Parecía otro mundo, pero hubo un tiempo no tan lejano, aquellos largos ‘70, en que se creía que el capitalismo iba a morir y los países imperialistas serían derrotados hasta desaparecer. En ese tiempo de obras radicales y vanguardistas, dos jóvenes, Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino, cruzaron sus caminos para armar una película de género difuso. Constaba de tres partes, con más de cuatro horas de duración y rodada casi en la clandestinidad bajo un presupuesto escaso: algo definitivamente nuevo en la cinematografía argentina.
Se llamó La hora de los hornos. La experiencia de su proyección y de la creación del Grupo Cine Liberación, con los cineastas amateurs luego llevando los rollos de película por Europa y todo el país, se convirtió en un acto rebelde y de debate urgente tanto en su agitación estética como de material político. Esto fue potenciado después de su estreno en Italia en 1968, en plena convulsión del Mayo francés. Hubo grupos de neofascistas que buscaban romper el evento. La circulación y la difusión fueron tan importantes como su exhibición. Las proyecciones clandestinas en la Argentina y el boca a boca lo convirtieron en un fenómeno del momento. La película provocaba conversación y arduas discusiones. Jóvenes y adultos daban a la experiencia un tono de resistencia, de participación en un hecho artístico-político tan importante como para que la dictadura quisiera reprimirlo.
Aparecía el peronismo como sujeto revolucionario de la historia, el protagonismo de los estudiantes, la huella indeleble del Che Guevara, la descolonización por la vía de la violencia armada y cada parte del filme hablaba de un signo de época: “Neocolonialismo y violencia”, “Acto para la liberación” y “Violencia y liberación”. El libro La hora de los hornos, arqueología de un país que ya no existe, escrito por Felipe Celesia, recorre la historia del documental, tal vez el más influyente producido desde América Latina. A la vez, rescata el agite político y el devenir de sus creadores en una época signada por una intensidad única en el siglo XX, en tanto vértigo, militancia popular y peso gravitatorio de la juventud, con el arte y la política ligados a la revolución y a la transformación social.

El periodista repasa la formación artística e ideológica de los cineastas, sus vidas afectivas, sus nexos con el peronismo, el poder obrero y el activismo sindical revolucionario pos golpe del 55, los bombardeos sobre Plaza de Mayo. “Pino tenía una mala relación con el peronismo, un poco por su cuna y origen, otro tanto porque varios de sus camaradas de militancia en La Liga Argentina por los Derechos del Hombre habían sido detenidos y maltratados en el gobierno peronista. Su primera reacción ante los bombardeos fue de satisfacción por la lección que le daban a Perón. Pero sintió la matanza de civiles como si le hubiesen pegado un cachetazo”, escribe Celesia en los primeros capítulos sobre la mutación de Pino Solanas.
El libro atraviesa diversos tópicos: Scalabrini Ortiz y Jauretche; la cinefilia; Enrique Wernicke; la CGT; Frondizi; la Guerra Fría; el Partido Comunista y el rechazo extendido a la invasión de la Unión Soviética a Hungría; las asambleas y los congresos; sus primeros cortometrajes y la influencia del cine de Leopoldo Torre Nilsson y de Fernando Birri, de Godard, del Cinema Novo brasilero; los viajes iniciáticos a Europa; el trabajo en la publicidad; los concursos, y la compra de las primeras cámaras profesionales.
La vida pública avanzaba sobre la privada de forma acelerada, en la fábrica, en las universidades, en la calle, en los bares, en los cines. “En el caso de Octavio, sus vivencias más intensas en esos años estuvieron vinculadas a lo sindical, con los obreros del Conurbano sur, liderando como delegado los planes de lucha y acompañando los movimientos internos del sindicalismo en sus distintos formatos: las 62 organizaciones (peronistas), los 32 gremios democráticos (antiperonistas) y las 19 (comunistas)”, reconstruye Celesia sobre Octavio Getino, que antes que cineasta se transformó en hábil orador —y que sufrió el desempleo como consecuencia de ello— en el núcleo de un movimiento obrero que era el más avanzado de América Latina y uno de vanguardia en el mundo.
La prehistoria de La hora de los hornos se lee con buen pulso y un adecuado contexto histórico, en el montaje paralelo de las vidas turbulentas de Getino y Solanas, aunque la narración, cuando llega el auge del mítico documental, levanta notablemente. El grupo seminal de La hora de los hornos estuvo compuesto, entre otros, por Fernando Arce, Gianpaolo Serra, Pino Solanas, Valentino Orsini, Humberto Ríos, Agustín Mahieu, Horacio Verbitsky y Enrique Wernicke. En tiempos de censura y servicios de inteligencia acechando en las sombras, sin apoyo del INCAA y con el financiamiento de trabajos privados, hay un capítulo dedicado al guion, con el armado de datos duros y estadísticos a la vez que un arduo trabajo de archivo y de realizaciones propias. La ambición de un film plural, polifónico, federal. La cámara como fusil, el documental como un fresco épico. La mirada sobre el rol del intelectual crítico y la irradiación de lecturas como Los condenados de la tierra, de Fanon. Hasta que un viernes de marzo del '66, neblinoso y encapotado, el rodaje puso primera y Solanas y Getino hicieron las primeras escenas.
Con ansias de filmarlo todo, improvisaron y se fueron conociendo en el camino, sumando colaboradores como Juan Carlos Desanzo, Domingo Cura y Gerardo Vallejo, y además de viajes y visitas a locaciones, hicieron numerosas entrevistas, micrófono y cámara en mano, a personalidades como Rodolfo Ortega Peña y a obreros que ocupaban fábricas.
“Dirigirse al espectador. Hacerle preguntas. Ahora son los personajes los que se dirigen a sus espectadores para dialogar y se suceden muchos planos de ellos. Mirando a cámara, en silencio, esperando su respuesta, esperando al espectador”, fue uno de los tantos apuntes del diario de filmación de Pino Solanas. Todo con poco equipo para el estándar de los rodajes de la época, el deseo de construir una suerte de ensayo político, “un ensayo poético dramático, un ensayo fílmico, escrito con palabras e imágenes sonoras”, según lo definieron ellos mismos.
Mística y artesanal, aventura y estética, espontaneísmo y liberación, política y sentido de revolución. El cine como una conversación dialéctica, un montaje discontinuo y fragmentado, la representación de la violencia, el cruce de la vanguardia estética con la radicalización ideológica. Un retrato de época —con Rodolfo Walsh diciendo: “La película señala la ruta para un arte revolucionario”—. La hora de los hornos fue reconocida en el exterior —llegó a verse en más de treinta países, con inesperado éxito en la India—, pero sin ser profeta en su tierra, los autores recibieron críticas por su toma de posición por el peronismo. Ellos respondían: “Es la única posibilidad revolucionaria en el país por la vía de las masas, el único movimiento popular y nacional”. Con la persecución de Onganía en los tobillos, con la policía requisando las exhibiciones ante el éxito de estas, “la película giró por clubes, sindicatos, facultades, parroquias y espacios de los más diversos, desde casas a galpones, descampados, talleres o simples piezas de pensión”, se lee hacia el final del relato, antes del regreso del peronismo al poder en 1973, otro signo bisagra en la vida de los cineastas como el exilio tras el golpe militar del '76.

Con una profunda investigación, la virtud de Felipe Celesia es contar una historia tantas veces contada, pero no escrita en sus orígenes y trama. El rescate de un clásico de la historia del documental argentino, memoria artística, social y singular del cine militante en un presente donde la rebeldía ya parece no surgir únicamente desde la izquierda, y donde palabras como “liberación” y “revolución” se han perdido en la nebulosa de una hábil ultraderecha expandida como ningún joven de aquellos setenta jamás hubiera imaginado.

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