La hora de los civiles

La complicidad entre núcleos de poder extra-militares y el terrorismo de Estado

 

Veinticuatro trabajadores de Ford fueron secuestrados entre 1976 y 1977, la mayoría de los cuales eran miembros de la comisión de delegados sindicales (Comisión interna). Todos eran activistas laborales sin afiliación política activa.

Muchos de ellos permanecieron desaparecidos entre treinta y sesenta días. Algunos fueron secuestrados en sus casas y llevados a dos comisarías, las de Tigre e Ingeniero Maschwitz, que funcionaban como centros clandestinos de detención. Otros fueron apresados directamente en la fábrica, donde fueron retenidos durante horas, torturados, y luego conducidos a las comisarías mencionadas: allí permanecieron por semanas en condiciones extremadamente precarias. En el complejo fabril, por si fuera poco, los represores habían usado un quincho como centro transitorio de detención y tortura.

La empresa automotriz tenía línea directa con la Junta Militar, sobre todo con el ex general Santiago Omar Riveros, quien estaba a cargo del Comando de Institutos Militares, con jurisdicción sobre la zona. Fueron los propios directivos de la empresa quienes confeccionaron un listado de trabajadores, incluidos legajos personales y fotografías, y aportaron la logística –vehículos para los operativos, varios de ellos en la propia fábrica– para las detenciones ilegales. El signo de lo siniestro fue alimentado desde los talleres mecánicos: una serie de Ford Falcon, verdes y sin patente, listos para salir a secuestrar.

Poco tiempo después, en un periplo extenuante, los trabajadores fueron trasladados a diversas penitenciarías de todo el país: pasaron casi un año en prisión sin que se presentaran cargos formales contra ellos. Los veinticuatro fueron finalmente liberados en diferentes momentos de 1977, pero tuvieron que soportar años de vigilancia de las fuerzas de seguridad en sus domicilios. Era una “libertad” restringida, convertida en prisión a cielo abierto. En algunos casos, como el del obrero Ismael Portillo, controlaron de cerca sus movimientos hasta un par de años después de la transición a la democracia en 1983. Una persecución kafkiana que nunca cesó.

Consecuencia de la represión y como una marca infernal sobre sus cuerpos, los trabajadores se vieron perjudicados íntimamente por los efectos de la violencia; muchos de ellos, incluso, sufren enfermedades hasta la fecha. También les resultó casi imposible encontrar trabajo en el mismo rubro luego de su salida de la cárcel. Y algo no tan contado en las historias de las víctimas del terrorismo de Estado: sus familias pagaron un costo altísimo por este proceso, ya que la detención de los trabajadores las dejó sin apoyo económico, teniendo a su cargo el cuidado de los hijos e hijas y, a la vez, la búsqueda de sus maridos. Una vez que lograron hallarlos, vivieron la odisea de las visitas a la cárcel, donde debieron soportar la extrema violencia dentro de los centros penitenciarios que se ejerció contra las familias de los presos.

Escrito por Eduardo y Victoria Basualdo, “El caso Ford Motor Argentina y la dictadura” –que concentra en total 37 víctimas y 24 desaparecidos, y por el cual el año pasado la Cámara Federal de Casación marcó un hito al confirmar las condenas de dos ex ejecutivos de la empresa, Pedro Müller y Héctor Sibilla, por los mencionados 24 secuestros de obreros de la corporación automotriz–, forma parte de la reciente publicación Responsabilidad civil en delitos de lesa humanidad, un conjunto de textos y autores en el marco de la colección “Repertorios. Perspectivas y debates en clave de Derechos Humanos”, de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Con rigor analítico, debate interdisciplinario y profundidad académica, el cuadernillo aborda un tema clave –y bastardeado adrede por los grandes grupos de poder en la Argentina– para la comprensión del terrorismo de Estado: la responsabilidad de sectores civiles por su complicidad con las Fuerzas Armadas.

 

 

 

 

Complicidad civil que, como se explica en la publicación, se utiliza tomando la propuesta de la Comisión Internacional de Juristas sobre complicidad corporativa: allí se define que se es cómplice “si se asiste en la violación de derechos humanos, si de esa manera se 'hace posible', 'torna más fácil' o mejora la 'eficiencia' en la comisión de tales crímenes”. Si bien en la Argentina existe una Unidad especial de investigación de delitos de lesa humanidad cometidos con motivación económica, el capítulo sobre los responsables empresariales, eclesiásticos y judiciales es el que más resistencias y demoras suele acarrear. En el caso de Ford, los testimonios habían sido parte de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en el regreso de la democracia, pero recién fueron ventilados ante un tribunal a partir de 2017.

Aunque su foco central es el caso argentino, la publicación retoma contribuciones regionales e internacionales, lo que le da un carácter universal, con el aporte de un conjunto de disciplinas científicas – a través de participaciones de organismos como el CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales) y FLACSO (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales). De esa forma se abordan aristas históricas, conceptuales y legales. El cuadernillo, en rigor, trasciende intencionalmente frases hechas que se han repetido hasta hoy como “las empresas financiaron el golpe” o “la sociedad fue cómplice de la dictadura”, y lo hace bajo un análisis específico y con fundamentación empírica. Aparecen textos, entre otros, sobre la responsabilidad bancaria y los modos de financiamiento del terrorismo de Estado, por Juan Pablo Bohoslavsky y Veerle Opgenhaffen; Federico Delgado describe el sistema administrativo y criminal de apropiación ilegal de empresas montado en la Comisión Nacional de Responsabilidad Patrimonial (CONAREPA), así como las investigaciones judiciales llevadas adelante en este campo y, por su parte, Damián Loreti expone la complicidad editorial de los medios de comunicación más importantes del país y los beneficios económicos que estos recibieron a cambio, incluyendo el caso “Papel Prensa”.

Con el afán de sistematizar desde el riñón del Estado casos e investigaciones que circularon en juicios y por voluntades individuales, Responsabilidad civil en delitos de lesa humanidad reconoce un punto fundamental en la mirada sobre el pasado reciente: dado el conocimiento existente y probado de las responsabilidades de las estructuras militares –algo no común en otros países latinoamericanos, donde todavía resta aplicar un verdadero proceso de justicia desde el Estado–, es hora de profundizar en la memoria histórica el entramado con otros núcleos de poder. Sin ir más lejos, como se reconoció en la emblemática sentencia de Ford, la empresa actuó mancomunadamente con las fuerzas represivas para disciplinar a sus empleados, que se habían organizado activamente en los '70. “Para eso fue decisivo el trabajo en conjunto con los directivos, a fines de individualizar y acallar a sus dirigentes gremiales, proscribir las huelgas y organizaciones sindicales y evitar de ese modo cualquier entorpecimiento que pudiera repercutir negativamente en los niveles de producción”, había expresado el juez Alejandro Slokar en el veredicto de 2021.

“Esta línea de análisis pone de manifiesto las conexiones entre los procesos represivos y los retrocesos en derechos fundamentales en el campo social y laboral, resaltando en primer plano el papel histórico de la clase trabajadora en el proceso de defensa de dichas conquistas”, dice la introducción de Responsabilidad civil en delitos de lesa humanidad. No fueron casos aislados ni ilícitos individuales. Se trata del aparato estatal como pillaje organizado: la implementación de un plan económico y de mutuo beneficio para los socios del sistema, con rol activo de la Comisión Nacional de Valores, el Poder Judicial y los bancos, que convalidaron operaciones de traspaso, balances y financiación, al mismo tiempo que aniquilaban a todo aquel que lo cuestionara.

No en vano, a lo largo del cuadernillo, se explica cómo se fueron implantando –a partir de la confluencia de esas complicidades, con mucho terreno aún por avanzar– los pilares de un nuevo modelo socioeconómico, vigente hasta la actualidad. Y lo hace bajo las siguientes conclusiones:

 

  • La última dictadura cívico-militar en la Argentina no se trató de una campaña criminal de un puñado de psicópatas y desprovista de cualquier racionalidad, sino que contó con la programación y colaboración interesada de grupos de poder empresarial, eclesiástico, financiero, periodístico y judicial. Y todos orientados hacia un objetivo en común: la reconfiguración de las relaciones sociales, económicas y políticas de la sociedad argentina, dando inicio y consolidando las bases del neoliberalismo en el país.
  • La desregulación selectiva de mercados, el desmantelamiento del Estado de bienestar, las privatizaciones, la apertura comercial, la liberalización de la cuenta de capitales, la desigualdad y el individualismo son algunas de las características más tipificantes de la dimensión productiva del terrorismo de Estado.
  • Si bien la Argentina ha avanzado en materia de verdad (con investigaciones de organismos de derechos humanos, académicos y algunas de la propia administración estatal), memoria (museos, señalizaciones y sitios de memoria) y rendición de cuentas de los actores civiles cómplices y judiciales del terrorismo de Estado (por ejemplo, hay al menos 23 causas judiciales por responsabilidad y complicidad económica, y 11 por complicidad judicial), se necesita ampliar y profundizar esta agenda a fin de cumplir cabalmente con los estándares vigentes en materia de justicia transicional.
  • Hasta 2015 se abrieron archivos e instancias de investigación referidas a la relación entre actores corporativos y el terrorismo de Estado. Sin embargo, entre 2015 y 2019, un número de tales iniciativas fueron vaciadas, desfinanciadas o directamente clausuradas. Reabrirlas y motorizar estas líneas sería un paso importante porque este tema (“empresa y derechos humanos”), lejos de quedar desactualizado, posee una actualidad innegable. En ese marco, es imprescindible poner en marcha la Comisión Parlamentaria Bicameral de Identificación de las Complicidades Económicas y Financieras, establecida en 2015 mediante la ley 27.217.

 

 

 

 

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