La justicia social como bandera

Solidaridad social como respuesta

 

El lunes pasado tenía que hacer un trámite por los alrededores de la Plaza de Mayo, por ello tomé el subte con rumbo al Centro, como le llamamos los porteños a esa zona. Tuve suerte y había un asiento libre, y al sentarme vi a mi lado a un hombre que tendría más o menos mi edad, a los sumo un año más o menos. Se lo veía un poco fatigado, tenía puesto un pantalón de corderoy marrón claro con pitucones en las rodillas, botitas de cuero descarnado, un saco de lana y llevaba en su mano un viejo y pequeño portafolio. En la calle el termómetro superaba los 35 grados pero mi compañero de viaje vestía como en pleno invierno, y si bien su ropa era de buena calidad, estaba bastante gastada. Denotaba un buen pasar de antaño y una pobreza dolorosa en estos tiempos, destilaba dignidad, mantenía intacto su porte y se lo notaba dispuesto a darle pelea a la vida.

Cuando llegué a Plaza de Mayo, en la vereda, pegado a la Catedral metropolitana, vi a un viejo durmiendo sobre unos cartones y dos policías que le hablaban. Se me hinchó el corazón y salí raudo a defender al viejo sufriente del acoso policial. Cuando llegué, tal acoso no existía. Dos buenos servidores públicos estaban preocupados por su situación. Pensé en pedirles disculpas por haberlos estigmatizado pero las circunstancias no lo permitieron. Los policías estaban abocados a su trabajo y ni siquiera notaron mi presencia, por lo que sólo atiné a sentirme avergonzado. Cuando me estaba por ir del lugar, uno le preguntó cuánto tiempo hacía que vivía en la calle, a lo que el hombre respondió: Un año.  

Busqué un poco de sombra en una plaza que encandilaba por el sol y la ampulosidad de sus edificios y me quedé reflexionando. Recordé la infinidad de veces que encontré viejos en situación de calle a quienes, obsesivamente, les pregunté si cobraban algún beneficio, obteniendo casi siempre por respuesta que sí, pero que con ello no les alcanzaba. Vino a mi memoria el caso de un hombre, muy viejito él, que vendía lapiceras en el subte, y que cuando le pregunté por su situación previsional contestó que cobraba la mínima, que aunque no tenía familia no le alcanzaba para mantenerse y que vivía en el Hogar Monteagudo en Parque Patricios, que en realidad se llama Centro de Integración Monteagudo, porque no tenía vivienda. También recordé que hace pocos días, en pleno camino a una reunión con personal del PAMI, me llamó mi mujer y me contó de un viejito que tenía una herida grande en una pierna, que estaba sentado en un banco en Pueyrredón y Santa Fe pidiendo limosna. Ella le preguntó qué le pasaba, si tenía jubilación y cobertura médica, y como siempre oyó que sí, pero que alguien le dijo que su cura costaba diez mil pesos y salió a buscarlos a su manera. Informé en PAMI la situación, mandaron una ambulancia para atenderlo y el hombre del banquito dejó de pedir. 

Tengo mil historias más, pero rescaté estas de mi memoria por el juego de las contradicciones que se dan en nuestra sociedad. El pesar y la pobreza, algunas veces, reciben respuestas solidarias y en otras oportunidades es la persona la que rescata fuerzas vaya a saber de dónde para sobreponerse. Si algo aprendí de la experiencia recogida en los tiempos del neoliberalismo es que, más allá de algún impiadoso, siempre los humildes se hacen cargo de los humildes. Otra cosa que siempre me sorprendió en los adultos mayores pobres y abandonados fueron sus ojos, que por más que el protagonista intente disimular, siempre están caídos y tristes. Creo que los ojos son el termómetro del alma. Ese termómetro nos dice que ya no hay marcha atrás, que el viejo o vieja, pobre y solo tiene el alma triste y por ello valoran cada gesto, cada muestra de comprensión, cada estímulo de amor. Eso me motiva a mirar en primer lugar sus ojos porque en ellos está todo escrito.

De golpe se atravesó en mis pensamientos la imagen del juez Ricardo Recondo, diciendo por televisión que “los jueces viven al día”. Él gana alrededor de $ 500.000 pesos mensuales, pero vive al día: insólito. Más de 2.600 jueces jubilados perciben una jubilación superior a lo que gana el Presidente Alberto Fernández, pero según Recondo, viven al día: el estupor anida en mi alma. Atrás del exabrupto de Recondo, pasaron por mi mente todos los argumentos esgrimidos por los representantes de los jueces en el Parlamento defendiendo sus privilegios. Entonces recordé que en mi época de estudiante debatíamos con fervor si el Poder Judicial con que nos encontraríamos cuando nos recibiéramos sería o no un poder conservador y retrógrado. Nada ha cambiado de aquellos tiempos a ahora, han pasado varios dictadores, conquistamos la democracia, nacieron los millennials, pero el Poder Judicial sigue siendo conservador y retrógrado. Que hay excepciones, claro que las hay, pero son solo eso: excepciones. La gran pregunta es cómo avanza una sociedad si quienes tienen en sus manos la vida y el honor de los que habitamos el suelo argentino, están más preocupados por defender sus privilegios desmesurados que por impartir justicia. Les importa más defender a las grandes corporaciones mediáticas –léase Clarín o La Nación– que a un viejo indigente que deambula por la Ciudad de Buenos Aires con su dignidad a cuestas. 

Finalmente, como un bálsamo, llegó a mi mente el discurso del Presidente en la apertura de sesiones en el Parlamento el domingo pasado. Allí Alberto Fernández recordó lo que tantas veces repitió en la campaña electoral, que la reconstrucción de la Argentina debía hacerse pensando primero en los más postergados y que estaba decidido a romper los privilegios. Así nos enteramos que plantearía la reforma judicial. Pero lo más llamativo de aquellas palabras fue la infinidad de veces que pronunció palabras tales como solidaridad, equidad y responsabilidad social. 

Sé que la coyuntura, la urgencia y sobre todo la necesidad, hacen pensar que es una exquisitez intelectual con poco sentido. Es verdad que puede parecerlo, pero en realidad no lo es. Los invito a pensar lo importante que fue hablar y machacar en nuestra sociedad sobre la necesidad de la defensa de los derechos humanos para que no tengamos nunca más una dictadura a pesar de las muchas que conocimos los que hoy somos viejos. Lo relevante de construir una cultura de la democracia. Pienso que la crisis social que dejó el neoliberalismo fue de tal magnitud que requiere que el gobierno, las organizaciones de la sociedad civil y la comunidad en general trabajemos en conjunto en la construcción de una cultura de la solidaridad social. Para que nunca más tengamos un gobierno neoliberal.

La aplicación práctica de aquella solidaridad social es lo que conocemos políticamente como justicia social. Piénsese la importancia que tuvo este debate en nuestra sociedad. Los neoliberales, la oligarquía y los intelectuales de derecha, con el objeto de desmerecer la solidaridad social, idearon un término peyorativo como populismo. 

En consecuencia, fortalecer la idea de que un gobierno nacional, popular y democrático levante la bandera de la solidaridad social es de una trascendencia enorme. No podemos quedarnos impávidos al ver cómo los comunicadores de la derecha, intoxicando a la sociedad toda, tratan de imponer la idea de que el hacer una justa distribución de la riqueza atenta contra el crecimiento económico. Es necesario tomar la solidaridad social como bandera y no bajarla nunca por más poder que tenga el adversario, porque las únicas herramientas que disponen los sectores populares son, precisamente, la igualdad, la equidad y la solidaridad, todas ellas necesarias para construir una sociedad más justa y libre cada día.

La solidaridad social tiene una dimensión democrática en su base, una dimensión ética en el ejercicio de esa solidaridad y una dimensión económica en el resultado:

  • La dimensión democrática de la solidaridad social recrea los ideales de fraternidad e igualdad originados en la Revolución Francesa, los cuales proclamaban la inclusión como ciudadanos libres e iguales a personas y grupos de personas hasta ese momento excluidos como tales.
  • La dimensión ética está dada en el hecho de que la solidaridad nace del ser humano y se dirige al ser humano, representando una exigencia de convivencia entre las personas. La solidaridad es, en sentido estricto, una relación de justicia: todos somos seres iguales en dignidad y derechos. En este sentido, la justicia social se alcanzará en la medida que las pautas de solidaridad transmuten hacia la concepción de solidaridad social, es decir que se materialice la transición entre una serie de actos aislados encaminados a ayudar al prójimo, hacia lo que debe representar una actitud personal, una disposición constante y perpetua de tomar la responsabilidad por las necesidades ajenas, dando lugar a una cultura de la solidaridad social.
  • La solidaridad entraña una dimensión económica que, en principio, se asocia con una adecuada distribución del ingreso, pero a nivel comunitario ello sólo es posible si el gobierno de turno diagrama su gestión de políticas sociales y económicas bajo esa mirada. Pero un segundo y más elaborado repaso sobre la solidaridad y su dimensión económica permite identificar un ámbito de acción individual y ciudadano —que no es una característica instintiva del ser humano sino que requiere de una construcción cultural y una actitud de empatía hacia los otros—, la cual se vincula con la responsabilidad social que tiene cada integrante de la sociedad respecto de la comunidad que integra en relación con la situación real, social y económica en la que se encuentra: aquel que presenta una posición más cómoda y holgada tiene un grado mayor de responsabilidad social de aquel que vive una cierta desventaja, debiendo contribuir en una mayor proporción para el sostenimiento del entramado social y favorecer la cohesión social. Esta responsabilidad social, entendida y asumida por la ciudadanía, es la base conceptual y moral de cualquier esquema impositivo sustentable.

Para que se entienda la importancia práctica de este debate, analicemos lo que nos pasó en materia de seguridad social durante el macrismo y lo que nos está sucediendo ahora. 

Durante los cuatro años de neoliberalismo los haberes más altos del sistema previsional no perdieron contra la inflación, al contrario, ganaron un 1%. Pero los beneficiarios de los haberes más bajos perdieron, en términos reales, el 22%. Los precios de los servicios públicos se multiplicaron por 20, los medicamentos aumentaron un 100% más que la inflación y la pérdida de beneficios del PAMI dejó a la inmensa mayoría de los beneficiarios sin atención ni remedios.

La llegada del nuevo gobierno significó la implementación de un bono de $ 10.000 pagadero en dos cuotas a 9 millones de beneficiarios, la puesta en marcha de un plan contra el hambre en todo el país, la suspensión de los aumentos tarifarios, la entrega gratuita de medicamentos a todos los afiliados al PAMI, la suspensión de la fórmula de movilidad por 180 días, un aumento de las prestaciones de $ 1.500 más un 2,3%, la modificación del régimen de privilegio del Poder Judicial.

El solo hecho de comparar el conjunto de medidas —no una medida aislada— que adoptó el gobierno neoliberal de Macri contra el bloque de medidas tomadas por el actual gobierno de Alberto Fernández, no deja dudas respecto de cuál es la visión de cada plan de gobierno. Para decirlo en otros términos, mientras uno cree en la meritocracia como modo de construcción social, el otro cree en la justicia social como herramienta de construcción de una sociedad más equitativa. Finalmente, esta discrepancia ideológica que el periodismo de guerra graficó como la grieta se podría representar con una magnífica frase de Salvador Allende: “No basta que todos sean iguales ante la ley. Es necesario que la ley sea igual delante de todos”.

 

 

 

 

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