“Cae una bomba sobre la Plaza de Mayo. Acaba de desprenderse de un avión de las Fuerzas Armadas que lleva la inscripción Cristo Vence. Hasta hace un momento el cielo estuvo tan nublado que no llegaban a verse las copas de las palmeras ni de los jacarandás”. Así arranca el texto de Carla Maliandi, titulado “Guárdame, duro armazón”, que abre el libro de relatos El bombardeo, una lúcida antología que reunió a un grupo de escritoras y escritores argentinos bajo la idea de narrar el horror, el trauma colectivo de aquellos días. “De pronto, el pasado”, dice Maliandi, y evoca a la historia como marca y a la vez como recuerdo, memoria y olvido, “la potencia oscura de un hecho que, a fuerza de negación, asalta la conciencia”, al decir de Julián López en el prólogo.
Plaza de Mayo, junio de 1955. Así, con plumas de estilo y género diversos, los textos de Mercedes Araujo, Humberto Bas, Juan José Becerra, Juan Carrá, Albertina Carri, Alejandro Covello, Esther Cross, Mariano Dubin, María Pía López, Carla Maliandi, Sebastián Martínez Daniell, Ricardo Romero y Luis Sagasti vuelven a mirar las heridas, hacen estallar los silencios, interrogan las mentalidades y los imaginarios. Más allá de haber sido visitado por la literatura y el cine, de haber sido analizado profusamente en los últimos años por las ciencias sociales, el bombardeo a la Plaza de Mayo, atentado perpetrado por aviones de la Armada y una fracción de la Aeronáutica con el plan de asesinar al por entonces Presidente Juan Domingo Perón, no había sido abordado aún por una narrativa colectiva. Aquí, entre los bordes de la ficción y la no ficción, la literatura nunca evade las complejidades históricas y políticas del caso y presenta micro acontecimientos, personajes de diversas clases sociales y de raigambres peronista y antiperonista, como un fresco social que se lee en retrospectiva, tan lejos y tan cerca del pasado reciente.
“No hay más que confirmar el saldo de trescientas nueve víctimas fatales, entre las que se cuentan los niños y las niñas que llenaban un trolebús, y un sinnúmero de heridas. En esa perplejidad se explican los años que siguieron, las proscripciones, la violencia, las sucesivas interrupciones del orden democrático, el derrotero trágico de la vida común de las argentinas y los argentinos”, continúa en el prólogo el escritor Julián López. “Que la masacre haya sido a la luz del día, a la vista de quienes estuvieran en la Plaza de Mayo mirando al cielo del que se lanzaban en picada los Gloster Meteor, no impide el éxito espectacular de esa maniobra sociomental de black out. Si se niega, se niega para que de lo que haya habido no quede nada”, escribe Juan José Becerra en “Una idea”, con un tono más ensayístico.
En su texto “La dormida”, por otra parte, Esther Cross diseña magistralmente un relato autobiográfico —“Nací en 1961, cuando apenas habían pasado cinco años del bombardeo de Plaza de Mayo y ya nadie hablaba sobre el tema”— donde se pregunta por qué todos callan lo evidente, como si la masacre no hubiera existido. Aparecen postales de su colegio religioso, de su familia, de su barrio, y la intrigante irrupción de un capitán de aquellos aviones que se había mudado con su mujer y sus hijos al edificio donde vivían. “Para mí los bombardeos solo pasaban en las guerras, en otros países y otras épocas. Pasaban, sobre todo, en las películas”, dice, en sus recuerdos de niña. Y más adelante: “Me gustaría contar que un día le dije algo al capitán algo picante, sagaz, que lo descolocó o lo mató de un susto. Es más: querría contar que me animé a hacer lo que me imaginaba que papá no se atrevía. Pero no pasé de buscar su número de teléfono en la guía de Entel. Entre las letras y los números minúsculos lo encontré, y lo aprendí de memoria. Algunas tardes esperaba en el pasillo, haciendo que revisaba la biblioteca, y cuando no había moros en la costa, marcaba el número de su casa. Él atendía y yo me quedaba callada, esperando del otro lado”.
Nadie puede, aunque lo disimule, distanciarse de la conmoción. En las casas familiares, en los clubes de barrio, en los gremios, entre compañeras y compañeros de trabajo, en las plazas y en los bares, circulan los rumores, los relatos, los secretos y las crónicas silenciadas de quienes vivieron ese horror o de aquellos que lo escucharon. Los textos de El bombardeo indagan en aquellas voces —del pasado, del presente— como si se tratara de capas superpuestas, de pliegues que se expanden hacia la magnitud inasible de la catástrofe histórica. Sin quitarle el peso gravitatorio a lo que fue el peor ataque terrorista de la historia argentina, Julián López no relativiza las consecuencias: “A setenta años del atentado que resultó un verdadero parteaguas para la Argentina, los sucesos del 16 de junio de 1955 —que concluyeron tres meses más tarde en el golpe militar que derrocó al Presidente democrático— resumen un acontecimiento bautismal en más de un sentido; un grupo de eventos que proyectan su patetismo en la vida social, política y cultural argentina sin solución de continuidad”.
Parece tierra arrasada. Como cuando María Pía López, en su texto “Anímese”, pone el foco en el trole de niños que se quiebra en pedazos al recibir una bomba. Escribe: “Baja corriendo de la ambulancia. El trole 305 aún humea. Hay niñas en el piso. Se acerca urgida. Una no respira. La otra se queja, bajito. Mamá, dónde estás, mamá… Llora la chiquita. La espalda, mucho duele la espalda. La suben a la camilla. Flora sabe que no tiene que llorar, el uniforme no se mancha de lágrimas. Ese río llegará en la casa. Ahora correr, buscar heridos, ayudar a que sobrevivan. Llueve la muerte. No estamos en guerra, piensa, y ni siquiera en la guerra se mata así”.
Sobre la Rosada hay llamas, hay niebla, y al poco tiempo se dice que el gobierno va a ocultar la dimensión de la masacre. Temen, dice, que se venga la guerra civil. Y Juan Carrá, en “No son flores lo que cae del cielo”, coloca el punto de vista en Nilda, una mujer peronista que está viajando en otro trole cuando sucede lo impensado, lo que marcará a fuego su vida y la de tantos otros. “Son bombas. Toneladas de hierro que caen del cielo y desploman parte del techo con un solo objetivo: asesinar al que ellos llaman tirano y al que Nilda y sobre todo su padre, carnicero de ley, veneran como a su Cristo. Pero ese no es el mismo Cristo que adorna en leyendas las narices de las bestias aéreas lanzadas en picada. Si Nilda hubiera sabido que ese día a esa hora un conjunto de sediciosos —así lo dirán en la radio— que se llaman a sí mismos patriotas decidieron lanzar su estocada, se hubiera quedado en casa y no estaría en el anteúltimo asiento del trole, mirando por la ventanilla abierta lo que en un principio le pareció un espectáculo de acróbatas del aire y ahora nota que son ellos, los de siempre, cumpliendo sus promesas”.
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