La impotencia virtuosa

El peronismo debe imaginar su propio DNU para volver a enamorar

 

Hace más de 60 años, en 1962, se estrenó Un tiro en la noche (The Man Who Shot Liberty Valance), western crepuscular del gran John Ford. La película trata sobre un viejo dilema de la historia: cómo impulsar los beneficios de la civilización cuando las reglas son establecidas por la barbarie o, en otras palabras, cómo enfrentar a la barbarie en su propio terreno. Es, en ese sentido, un dilema sarmientino y no dudo que el propio Domingo Faustino Sarmiento hubiera acordado con Ford sobre la manera de resolverlo. De hecho, el Facundo (Facundo, o Civilización y barbarie en las pampas argentinas), un ensayo escrito con impaciencia desde el exilio chileno, podría ser un antecedente de Un tiro en la noche.

El civilizado en la película es Ransom Stoddard, un abogado interpretado por James Stewart que llega a un pueblo del oeste norteamericano con las ideas de progreso que en la misma época defendía Sarmiento. El bárbaro es Liberty Valance, interpretado por Lee Marvin, un forajido que domina esa pequeña sociedad a través de la violencia. Entre ellos hay un personaje esencial: Tom Doniphon, interpretado por John Wayne. Es un bárbaro que reconoce la ley del más fuerte y el liderazgo de Valance pero como un par, no como un vasallo. Por su lado, Doniphon es tal vez el único hombre que Valance respeta e incluso teme.

El personaje de Doniphon tiene algo del guerrero lombardo del cuento de Borges que abraza la causa de Ravena, ciudad que estaba sitiando, deslumbrado por una civilización que tal vez no comprenda pero que intuye superior: “Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad”.

La llegada de Stewart y la manifestación de sus ideas de cambio ponen en tensión el liderazgo bárbaro de Valance. La única certeza para ambos protagonistas es que no existe una posibilidad de acuerdo, no hay una mesa en la que puedan sentarse a dialogar y encontrar consensos. Cada sistema excluye al otro: el éxito de un modelo depende del fracaso del otro. El abogado acepta finalmente enfrentar a Valance con las armas, pese a que no tiene ninguna habilidad al respecto. El duelo se resuelve, sorpresivamente, a favor del primero. El abogado se transforma en “el hombre que mató a Liberty Valance” y su hazaña abre las puertas a la civilización: en pocos años, el pueblo se transforma en una ciudad próspera y él es elegido senador. Al final de la película, el senador ya anciano confiesa lo que todos intuimos: el tiro nocturno que mató a Valance no fue de él, sino del bárbaro interpretado por Wayne.

Un crimen y una mentira abren la puerta a la civilización. Es un precio que Ford acepta pagar en base a los resultados virtuosos conseguidos. Si, en cambio, Stoddard hubiera asesinado a la mitad del pueblo con el mismo fin virtuoso, es probable que Ford lo rechazaría, más allá de los eventuales beneficios futuros. Como espectadores aceptamos un asesinato ya que intuimos que la película no trata de absolutos morales sino del dilema de la civilización y el desarrollo.

En una reciente entrevista con Julia Mengolini, la ex legisladora porteña Ofelia Fernández opinó sobre el avasallamiento político que implica tanto el DNU como la ley ómnibus presentada por el oficialismo. Ofelia se preguntó si “hay que oponerle sólo una defensa institucionalista, casi al límite de ser una defensa de un status quo totalmente degradado, o hay que oponerle un proyecto, una mirada radicalizada en el sentido opuesto del que plantean estos tipos (...) No sé si vamos a reenamorar a la sociedad con un reglamento”. También se preguntó si la oposición peronista no debería sentar las bases de lo que hará cuando vuelva al poder, llevando el péndulo hacia el lado opuesto de lo que hace Javier Milei: “¿Tenemos nuestro DNU? Es difícil oponerse a un proyecto tan avasallante de país si no tenés un proyecto avasallante. El statu quo está muy roto como para defenderlo de manera intensa, tenemos que reconstruir nuestra propia expectativa”.

Según Ofelia, para frenar la avanzada neoconservadora no alcanza con invocar la defensa del statu quo, es decir oponer una defensa puramente institucional y alertar sobre los peligros de no respetar el reglamento. Para volver a enamorar a la ciudadanía, el peronismo debe imaginar su propio DNU, definir las iniciativas que considera urgente implementar para volver al camino de la ampliación de derechos y de mejoras tangibles en la vida de las mayorías, ese que transitaron tanto el primer peronismo como los gobiernos de Néstor Kirchner y CFK.

Limitarse a defender el statu quo sería como si Stoddard, el abogado interpretado por James Stewart, bajara los brazos frente a la barbarie de Valance invocando el rechazo del forajido a aceptar las reglas de la democracia electoral. Es lo que ocurrió con el gobierno de Alberto Fernández, quien –salvo honrosas excepciones como la defensa inequívoca del derrocado Evo Morales o la tenaz política sanitaria durante la pandemia– transitó los cuatro años de su mandato justificando la imposibilidad de cumplir el contrato establecido con sus electores en 2019. Fernández parecía más preocupado por diferenciarse de las formas supuestamente rudas del kirchnerismo que de las políticas del macrismo –en particular el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, la política salarial y el lawfare– que no consiguió modificar.

Durante la campaña del 2019, Juan Grabois habló de la necesidad de una reforma agraria, algo que previsiblemente enfureció tanto al oficialismo macrista como a los medios serios, pero que también fue criticado desde las filas del Frente de Todos por ser una propuesta extrema, que podría alejar al electorado más mesurado. Es extraño que desde el campo popular no pueda mencionarse ese viejo anhelo. En octubre de 1868, pocos días antes de asumir como Presidente, Sarmiento pronunció el célebre discurso en Chivilcoy, en el que elogió las “chacras chivilcoyanas” y prometió “hacer cien Chivilcoy con tierra para cada padre de familia, con escuelas para sus hijos. He aquí mi programa (...) Ha estado demostrando que la Pampa no está condenada, como se pretende, a dar exclusivamente pasto a los animales, sino que en pocos años aquí, como en todo el territorio argentino, ha de ser luego asiento de pueblos libres, trabajadores y felices”. ¿Es demasiado extremo para el peronismo invocar un proyecto que ya mencionaba Sarmiento hace más de 150 años?

En realidad, la mesura logró el efecto contrario: desalentar a los propios sin conseguir seducir a los extraños. La motosierra de Milei fue la respuesta a esa avenida del medio tan amplia como imaginaria. Mientras de un lado de la grieta se evitó hablar de la propiedad de la tierra para no ofuscar a un electorado inexistente, enfrente la derecha se radicalizó y corrió los límites de lo decible, desde la venta de órganos hasta el cierre del Banco Central, el fin de la obra pública y del CONICET, o la privatización del Banco Nación.

Ofelia propone salir de ese laberinto dejando de lado la actitud conservadora, y en el fondo derrotista, que consiste a defender un statu quo que la propia ciudadanía pone en tensión. Pide que la agenda del peronismo se radicalice y deje de tolerar lo inaceptable. En efecto, que un recibo de sueldo ya no alcance para salir de la pobreza, algo que debería ser inconcebible para un gobierno peronista, es además una bomba de tiempo contra el propio sistema democrático. La pasividad del Frente de Todos frente a esa realidad insostenible explica en parte el éxito electoral del terraplanismo de Milei.

Pensar su propio DNU consiste en preparar la vuelta sin miedo a radicalizar la agenda política para volver a transitar el ejercicio pleno e impaciente del poder. Dejar de lado los enunciados grandilocuentes sin consecuencias tangibles en la calidad de vida de las mayorías, que sólo las alejan de la política y, en última instancia, del juego democrático.

Descartar, al fin y al cabo, la tentación de la impotencia virtuosa.

 

 

 

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