Llevo semanas fascinado por una serie de HBO que se llama Task. Palabra que puede ser traducida como tarea, labor pero también —esta acepción me parece más sugerente— como misión.
Es una creación de Brad Ingelsby, de quien ya había visto otra muy buena serie durante 2021: Mare of Easttown, protagonizada por Kate Winslet.
Leí por ahí que a Ingelsby le gusta mucho Heat (Fuego contra fuego, le pusieron acá), una película de Michael Mann que figura entre mis favoritas de los últimos 30 años. Su inspiración está presente en Task. Formalmente Heat es una de policía contra ladrón: el detective Vincent Hannah (Al Pacino) persigue al ladrón Neil McCauley (Robert De Niro). Pero por supuesto, Heat es mucho más que eso. Por un lado, te presenta a los oponentes en pie de igualdad. Desde la butaca o el sillón, uno desea que el detective atrape a su presa tanto como desea que el ladrón escape. Al mismo tiempo, la película se toma el trabajo de poner a los protagonistas en el contexto de sus vidas personales. Tanto Hannah como McCauley son grandes profesionales: brillan en sus tareas específicas (en sus tasks, deberíamos decir), pero el resto de su existencia hace agua. Hannah lidia con un matrimonio que se desmorona, y la disciplina de McCauley se resquebraja cuando su soledad comienza a pesar por demás.

En Task, los oponentes también son poli y ladron. Tom Brandis (Mark Ruffalo) es un agente del FBI. Robbie Prendergrast (Tom Pelphrey, una revelación) es un delincuente part-time, que asalta casas donde hay dinero proveniente de la venta de drogas. Pero ellos también son mucho más que eso. Brandis es un ex sacerdote que dejó los hábitos, se casó y, después de tener una hija propia, adoptó con su mujer Susan a una pareja de hermanitos, Ethan (Andrew Russel) y Emily (Silvia Dionicio). Los problemas mentales de Ethan se hicieron inocultables durante su adolescencia y culminaron en una tragedia, cuando empujó a Susan desde lo alto de una escalera. Ahora Ethan está preso pendiente de juicio y Brandis diluye en alcohol las resoluciones que la vida le demanda.
La vida de Robbie Prendergrast también cambió después de una tragedia. Su hermano Billy (Jack Kesy) formaba parte de una pandilla de motoqueros, los Corazones Oscuros (Dark Hearts), y tuvo la mala idea de ligarse sentimentalmente con la esposa de su líder local. Cuando este hombre, Jayson Wilkes, lo descubrió, mató a Billy a golpes y escondió su cuerpo. Por eso, cuando roba, Robbie no lo hace tan sólo porque aspira a otro nivel de vida. (Cosa que sería comprensible, porque su mujer lo abandonó dejándolo a cargo de sus dos hijos y sólo cuenta con su sueldo de empleado de una empresa de recolección de basura.) Como venganza, Robbie ataca específicamente a los Corazones Oscuros que concretaron una transacción en materia de drogas.
El policía, entonces, no es un súper detective, y el ladrón tiene motivaciones que van más allá de lo pecuniario. Y al igual que en Heat, uno se pone en la piel de ambos y desea que les vaya bien, aunque por definición eso sea imposible.

La trama de género funciona bien. Pero lo que pesa más es lo que Graham Greene llamaría el factor humano. La tendencia tan propia de la especie a meterse en situaciones complicadas, de las cuales no encuentra cómo salir. Tanto Brandis como Robbie son lo que llamaríamos buena gente. De algún modo lo que metió a Brandis en un brete es su sensibilidad, la generosidad compartida con su esposa, que los impulsó a abrir las puertas de su hogar para acoger a dos huérfanos. Y ahora Brandis extraña a su mujer pero también al hijo que la mató, a quien no consigue perdonar.
Robbie también es amoroso con sus hijos, a los que de todos modos no atiende como debiera. La que ocupó el rol de adulto de la casa desde que su esposa huyó es su sobrina Maeve, de 21 años, naturalmente asfixiada por un rol que no ha elegido. Maeve (Emilia Jones) es el personaje más íntegro del relato. Alguien que desea otra vida, pero al mismo tiempo no rehuye su responsabilidad en el hogar de los Prendergrast — sabe que, sin ella, los hijos de Robbie estarían perdidos. La lucidez y el coraje de la joven Maeve contrasta con la inadecuación de los protagonistas varones. Brandis no consigue estar a la altura de sus ideales, asiste inerme a la implosión de la familia que construyó con Susan. Y Robbie está lleno de buenas intenciones, pero el papel del hombre tradicional, proveedor y protector, le queda grande. ¡Maeve es infinitamente más madura que ambos!
La serie —de siete capítulos de los cuales ya circulan seis, el último se estrena este domingo a la noche— trata a sus criaturas con delicadeza. Como si entendiese a la perfección cuán frágiles y cuán fuertes podemos ser los humanos, con diferencia de minutos; cuán necios y cuán sabios, en el espacio de una misma tarde. Si algo destaca a Brandis y a Robbie, al punto de convertirlos en personajes casi anacrónicos, es su sensibilidad.

Brandis contempla pájaros con binoculares e identifica especies con una app. Robbie no es tan sofisticado, pero se vincula con las aves de su gallinero al punto de identificarlas por su nombre y su personalidad. En ese sentido ambos parecen, como acabo de sugerir, gente de otro tiempo. Porque muchos varones de la actualidad están en crisis, desde que el rol del proveedor y protector se les hace cuesta arriba. Pero esa impotencia suele impulsar al encierro, a encapsularse y rehuir el contacto profundo con otros, a no expresar más que bronca. (El recrudecimiento en materia de femicidios del que hoy somos testigos es proporcional al recrudecimiento de la crisis socio-política que nos estrangula, a pesar de que Pato Bullshit —una vergüenza para su género y, ya que estamos, para la especie humana— pretenda que la culpa de esa violencia es de las feministas.)
Brandis y Robbie no son así. Y eso explica el afecto que inspiran en el público. Porque tanto uno como el otro son aves con alas quebradas, pero que aun así siguen buscando el camino de regreso a casa.
La violencia está en nosotros
La mayoría de los varones de Task sirven como ejemplo, y en algunos casos también como víctimas, de lo que llamamos masculinidad tóxica.
Perry Dorazo (Jamie McShane), el líder nacional de los Dark Hearts, destrata a la mujer con la que se acuesta de tanto en tanto. Considera al brutal Jayson como el hijo que no tuvo, por eso lo consiente a pesar de que todo el mundo lo considera un pésimo jefe. Y llegado el momento, no trepida en apelar a la violencia contra una mujer indefensa.
Jayson es una bestia y al mismo tiempo un tipo inseguro. (Esto puede sonar contradictorio, pero no lo es. La enjundia de los libertarios también es proporcional a sus temores profundos.) La violencia asesina que Jayson dirigió hacia Billy fue la reacción que le inspiró la posibilidad de perder a su mujer, y de que ella se llevase a los hijos en común.

Una de las detectives que acompañan a Brandis, llamada Aleah (Thuso Mbedu), carga con las consecuencias de la violencia doméstica. Su ex pareja la molía a golpes. Una vez le fracturó el hueso que forma parte de la órbita ocular. Tuvieron que colocarle una placa de titanio para reconstruir su pómulo. Durante esos años escribía su número de Seguridad Social en las suelas de cada par de zapatos, para que su madre pudiese identificarla cuando apareciese muerta. Terminó perdiendo el olfato a consecuencia de las palizas. Y todavía hoy, aunque hace cuatro años que está separada, llama cada mes al oficial a cargo de la libertad condicional de su ex, para asegurarse de que sigue viviendo lejos.
Tengo claro que estoy hablando de personajes de ficción. Pero también sé que circunstancias como las de Aleah empalidecen al lado de las cosas que miles de tipos reales le hacen a miles de mujeres reales todos los días. Además de la aceleración que estamos viendo en materia de femicidios, esta semana se difundió la denuncia de la colega Agustina Peñalva, acosada sistemáticamente por el economista Walter Graziano. Y el jueves, la periodista Felicitas Bonavitta —que trabaja en Radio Provincia y en Somos Radio— contó que un pibe llamado Gonzalo Zalazar la amenazó con descuartizarla, por difundir información sobre Lorena Villaverde, la candidata al senado por La Libertad Avanza que estuvo presa en Estados Unidos por traficar 15 kilos de coca.
Durante uno de sus traslados, el doble homicida Pablo Laurta —que además no es un perejil, sino un tipo que articulaba con la crème de la crème del poder libertario, a través de una organización llamada Varones Unidos— tuvo el descaro de justificarse ante una periodista. "Todo fue por justicia", dijo, reconfigurando su crimen —el asesinato de la madre y de la abuela de su pequeño hijo— como retribución ecuánime. Y esta semana se supo también de un pibe de Bell Ville, Córdoba, que no tuvo mejor idea que ir a su baile de egresado en Bariloche con un vestido rasgado, manchado de sangre falsa y con la palabra VIOLADA pintada en la espalda.

Es inevitable preguntar qué mierda nos está pasando. La violencia es un rasgo lamentable de nuestra especie, y en particular de sus ejemplares masculinos, eso está claro. Pero esto ya se fue de mambo. En los hechos, Occidente está en manos de un puñado de personajes autoritarios y de megamillonarios que son todos tipos, y además blancos. Un manojo de hombrecitos que concentran una riqueza que excede la de muchos países sumados y cuentan con el monopolio de la violencia estatal.
Lo que ha hecho Netanyahu en Gaza es algo que desde 1945 en adelante resultaba inconcebible para un líder democrático; la clase de cosas que sólo se esperaba de dictadores africanos como Idi Amin o de sátrapas de Medio Oriente. El mismo Trump actúa de forma que nunca hubiésemos creído posible en un mandatario de los Estados Unidos, a pesar de la cantidad de infamias que les vimos hacer durante décadas. Además de manipular descaradamente a la Justicia de su país, está lanzando intervenciones militares sobre Estados que no le son serviles — es decir, creando violencia donde no la había. La concentración masiva que tuvo lugar ayer en las grandes ciudades suena a cosa de otra época; de los tiempos revolucionarios, incluso. Y no la bautizaron No Queens —no queremos reinas—, sino No Kings. Los autócratas de hoy, aquellos que no se comportan como Presidentes de una república sino como reyes y hasta emperadores, son todos tipos.
Esos son los que manejan el tinglado actual, desde alturas elíseas. Pero después están los centenares de miles que despliegan violencia acá abajo, entre nosotros. Para los de arriba, la violencia es un atributo de su poder omnímodo. Pero los de abajo, que casi no contamos con poder ni para determinar el curso de nuestras vidas individuales, ¿por qué agredimos?
Hay una frase de Gandhi que hallo pertinente, porque dice más de lo que parece a simple vista. "La peor forma de violencia —sugirió el flaquito— es la pobreza". Que a un tipo o tipa no se le conceda la posibilidad de ganar un sustento digno, de educarse, de curarse, es violencia pura y dura: castiga a las personas, las despoja de lo que necesitan, les roba su dignidad, las deja rotas — la pobreza es violatoria. Esta semana una de mis hijas me contó que la experiencia de viajar en transporte público se le estaba haciendo cuesta arriba. Porque cada vez es más evidente que la mayoría de la gente, endeudada hasta las tetas, está desquiciada: al filo del brote, sacada. Y los bondis y los vagones están llenos de personas que no pueden disimular que venden cosas por primera vez en su vida, empujados por la necesidad. No me extrañaría que la única categoría laboral que haya crecido en estos tiempos sea precisamente aquella de quienes llamamos vendedores ambulantes. (Dicho sea de paso: gracias a Pato Bullshit y a Jorge Macri, en este país es más peligroso vender paltas que ser narco.)

Pero la pobreza material, a la que Gandhi se refería, también engendra otras pobrezas. Para empezar, en materia de expectativas de futuro. "Yo no tengo sueños, tengo planes", dice Dillom en una de sus canciones. La imposibilidad de aspirar a un mañana mejor genera impotencia y la impotencia mueve a cerrar los puños. Como no se puede pensar en un después, todo se reduce al hoy, y en la emergencia la violencia garpa — es una herramienta inmediata, produce resultados al contado. Sin futuro, sin sueños, un hombre es poco más que un animalito: puro presente angustiante, en un paraje inhóspito. Y cuando la pobreza material redunda en pobreza espiritual, en la imposibilidad de ver a los otros más que como obstáculos u oportunidades, lo único que te separa de la violencia es un chasquear de los dedos.
No es fácil vivir en Neo-Babel
Los machos tóxicos abundan en la serie Task, pero más me interesan —y me conciernen— los dos protagonistas, Brandis y Robbie. Por una parte es cierto que en el caso de ambos la violencia es casi un requisito profesional. Cada vez que sale de casa para ir al trabajo, el ex sacerdote se calza un chumbo en la cintura: es un agente del FBI. Y a la hora de robar a los Dark Hearts, Robbie también va armado. No son gente de gatillo fácil, pero ambos están preparados para disparar si la situación apremia.
Estoy seguro de que Brad Ingelsby los imaginó poli y ladron porque eso le permitía explotar los recursos narrativos del género: el suspenso, el peligro constante, la violencia al acecho. Pero en el fondo el conflicto crucial de Brandis y Robbie no es uno legal, no tiene nada que ver con la justicia que se imparte o no en los tribunales. El drama de estos dos tipos es otro: ¿cómo seguir siendo buena gente en un mundo así de cretino, de brutal, de impiadoso? ¿Cómo ser buena gente cuando la vida hace putadas que te tumban sobre la lona, durante la totalidad de la cuenta?

A veces interviene aquello que llamamos fatalidad. Brandis y su esposa Susan se conocieron en una circunstancia donde reinaba la muerte: consolando a los deudos de las víctimas de grandes desgracias, después de atentados como los de Columbine y Oklahoma. Desde esa desolación, apostaron por la vida: el amor, la creación de una familia, la adopción de un par de huérfanos aun después de concebir una hija propia. Que uno de esos críos haya terminado por matar a Susan califica de puñalada trapera. Da ganas de decirle a la vida: esas cosas no se hacen.
Pero lo que más complica la práctica de la bondad son las condiciones objetivas que presenta este mundo. La exigencia económica que fuerza a auto-explotarnos para no caer del mapa, con la yapa de la soledad y el aislamiento que devienen de no conservar energía para ninguna otra cosa. La desigualdad social. La crisis del sistema educativo y de salud. El racismo. El machismo. Los constantes abusos de poder. La tecnología que aturde e imbeciliza, forzándonos a vivir mirando hacia abajo, como cuando manipulamos nuestros celulares. La entronización del dinero como único valor — equivalente del bíblico becerro de oro.
Brandis percibe enseguida que meter preso a Robbie no le va a gustar, porque aunque haya quebrantado la ley, no se lo merece. Y a Robbie, que venía piloteando el raid de robos como un campeón, se le va la cosa de las manos cuando un dato hace agua y en lugar de encontrarse con plata se encuentra con una montaña de fentanilo. A partir de allí, salirse del berenjenal se le torna cada vez más difícil. Pero aun así persiste y se las ingenia, porque él también cree que se merece algo mejor, aunque más no sea en pos del bienestar de su familia.

Al comienzo del capítulo tercero, que se llama Nadie es más fuerte que el perdón, Robbie intenta explicar a Maeve por qué los metió en semejante quilombo. Maeve replica que no pensó bien, porque de allí en más sus hijos van a tener que vivir sin él, y peor aún: lidiando con el karma de que su padre haya sido un ladrón, un asesino y un secuestrador. (Más sobre este último punto, en breve.) "Ese va a ser tu legado", le espeta Maeve, y agrega: "Vos tenías una vida", eso que considera que su tío ha tirado al tacho. Entonces Robbie replica: "¿Vida? ¿Qué vida? ¿Romperme el lomo para apestar como la mierda y la basura de otra gente? ¿Llegar a casa para que mis hijos me pregunten si su madre volverá alguna vez, para lo cual no tengo respuesta? Estoy cansado de esa puta vida... Tengo claro que la cagué. Pero dejame velar por mis hijos", dice, con lágrimas en los ojos.
¿No es eso lo que imploran en este momento millones de argentinos y de palestinos, sin ir más lejos? "Déjenme velar por mis hijos, cuidarlos. Déjenme proteger la vida que me ha sido encomendada. Déjenme vivir, además de sobrevivir. Déjenme la oportunidad de ser feliz y hacer felices a los míos, sin cagarle la vida a nadie". No parece mucho pedir, ¿no es cierto? Y sin embargo...
Ser buena gente es difícil, porque estamos metidos en un sistema que empuja al canibalismo. Si no lo cambiamos, probablemente no duremos mucho más como especie. Pero al mismo tiempo hay que aceptar que vivir nunca fue fácil para la criatura humana. Si algo nos diferencia todavía de la animalidad a que pretenden retrotraernos es que, más allá de lo tortuoso de la circunstancia a que nos enfrentemos, siempre podemos elegir entre capitular o conservar la dignidad. El problema es que cada vez nos achican más el margen de elección. Cuando lo que está en juego es el bienestar de tus pibes, de tus viejos, de tu amor, la dignidad se convierte en un lujo que no podés permitirte. Y ahí uno empieza a racionalizar como Robbie y a decirse que tiene derecho a salir de caño a procurarse lo esencial.

En estos días lo que me preocupa es el cariz que está tomando la cultura actual. Porque en la serie, Brandis y Robbie son adultos que fueron criados en un mundo más o menos parecido al mío, donde más allá de las hipocresías estaba claro qué es bueno y qué es malo, donde lo blanco era blanco y lo negro, negro. Las nuevas generaciones, en cambio, nacieron en un paisaje diferente, donde el cielo ya venía pixelado y no es fácil acceder a un alimento que no sea procesado. Donde es difícil diferenciar entre lo que estás pensando y lo que está emitiendo la pantalla más próxima. Donde estudiar es al pedo porque estudiando no se gana guita y la guita es lo único que lo arregla todo. Donde el otro no es más que una aplicación que puedo borrar una vez que deje de servirme o de entretenerme.
El abismo que la tecnología abre hoy entre el saber clásico de la humanidad y las pulsiones de las jóvenes es cada vez más ancho y más profundo. Hasta hace poco, cuando queríamos aprender apelábamos a la sabiduría acumulada por la especie durante milenios. Podías disentir con ella, particularmente a la hora de juzgar lo nuevo, pero de todos modos te concedía un parámetro a partir del cual ubicarte. Ahora la que impera es la tecnología, y por añadidura quienes la manejan. Tengo la sensación de que, si un día a los tecnoseñores les da por ahí, van a conseguir que un pibe escuche una canción excelsa —pienso en In My Life de Los Beatles, pero cada uno puede elegir la que prefiera—, y que su reacción sea decir: "Qué mierda". Que ante una imagen de Margot Robbie, diga: "Qué mina fea". Que ante una escena de violencia extrema, diga: "Qué lindo". Los tecnoseñores quieren engendrar pibes parecidos a los protagonistas de La naranja mecánica. (Los monos de las Fuerzas del Cielo se ven así de border, no me digan que no.)
No sé cómo termina Task porque, como les dije, el capítulo final se emite a partir de este domingo a la noche. Pero mi corazón sabe lo que quiere. El destino de Brandis y de Robbie me parece lo de menos, en algún sentido. Son dos adultos que hicieron su apuesta vital y, en consecuencia, están dispuestos a aceptar el resultado. Pero el alma del relato, allí donde Ingelsby juega su deseo respecto de nuestro futuro como especie, reposa sobre los hombros de dos personas más jóvenes.

Una es Maeve, de quien ya hablé: una mujer íntegra y fuerte, a pesar de sus 21 años. Ella es, lo sepa o no, el legado de Robbie a sus hijos, aquella que mantendrá unida a la familia Prendergrast en el amor, más allá de las pérdidas y de la inclemencia del mundo. Y el segundo personaje es un niño llamado Sam (Ben Doherty). Sam es el hijo de unos drogones con los que Robbie se topa al comienzo, cuando buscaba la guita de los Dark Hearts y encontró fentanilo. Con esos dos muertos en tiroteo, Robbie debe decidir qué hacer con el niño. Cualquier otro delincuente lo mataría también, porque Sam es un testigo peligroso. Pero Robbie es Robbie, y por eso se queda con el niño —formalmente lo secuestra, como le dice Maeve— para protegerlo hasta estar en condiciones de liberarlo.
Task te cuenta que la historia de Sam es una desgracia: hijo de esos dos inútiles —otro huérfano, diría Brandis—, ha vivido como bola sin manija, desprovisto de atención y de afecto. Pero la serie cuenta también que, aunque parezca milagro, el niño ha preservado su inocencia y su gracia. Lejos de ennegrecerle el corazón, su circunstancia le enseñó a valorar hasta el más mínimo contacto con los otros, aunque sea tan circunstancial como el que lo une a Robbie o a una gallina llamada Gertie.
Nuestra misión en esta tierra es preservar la inocencia y la virtud de los Sam de este mundo, para que tengan una oportunidad de ser felices cuando crezcan. Porque mientras sigan existiendo mujeres como Maeve y niños como Sam, la humanidad no olvidará qué es lo bello y qué es lo bueno.
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