclear con Irán o el desfinanciamiento de la OMS. Y al aplicar medidas proteccionistas, o al menos así lo son en apariencia. Pero estas medidas se acotan a ciertas áreas de la guerra comercial, sin alterar siquiera mínimamente la potencia del capital financiero globalizado, cuya tendencia a la trasnacionalización y concentración no sólo se ha mantenido, sino que se incrementa.

El otro eje, el eurasiático, siempre más asociado al proteccionismo y al control social, incorpora capital privado y reglas del mercado, impulsa la movilidad social ascendente y promociona acuerdos comerciales y de inversión. Parecería una paradoja, pero no lo es.

Como dije, y pese a cierta prédica de Trump hacia la relocalización del capital, el eje nor-atlántico sigue siendo el campo de expansión del capital financiero globalizado, que tiende a monopolizarse, que se expresa a través de colosales corporaciones de alimentos, medicamentos, biotecnología, petróleo y armamentos. Y propicia, aunque todavía no lo haga explícitamente, la eliminación lisa y llana de la categoría del Estado-nación, el modo que los diversos pueblos del mundo habíamos encontrado para identificarnos.

Desplegando todo su arsenal disponible para construir y manipular el llamado “sentido común” de la población mundial, no cesan de identificar al Estado y a la política como anacrónicos, inútiles y corruptos. Para estas grandes cadenas de alcance mundial, que se pretenden portadoras de la eficiencia, la innovación y el liderazgo tecnológico, el futuro –siempre en términos discursivos y no reales— se fundamenta en que lo económico subordine a lo político.

En cambio, el ingreso de capital privado a los dos grandes países del bloque eurasiático, China y Rusia, no ha recortado el control estatal sobre el mismo: la política subordina a la economía. Además, en todos los foros internacionales han defendido la estatalidad. Con mayor o menor éxito, se han pronunciado en favor de la autodeterminación de Corea del Norte, Irán, Siria, Palestina o Venezuela. En el mismo sentido en que lo ha hecho, en lenguaje simbólico, el Papa Francisco.

Por eso, aunque en la superficie aparezca su reciente apoyo al fortalecimiento de organismos y consensos multilaterales, son quienes expresan dos valores a mi juicio centrales para el desarrollo de países como la Argentina y de regiones como Nuestra América: ruptura de la unipolaridad y preservación de la estatalidad.

 

 

 

5G

Lo que está en juego entre las dos mayores superpotencias, China y los Estados Unidos, no es el monto de unos aranceles en la contienda del comercio bilateral, sino el paradigma alrededor del cual se organizará el proceso productivo de aquí en más: la tecnología de 5ta generación, el 5G.

Así como, en su momento, la revolución industrial marcó las pautas de una nueva ecuación productiva entre las nuevas tecnologías aplicadas a la producción, la tasa de ganancia del capital y el universo del trabajo; así como luego la crisis de 1929 surgió el Estado benefactor apoyado sobre el modo taylorista de producción; y así como a partir de la revolución tecnológica de los '80 y la desregulación financiera se reconfiguró el capitalismo mundial desde su fase productiva hacia la actual fase financiera; así, el 5G será de aquí en más el patrón tecnológico que marcará la movilidad de recursos, la velocidad, y la eficiencia de los nuevos modos de producción, así como sus consecuencias sociales.

En este, como en otros aspectos, China comienza a ostentar la delantera. Y eso ha desatado una feroz agresividad y difamación contra ella en todos los terrenos, de parte de quienes vienen perdiendo la batalla.

 

 

 

Nuestra región

Por su parte, las instancias de integración que se lograron en América Latina durante el primer tramo del siglo XXI a partir de los gobiernos populares, sufrieron un ostensible retroceso. De no haberse interrumpido la coordinación que existía entre los Ministerios de Defensa y de Salud de UNASUR, la región estaría hoy en mejores condiciones para responder a los desafíos de la pandemia.

Al haber cambiado el mapa político, organismos como CELAC y UNASUR e iniciativas como el ALBA o Petrocaribe han retrocedido, permitiendo el resurgimiento de la OEA, por contar con una estructura mucho más arraigada. Ahora bien, con esa estructura institucional, sumada a las herramientas tecnológicas con que cuenta en la actualidad, la OEA –organismo con más sombras que luces democráticas en su historia— debería haber estado mucho más presente en defensa de la salud de los pueblos del hemisferio. Los informes de los ministros de defensa o de la Organización Panamericana de la Salud no alcanzan a cubrir las expectativas que el sistema interamericano estaría en condiciones de realizar, si efectivamente cumpliera su misión política desde una perspectiva humanista. Al menos en dos aspectos centrales: la coordinación de la repatriación de nacionales, a través de una acción mancomunada en puestos de fronteras y aeropuertos; y en la provisión a escala continental de insumos sanitarios. Lamentablemente no puso en estas cuestiones sociales y humanitarias el mismo énfasis con que sí lo hizo para inmiscuirse en asuntos internos de países hermanos, que han sido satanizados por los intereses pro-imperialistas.

 

Argentina y la construcción de sentido

En la Argentina se debate alrededor de un impuesto del 1% a un puñado de fortunas espeluznantes. A sus poseedores y a su descendencia, no le alcanzarían varias vidas para gastarlas, aun en medio del máximo de los lujos imaginables. Además, debido a sus contactos con elevados círculos de especulación financiera, lo recuperarían en un abrir y cerrar de ojos. A su lado, un paisaje social de creciente vulnerabilidad. ¿Cuál de los dos universos debería acudir en ayuda del otro? ¿Cómo puede costar tanto que se entienda lo obvio? Sin embargo, fue más sencillo rebajar un 25% el salario de una gran masa de trabajadores, que aplicar ese impuesto, lo que está todavía en proceso.

Está muy vigente aun en una parte importante de nuestra sociedad, la aceptación del mito que dice que gravar a los grandes empresarios resiente el clima de inversión, cuando la realidad indica que en cada período de gobierno neoliberal que rebajó los tributos a las capas de mayores ingresos, el resultado fue la mayor concentración la riqueza, la evasión impositiva y la fuga de capitales, para depositarlos en cuentas offshore y drenar de esa manera el capital social para la construcción de viviendas, rutas, escuelas y hospitales y prestar mejores servicios a la comunidad. Alimentando así el círculo vicioso de vaciar de recursos al Estado, para luego acusarlo de ser obsoleto e ineficiente, restarle capacidad de regulación, y así ganar vía libre para exacerbar y profundizar el drenaje.

Del mismo modo, permanecen vigentes ideas como que el dinero de los bancos es de los banqueros y no de los ahorristas; el de los hipermercados es de ellos y no de los consumidores; que las empresas son las que dan trabajo y no que los trabajadores y trabajadoras son quienes producen la riqueza de las empresa; que el fruto de la fertilidad extraordinaria de nuestras tierras es de las multinacionales de la biotecnología y no un patrimonio público; que el resultado económico de la comunicación social —un bien público que se propaga a través del espacio público— debe ser de las empresas privadas; o que la educación, la salud, la vivienda o los servicios públicos son una mercancía y no un derecho humano.

Decía Ortega y Gasset: “Las ideas las tenemos, en las creencias estamos”. Esto es, resulta mucho menos difícil cambiar una idea que salir de una creencia. Y estos componentes del sentido común de una parte importante de las y los argentinos –ese conjunto de paradigmas lógicos y éticos con que organizamos nuestra percepción e interpretación de la realidad— anidan en el plano de las creencias, que es mucho más profundo que el de una determinada ideología.

Esas creencias profundas de una parte de la sociedad argentina se fue acumulando capa sobre capa a través de la construcción de una suerte de "discurso oficial" que inundó a nuestras escuelas a partir de los primeros manuales de instrucción pública, de la prédica de la prensa dominante, de la educación religiosa y de los modelos culturales importados de Europa por los hijos de las familias más poderosas de nuestra oligarquía terrateniente, tan competente para crear y expandir valores, climas y humores sociales.

El que domina, nomina. Por eso pudieron instalarse valores como que hubo una "campaña al desierto" que se cobró miles y miles de vidas, es decir, que no tuvo lugar en un desierto. Valores como asociar la grandeza del país sólo a la prosperidad rural, aunque se tratara de una riqueza no distribuida. Valores como que los próceres encumbrados por los libros de historia liberal de la Argentina no tenían ideología política y por lo tanto no afectaron ningún interés económico de clase. Valores como que la causa de la pobreza es la pereza de quien la sufre y no la inequidad estructural de nuestro sistema económico y de poder.

Los períodos de gobierno nacionales y populares emprendieron una valiosísima construcción contra-hegemónica. No obstante lo cual, nuevas capas fueron abonando aquella plataforma del pensamiento argentino más profundo. En los años '60, el canal 13 de Goar Mestre, que todavía nada tenía que ver con Clarín, se encargó de modelar la idiosincrasia de nuestras clases medias más acomodadas emulando el estilo de vida que exportaba el triunfalismo estadounidense, de modo de estandarizar nuestros gustos en indumentaria, disposición del mobiliario y decoración de los hogares y lugares de trabajo, e imponer pautas de consumo en favor de los automóviles y electrodomésticos de la época. Pero sobre todo, enviando un mensaje subliminal de aceptación de una sociedad estratificada, donde las diferencias de rol entre los géneros estuvieran bien marcadas, y bien diferenciadas las preferencias de los sectores medios profesionales respecto a las de los operarios fabriles y otros asalariados.

Al correr de los años, de allí, a culpar a los movimientos sociales y al Estado que los asiste de los problemas de un país saqueado por los poderosos y no por los humildes, sólo iba a mediar un paso. Por eso se acepta tan fácilmente una rebaja de 25% en los salarios, y hay que discutir tanto tiempo el impuesto del 1% a las grandes fortunas.

Por todo esto, actuar sobre el sentido común y la colonización intelectual de nuestra sociedad es una tarea mucho más ambiciosa que una ley antimonopólica, sino que implica escarbar y remover algunos de los cimientos más consolidados de nuestra cultura.

 

 

 

Corolario

En definitiva, la inesperada y desconocida situación que atraviesa el mundo ha creado un entorno social y cultural –hasta ayer aferrado al individualismo más acendrado y contrario a todo lo que oliera a Estado— mucho mejor predispuesto a valorar el papel del Estado y de la solidaridad social.

Pero desde una mayor conciencia ética de la sociedad no se pasa linealmente a una mayor fuerza política para consolidar estas nuevas categorías. Para ello hay que intervenir proactivamente sobre los núcleos generadores de poder, tanto económico como simbólico: monopolios, bancos, formadores de precios, grandes cadenas de medios hegemónicos. De lo contrario, el final de esta cuarentena no será otra cosa que un cuarto intermedio hasta que una nueva catástrofe, siempre causada por el desenfreno de un capitalismo exacerbado, se nos presente ante nosotros.

Para evitarlo, deberíamos ser capaces de enarbolar otros paradigmas para organizar nuestra vida en sociedad. Delinear nuestra vida sobre otros valores, con otros ritmos. Modelar nuestra idea de la felicidad desde otras perspectivas, más humanistas, más solidarias, más colaborativas, menos competitivas, menos individualistas. Construir otro tipo de relación entre la ruralidad y la urbanidad, otra relación entre la sociedad y la naturaleza, más amigable, menos agresiva, de modo de preservar las energías finitas con que cuenta el planeta y que han costado tantas guerras, tantos millones de vidas, tanta miseria, tanto desamparo, tanta angustia. Repensar el modelo urbano, la edificación, el trasporte. Darnos tiempos para contemplar, para crear, para relacionarnos más espiritualmente.

Esto reducirá seguramente la tasa de ganancia de muchos poderosos, aminorará el ritmo de reproducción del capital financiero, pero nos permitirá vivir en un mundo mejor. Es hora de la política, en el más noble, íntegro y profundo de sus sentidos.

 

 

 

 

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