La música que escuché mientras escribía esta nota

Unos tanguitos

Hace algunas semanas les conté que una de mis canciones de cuna fue De Barro, un tango grabado en mi primer año de vida por Troilo y Fiorentino. Estas notas del hemisferio derecho las escribo de un tirón y las reviso menos que las otras en las que un error duele como una puñalada. Como andaba rumiando culpas del pasado te hablé de Manzi y de aquello que lo distingue del lamento del cornudo, como llaman los brasileños a las letras de tango. Manzi no tiene agravios contra la mujer, es él quien no se perdona lo mal que la trató, cuando ya no puede reparar el daño que le hizo a ella y, recién se da cuenta, también a sí mismo. Por eso para mi es único y el más grande.

Concentrado en la poesía de Manzi, le atribuí la música a Pichuco y uno de ustedes tuvo la bondad de corregirme: es de Sebastián Piana. Junto con la aclaración pensé poner una foto de Piana con mis viejos, pero no tuve tiempo de buscarla porque este Cohete no da respiro.

Hoy traté de encontrarla porque voy a abrirles el cofre del tesoro para que compartan las grabaciones de mi vieja en un desafinado piano vertical, que estuve escuchando esta semana. Mientras buscaba la foto con Piana, encontré otra de la que les hablé en mi semblanza de Fernando Birri.

 

 

Ese flaco soy yo  con 30 años menos en la escuela de cine de Cuba que creó Birri. Ese señor muy viejo con unas alas enormes me invitó a regar junto con él los árboles que plantó en el parque del edificio en San Antonio de los Baños para representar los tres mundos (África, Asia y América) que él prefería a la denominación de Tercer Mundo. Por el desorden reinante, la música de mi vieja va con la foto de Birri (a quien le encantaba escucharla) y ya veremos a qué nota irá a parar la de Piana con los Verbitsky cuando aparezca buscando otra cosa.

Te la presento con algunas cosas que escribí cuando murió. Se llamaba Jana Altschüler, y pocos días antes de perder la lucidez, a los 93 años, dijo que había sido muy afortunada. También repitió varias veces que le faltaban cosas por aprender. Ésa fue siempre su actitud vital. Una de las últimas frases que pronunció con claridad antes de caer en el sueño definitivo fue: “Ya voy”. La sepultamos bajo el rayo del sol en una tarde de cuarenta grados en la misma tumba en la que mi padre la esperaba desde 1979.

Pasaron 27 años entre ambas fechas, en los que además de continuar el soliloquio con el amado ausente se permitió algunas satisfacciones postergadas. Fue una de las primeras ingenieras recibidas en la Argentina, lo cual no era poco para una familia de inmigrantes pobres con un padre maestro de hebreo y una madre portera de conventillo a la que yo le enseñé a leer a mis diez años. Como el cálculo de materiales era tan aburrido como el hormigón armado resultante, se distraía con algunos hobbies manuales. Una noche de la adolescencia llegué a casa de madrugada y la encontré armando una radio a transistores, un aparato que parecía de magia. Sobre todo cuando soldó el último circuito y de esa chapa con cables y pegotes y aún sin gabinete surgió la voz de Gardel como buen augurio.

Mientras queden testigos perdurará la memoria del arrollado de frutillas que preparaba cuando venía uno de los amigos más apreciados de la casa. Ese hombre con voz de terciopelo tenía manos, pies y cara tan grandes que no me extrañaba que los locutores de la radio lo llamaran El Mundo Rivero. Desde que le oí entonar La última curda junto a la chimenea de la casa diseñada y construida por mi madre con un crédito del Banco Hipotecario a cincuenta años, quise ser cantor de tangos. Pero nunca conseguí que mamá tocara las partituras en el tono correspondiente a mi registro de los quince años, de modo que nos divertíamos un rato persiguiendo graves y agudos hasta que cada uno volvía a su realidad.

Cuando llegó la cibernética se entusiasmó con dejar la regla de cálculo de logaritmos y se anotó en unos cursos de capacitación que ofrecía una firma francesa. Los tres primeros promedios irían luego a París a perfeccionarse y de regreso formarían parte de los planteles de la compañía. Obtuvo la mejor calificación pero por su edad no la mandaron a Francia: tenía más de cincuenta años. No se lo habían informado antes del examen. Será por eso que antes de pedir en un restaurante pregunto qué no hay de la lista.

Ella soportó la frustración sin una queja y se tomó desquite al iniciarse la era de las computadoras personales.

Estudió computación y la enseñó en instituciones públicas y privadas hasta los 90 años. Cuando sus amistades del chat querían conocerla y le preguntaban la edad, no le creían la respuesta; pensaban que era un ardid de coquetería. “Vamos Janita, decí la verdad”, le insistían. Los amigos que necesitaban algún dato sabían que a cualquier hora que llamaran la encontrarían dispuesta a compartir sus conocimientos sobre las materias más variadas. Hace unos quince años, Liliana Herrero estrenó un tango bellísimo y muy poco conocido, también de Piana y Manzi, Noches provincianas. Lo tocaba de oído y tenía dudas sobre algunos pasajes, si un final subía o bajaba. Mi madre le escaneó la partitura, del original que atesoraba, con la firma de Piana, que también vivió más de 90 años y con quien se veían de tanto en tanto. La cinta grabada en la que Liliana le contaba esa historia al público la hizo sonreír de satisfacción.

Siguió tocando los tangos de la guardia vieja que le encantaban. Le alegraba cuando Lilia Ferreyra iba a descifrar las partitas de Bach en su piano, que nunca había molido más que tangos. Se le fueron olvidando los títulos pero no la melodía ni dónde poner los dedos en el teclado. Tuvo más suerte con la música que su padre, de quien contaba la reprobación que padecía cada vez que empuñaba el violín. Hasta que no desistía, su perro salchicha aullaba indignado debajo de la cama.

Sergio Ramírez me pidió permiso para incluir en una publicación suya mi semblanza sobre Jana y agregó su comentario personal: “Si hubiera más gente como ella, Edmundo sería mejor”.

Este video casero lo grabamos cuando comenzaba a declinar. Se la ve cargada de hombros, con alguna dificultad para oír y una memoria un poco desinflada. En la digitalización de la cinta también quedaron partes fuera de sincro. Pero cuando pone las manos sobre el teclado tiene una fuerza impresionante. Después me cuentan.

 

 

 

 

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