La semana pasada fui al Teatro Colón a ver la ópera Billy Budd. El Colón es desde siempre un lugar mágico, en el que ahora se reflejan algunos de los cambios culturales de las últimas décadas. Junto a los señores y las damas con atavíos clásicos, proliferan los jóvenes con ropas de calle, jeans y sweaters, que aventan el olor a naftalina. Basada en una breve novela póstuma de Herman Melville, su música fue compuesta por el ecléctico músico británico Benjamin Britten, y la dirección escénica corresponde a Marcelo Lombardero.

El autor de Moby-Dick murió en 1891 y pasaron tres décadas hasta que se publicó una primera, desprolija versión de Billy Budd. Pero fue después de la Segunda Guerra Mundial que la historia adquirió una apreciable relevancia. En 1949, un año después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, Giorgio Ghedini presentó un oratorio sobre el tema en La Fenice de Venecia (el teatro de Vivaldi). Dos años después se representó en Broadway, como una obra de teatro de Louis O. Coxe y Richard Chapman. Britten estrenó su primera versión de la ópera en 1951, luego de arduas disputas con sus dos libretistas, que no se ponían de acuerdo casi en nada, ni con él ni entre ellos. Me pregunto si este tardío interés tuvo algo que ver con el nombre del barco en el que el joven, bueno y bello marinero Billy Budd se ocupaba del palo mayor (la gavia en la jerga naval): Rights of Man. También con los dilemas éticos que plantea el texto, a los cuales es tan afecto Lombardero. Tanto el actor que encarnó a Billy Budd en Broadway, Charles Nolte, como el propio Britten, eran homosexuales, y este es un subtexto de la trama, que transcurre en un navío británico de guerra donde hay ochenta hombres y ninguna mujer.
La historia transcurre en 1797, ocho años después de la Revolución y siete antes de que Napoleón se corone emperador. Comienza con el reclutamiento forzoso de hombres para tripular la nave de guerra (Bellipotent o Beligerante en el original, Indomable en la versión porteña) empeñada en localizar y hundir a una embarcación francesa, como si fuera a contagiar los valores democráticos y contrarios a la monarquía instaurados con la toma de la Bastilla. Estas menciones son incidentales. Lo fundamental es el régimen despótico que impera a bordo, con el maltrato constante a comerciantes o artesanos arrancados de sus hogares o sus negocios y convertidos en esclavos de tareas riesgosas y agotadoras a fuerza de azotes, siempre al borde del amotinamiento. Billy es uno de los pocos con experiencia del mar y el único que ama su tarea y a sus compañeros, entre quienes es un ídolo. Esto es una obsesión para el oficial Claggart, quien no puede soportar tanta virtud y belleza. Por eso lo involucra en una falsa conspiración para apoderarse del buque. El capitán Edward Vere los convoca a un careo. Claggart lo acusa y Billy no puede responder, porque es tartamudo y está indignado. Sólo atina a golpearlo, Claggart se desnuca al caer.
El capitán Vere está seguro de que el cargo contra Billy es falso. Sin embargo, convoca a una corte marcial, que lo condena a la horca. Cuando está en capilla, la tripulación comienza un amotinamiento para salvarlo, pero Billy los disuade e invita a acatar las decisiones del buen capitán Vere. En el epílogo, el ya anciano capitán reflexiona sobre sus actos atormentado por haber cumplido con la ley a sabiendas de que su aplicación a Billy era injusta.
Lo más atractivo fue la dirección escénica de Lombardero, como me ocurre desde hace años con muchas de sus puestas. Para quienes no lo conocen, es un barítono que fue director tanto del Colón como del Argentino de La Plata y desde hace unos meses es director artístico de la Compañía Nacional de Ópera y del Estudio Ópera de Bellas Artes de México. Ha dirigido en casi todos los países de Latinoamérica y tiene una veta docente ejemplar. La ópera de Britten dura tres horas, sin diálogos, sólo música y canto. El primer acto, mientras se presentan los personajes, provoca curiosidad. Pero el segundo te deja en vilo, de principio a fin. Son muy impresionantes los recursos técnicos del Colón, que sigue a la vanguardia mundial, aunque el país se caiga a pedazos. Los cambios de escenografía son increíblemente veloces, para pasar de la cubierta del Bellipotent a la cámara del capitán, la combinación del movimiento escénico con videos y telones que te hacen vivir en el barco, con la noche estrellada, la niebla diurna y el oleaje del mar. Al presentar el espectáculo, Lombardero dijo que "aborda la estigmatización del más débil, la violencia ejercida desde el poder y la tensión entre lo legal y lo justo. Hoy sigue siendo profundamente actual. Es una ópera que nos enfrenta a nuestras propias contradicciones morales".

He pispeado otras representaciones de Billy Budd en teatros de primer nivel, que carecen de la sugestión que consigue Lombardero, que no sólo obedece a la técnica. Recuerdo una adaptación de una novela de Cozarinsky sobre la Zwi Migdal, que dirigió en el pequeño escenario de Hasta Trilce, en el Once de los peruanos, los senegaleses y los coreanos, en la que logró prodigios con escasos recursos. También El oro del Rhin, la primera ópera de la tetralogía de Richard Wagner, en El Argentino de La Plata. Para George Bernard Shaw, El oro del Rhin alude al colapso del capitalismo, que a fines del siglo XIX ya se consideraba próximo, y que desconcierta a quienes solo conocen la vulgata que se limita al antisemitismo de Wagner y al uso que el nazismo hizo de él. Además de su excelencia artística, es muy atractivo cómo resignifica una obra histórica para que dialogue con sus contemporáneos. Ni siquiera necesita música para eso. En el Teatro San Martín puso Tomar partido, la obra del sudafricano Ronald Harwood sobre el proceso de desnazificación al que fue sometido Wilhelm Fürtwangler cuando cayó en manos de los aliados. Sólo hay una mala filmación de esa obra, recomendable para quienes se ofenden si se habla de otro genocidio que no sea la Shoah. También recuerdo su puesta de Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, de Brecht y Kurt Weill, donde creo que se le fue la mano hacia los estereotipos y efectismos de la televisión.
Aquí podés ver una breve presentación del espectáculo que se representó durante una semana en el Colón, a cargo del barítono estadounidense John Chest, uno de los que encarnaron a Billy Budd, y la ópera completa en la versión del Teatro Real de Madrid. Los españoles trasladaron la acción al presente, con uniformes y trajes actuales. Lombardero demuestra que eso no es necesario para insistir en los dilemas morales de la humanidad, en cualquier tiempo y lugar. Con ochenta personas en el escenario y una escenografía y vestuario complejos, una cosa así sólo se puede hacer con el apoyo de empresas o fundaciones privadas, en este caso una de Eurnekian. Siempre me intrigó por qué estas puestas magníficas sólo se representan durante una semana y no hay funciones populares para que alcancen a un público mayor. Lombardero lo intentó hace algunos años, con algunas escenas de Mahagonny cantadas en un escenario que se montó en la Plaza Vaticano, frente al Colón, por Viamonte.
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