La isla del tesoro

Agudo ataque de monetarismo en el eslogan “No hay plata” del nuevo Presidente

 

En la Argentina del “quién te ha visto y quién te ve”, asume la primera magistratura argentina una expresión de la ultraderecha. Dado que no hay Waterloo que valga para el movimiento nacional, es menester sopesar lo que dice el catedrático de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco, Daniel Innerarity, en una columna de El País de Madrid: “No ganaremos a la extrema derecha mientras no nos hagamos cargo de cómo piensan, más allá de los lugares comunes que podamos tener contra ellos, y solo entonces acertaremos con la estrategia más apropiada” (05/12/2023). Al respecto Innerarity advierte que “la extrema derecha está entendiendo mejor que los demás que la política es una cuestión de psicología y no tanto de sociología. Este tipo de fenómenos tiene fundamentalmente una explicación psico-política”. Para el catedrático vasco, los ultraderechistas han conseguido “entrar en la psicología de los descontentos, que es la verdadera caja negra de la vida política” y ya en ese ámbito “han logrado traducir sufrimientos de origen socioeconómico en la gramática de la inseguridad cultural y nacional”.

Innerarity señala que urbi et orbi los ultraderechistas, “por lo general, apenas hablan de lo que van a hacer y se limitan a explotar los temas que generan inquietud en el electorado, como la inmigración o la inflación”. Luego de subrayar que malversan el sentido de la libertad, el profesor vasco explica que “si hacen referencia a la igualdad (…) no es para incluir las diferencias, sino para neutralizarlas y frenar cualquier posible ampliación del pluralismo”. Tal falsificación les alcanza para conseguir que las inseguridades sociales hayan “sido determinantes en un voto que está motivado por ciertas exigencias igualitarias”. En tanto, el embuste consiste en movilizar “la sospecha de que alguien se está beneficiando de las mismas condiciones que nosotros, sin ser propiamente de los 'nuestros'”. La desigualdad del patrimonio, en cambio, no es puesta en cuestión porque la herencia no amenaza nuestra identidad. “La cuestión social se transforma, con mayor o menor sutileza, en xenofobia”.

Una vuelta de tuerca al enfoque del profesor vasco la da Janan Ganesh, editor asociado del Financial Times, que escribe sobre política internacional y cultura. En su columna del 05/12/2023, Ganesh sostiene que “los votantes no quieren escuchar la verdad fiscal”. Esa verdad fiscal de la que habla, al menos en los países desarrollados, es un compuesto desagradable conformado por la limitación de que no puede seguir creciendo la deuda pública, la necesidad de pagar un poco más de impuestos, dado que a la gente se le ocurre vivir más años, mientras se vigila que no se escape el gasto público.

Independiente de qué tan verdadera sea la “verdad fiscal” —sospechada (con razón) de coartada reaccionaria-monetarista—, Ganesh da su propia versión de “la psicología de los descontentos” e identifica que “el problema real es que los votantes no tienen estómago para la verdad”. El miedo lleva a que la opinión pública acorrale a los políticos a cargo de la conducción del Estado “por todos lados en la cuestión central del gobierno: cómo financiarlo”. La intimidación a los funcionarios políticos del Estado se articula —en principio— a partir de la contradicción de desear un Estado de bienestar pero no una carga fiscal proporcional. Pero hay más y —según Ganesh— la realidad es peor que eso, pues “hay un tercer frente para la intransigencia. La inmigración, que puede mejorar la proporción entre trabajadores y ancianos y, por tanto, la situación fiscal, también es sensacionalmente impopular”.

El editor asociado del Financial Times no le ve la pata a la sota y, para respaldar su escepticismo, cita resumida la tesis central de un artículo de Matthew Parris publicado en The Times a mediados del año pasado, de acuerdo al cual se augura que “el futuro de Gran Bretaña es argentino. Es decir, un público poco realista y una clase política excesivamente prometedora darán vueltas en un círculo de engaño fiscal hasta que una nación rica se convierta en una de ingreso medio alto. Si esa pesadilla se materializa (pequeños ajustes en las políticas pueden generar grandes diferencias en la deuda pública con el tiempo) es el primero de esos dos culpables el electorado, el que no es discutido lo suficiente”.

 

Esa abuela, la conciencia que regula el mundo

Estos especímenes de gorilas británicos como Ganesh y Parris por “clase política excesivamente prometedora” entienden peronismo. Pero la realidad es que el gran problema político ahora es cómo va a digerir el cuerpo social —teniendo en mente las hipótesis de Daniel Innerarity— la inutilidad reaccionaria de estos libertarios que empiezan un gobierno cuyas contradictorias promesas están para el bife. Hay dos en particular que hacen mucho ruido. Una, que recuerda a la sabiduría de la abuelita diciendo que cuando se acaba no hay más. La otra, la preocupación olímpica por los bajos niveles salariales promedio para hundirlos un poco más.

El nuevo mandatario ha dicho que ajustarse el cinturón es prioritario porque, según manifestó, “no hay plata”. Semejante mezquindad no sólo la causa el emblemático monetarismo en su versión más ramplona. Es propio que un economista —como el nuevo primer mandatario— con la cabeza estructurada con categorías neoclásicas, atenazadas bien hacia la derecha con la escuela austríaca, razone como si estuviera en una isla donde hay un tesoro y se gastó. En ese caso, la prudente y realista abuela tendría razón. Pero la dinámica de la economía capitalista no se define por cómo asignar recursos escasos a los usos alternativos que se presentan. Esa sería la economía del Juicio Final o de la isla del tesoro, donde hay que encontrar una norma para repartir lo que hay que no es reproducible. La dinámica real del capitalismo, en el que la clave es la reproducción, viene dada por cómo las clases sociales concurren a generar el producto bruto y cómo se lo reparten. Los precios no nacen de la escasez relativa, sino de cómo la sociedad define la reproducción de la vida humana a través del nivel que fija para el salario, como resultado de la lucha política. Esto es así porque de nuevo: en la isla del tesoro, cuando se acaba no hay más, en el capitalismo, las sociedades más ganan cuanto más gastan.

El nuevo Presidente no es que no tenga plata, no quiere gastar plata, porque es un monetarista —y como tal obtuso— que teme que eso aumente la circulación y con eso los precios. Enunció que va a haber deflación durante el próximo bienio, porque es el tiempo que calcula para que caiga la circulación monetaria. Hace años, un director del banco central de Canadá comentó —con sorna— que no es que ellos hubieran querido abandonar la fijación de la cantidad de dinero, sino que nunca pudieron controlarla y finalmente —la muy pérfida— los abandonó a su suerte. Los monetaristas criollos o no se enteraron de que no pueden controlar la cantidad de dinero o se hacen bien los boludos. El dinero circulante sigue a los precios y no a la inversa.

Sería bueno que los que hacen suyo el agarrado slogan presidencial recuerden que en el derecho positivo no está prevista la quiebra del Estado. Y esa no es una formalidad advenediza, sino que responde adecuadamente a la lógica profunda del sistema económico en el que vivimos, en la que sin el factor de la producción del Estado ni siquiera las agujas que inspiraron a Adam Smith se podrían fabricar. De hecho, macroeconomía es estabilizar —sin desempleo y sin inflación— la secuencia con la que Karl Marx describió el funcionamiento del sistema en su reproducción: D–M–D’, esto es dinero-mercancía-dinero ampliado por la ganancia. ¿Cómo se podría hacer eso sin el Estado? Si para el capitalismo las quiebras son el Infierno y los procesos concursales el Purgatorio, el Cielo es el Estado. Su papel celestial asegura que mientras algunas cosas se pierden, otras se puedan transformar, pero el sistema —que puede estar largo tiempo estancado y retrocediendo— vuelve a reproducirse.

Estos tíos quieren bajar al gasto de la economía (baja de D) y eso va a descalabrar feo la situación. El señor Presidente y sus acólitos dicen, sueltos de cuerpo, que los precios que se fueron bien al carajo van a bajar cuando la gente deje de comprar. No es un chiste. La demanda no fija el precio y la oferta las cantidades, como creen los turistas de la isla del tesoro. Como lo que hizo subir los precios fue el aumento de los costos, cuando el ciudadano de a pie deje de comprar, la deflación lleva al desempleo y a la quiebra de las empresas. Porque en la bajante estarían haciendo ventas de liquidación, salvando lo que pueden del naufragio. Ah, y si las nuevas autoridades de Economía no fijan el tipo de cambio, la inflación va a seguir al ritmo de su corazón devaluador del peso.

 

Promesas sobre el bidet

El público puede ser poco realista y movilizarse impulsado por “la sospecha de que alguien se está beneficiando de las mismas condiciones que nosotros”, sin poner nada. ¿Pero cuánto dura eso, cuando en vez de ir algo mejor, las cosas van peor, pero mucho peor? Dura lo que dura padecer las consecuencias de la política dictada por la idea de que los argentinos son pobres porque son poco productivos y poco valiosos. Ahí también debería actuar a fondo la contradicción de más Estado de bienestar, pero “no con la mía”, como se dice ahora. Se dejó trascender a los medios que el plan es licuar con la inflación el gasto público; esto es: los precios suben lo que suben, pero jubilaciones, subsidios y salarios pagados por el Estado suben mucho menos. El argumento es que eso dice querer la gente en las encuestas respecto del gasto público.

Haber erigido al flamante Ministerio de Capital Humano como la gran creación libertaria pone en evidencia que el instrumento encarna el disparate neoclásico de que los salarios son fijados por el juego recíproco de la productividad del trabajador con el precio que alcanza el bien final que produce (una hipótesis con fundamentos lógicos completamente floja de papeles). Esa concepción inhibe poner en práctica una política sensata que rehaga el poder de compra de los salarios. Esperan que lo haga un mercado que no existe.

Para los marginalistas o neoclásicos el salario es un precio igual a cualquier otro precio, y todos los precios son endógenos. Esto es: se forman en el mercado simultáneamente cuando se cortan la oferta con la demanda. Cada precio es determinado por los otros precios en la cadena circular de la interdependencia y el equilibrio general. Si es que existe alguna anterioridad a todo, esta se aplica a los precios de los bienes y servicios utilizados para consumo final con relación a los precios de los bienes y servicios utilizados para la producción (los factores de la producción). En esta concepción neoclásica, el salario, además de una variable endógena, es dependiente en dos sentidos. En un primer sentido: como un precio, en general, vinculado a otros precios. En un segundo sentido, como el precio de una mercancía que sólo sirve para producir otros bienes; y cuya utilidad, en consecuencia, deriva de la de estos últimos. El efecto de la fijación de los precios sobre la distribución del ingreso es, de acuerdo con este punto de vista, un efecto secundario y subordinado.

Por el contrario, para los clásicos y los marxistas —con mayor claridad en los últimos, y con menos para los primeros—, el sistema está dotado, antes que nada, con un patrón de distribución. Es este patrón, además de las condiciones técnicas de producción, el que constituye los dos datos principales exógenos para determinar la formación de todos los otros precios. El salario como precio de la fuerza laboral no es justamente un precio como los otros precios. Representando la parte de los ingresos nacionales que correspondan a la clase trabajadora. No es sólo el precio de una mercancía, sino que, al mismo tiempo, es el elemento constitutivo necesario y suficiente de distribución, siendo el ingreso de los no-asalariados (la ganancia, dicho en sentido lato) un residuo. Esto constituye uno de los principales elementos de las luchas políticas. En tanto que tal, se fija de manera extra-económica, por lo tanto, exógena. Como la dirección de todas las determinaciones es desde lo exógeno a lo endógeno, el salario posee una precedencia lógica sobre los otros precios. Se trata de una variable independiente, como se la califica en jerga académica.

El alcance de estas visiones contrapuestas se ve en la vida cotidiana, develando el carácter de coartada ideológica de los neoclásicos. La hipótesis marginalista implica la existencia de un salario infinitamente flexible y susceptible a fluctuar sin límites en ambas direcciones. Pero, a diferencia de todas las otras mercancías, en el caso de los salarios hay un límite a la baja, absoluto y exógeno, que es fisiológico. Por otra parte, nunca ha habido, ni de cerca ni de lejos, algo que podría describirse como un “mercado laboral”. El precio del trabajo (fuerza de trabajo) no puede ser una cuestión de equilibrio entre la oferta y la demanda en forma similar a la de los otros productos. Tal equilibrio es sobre la base de una cierta simetría de las posiciones del vendedor y del comprador, respectivamente, cada uno a decidir libremente aceptar o rechazar una transacción en el mercado, de acuerdo a si los precios son convenientes o no.

Ahora, contrario de todo el resto de los oferentes, el vendedor de fuerza de trabajo no es un vendedor libre, en el sentido de ser capaz de retirar a voluntad su mercancía del mercado. La razón es muy simple: su producto en particular no es susceptible de ser estoqueado. Cada hora que transcurre sin vender es una hora de trabajo perdido. Hasta cierto punto, el asunto es el mismo que el correspondiente al caso de un producto instantáneamente perecedero. Un “mercado de trabajo” es entonces una invención del espíritu. Tan lejos como se pueda bucear en el pasado, siempre se encontrará que existieron “normas” formales o informales. Es más, la experiencia enseña que el asunto de la negociación (violenta o no violenta) entre empleadores y empleados depende más de las normas y de un cierto cúmulo de aprendizaje previo que del estado del mercado o de la rentabilidad y situación financiera de las empresas en cuestión. Está claro que estas normas y aprendizajes reflejan, en cada momento del tiempo, determinadas relaciones de poder entre las clases sociales.

Queda establecido así que la determinación de los salarios es un proceso con mucho de político y poco de económico. Sus variaciones expresan las fluctuaciones en las relaciones de fuerza entre las clases sociales. Esta determinación extra-económica, institucional, hace posible una diferenciación durable entre el precio y el valor de la fuerza de trabajo. Sin embargo, estas dos magnitudes continúan estando conectadas e interactúan. Un salario mayor que el valor de la fuerza de trabajo, si prevalece durante mucho tiempo, termina por conducir al alza este mismo valor, ya que el consumo extra es lo que permite que sea transformado en necesidades vitales —lo que Marx llama una segunda naturaleza— y, por tanto, se lo incluye en el costo real de la reproducción de la fuerza laboral. Recíprocamente, el aumento en el valor de la fuerza de trabajo desplaza los términos de la negociación, al ser un componente de la relación de poder en sí mismo. En efecto, más se aproxima el punto que, en cada época y en cada país, es considerado como el mínimo vital, mejor es la resistencia de la clase trabajadora y más fuerte el respaldo de los otros estratos sociales, mientras que la oposición de los empleadores disminuye. Por el contrario, cuanto más uno se aleja de este mismo mínimo vital, menos eficiente se muestra la acción sindical de los trabajadores, mientras que la resistencia de los empresarios se endurece más y más. A esto último apunta el nuevo gobierno. El movimiento nacional olvidó que debía subirle el poder de compra a los salarios. El “no hay plata” de la isla del tesoro es la punta del iceberg de la retórica reaccionaria.

 

 

 

 

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