La música que escuché mientras escribía esta nota

Una historia de reyes, condes y duques del pentagrama

 

La semana pasada me y los deleité con un casete de Horacio Salgán sólo con su piano, grabado hace 27 años junto al Lago de Palermo. Además de los agradecimientos recibí una crítica, por haber escrito que Salgán tenía raíces africanas, como Duke Ellington. Uno de ustedes dijo que era innecesario y que toda la humanidad compartía tales raíces. Le respondí que no es lo mismo un par de siglos, como Salgán, que centenares de miles de años y me desentendí.

Pero el tema me quedó repiqueteando y volví a escuchar las pocas versiones que hay al piano, sin trío ni orquesta, de Duke Ellington, con cuya calidad había equiparado a Salgán. Se me ocurrieron dos cosas que quiero compartir.

Una sobre la africanidad. Ellington fue parte del renacimiento negro que revolucionó la cultura de Harlem, en Nueva York, hace nueve décadas. Su orquesta extraordinaria tocaba en un cabarute donde sólo podían entrar blancos ricos, el Cotton Club (hay una mediocre película de Francis Ford Coppola, de 1984, con el insoportable Richard Gere).

Se llamaba Edward Kennedy (el apellido de su madre) Ellington (el de su padre), lo cual antes de la década de 1960 no le llamaba la atención a nadie. Pero todo el mundo le decía Duke, algo que transparenta la lucha contra el desprecio racial, ya fueran seudónimos adoptados por ellos como el King de Joe Oliver, el Count de Basie, o el Sir de Richard Hanna o nombres elegidos por su madre, como el Earl de Hines. Una realeza y una nobleza de la imaginación, compensatoria de las humillaciones cotidianas.

Además de sus actuaciones, Ellington interpretó y /o compuso una serie de temas, suites y cortometrajes que indagaban sobre la negritud (Black and Tan Fantasy, Creole Rhapsody, Symphony in Black, A Rhapsody of Negro Life; Black, Brown, and Beige; New Orleans Suite, The Afro-Eurasian Eclipse entre otras). En sus últimos años escribió incluso música sacra. Ellington grabó la Symphony in Black en lo que hoy llamaríamos un video clip en 1935, con el debut de Billie Holliday a sus veinte años.

 

 

Salgán no sintió esa necesidad de afirmación de sus raíces, porque la cultura argentina no discriminaba contra las raíces africanas, lisa y llanamente las ignoraba. Intuyo en Ellington dos movimientos complementarios. Todas esas suites reflejaban su aprecio por la música clásica. Pero ése era un sentimiento complejo, muy distinto del que prevalecerá décadas después entre los músicos negros: además de gusto musical, era una forma de mostrar distinción, lo mismo que la elegancia de su vestimenta o su perfecta dicción del inglés, tan distante del dialecto afroestadounidense ebonics, una imagen de los negros distinta de los estereotipos creados por los blancos. Por decirlo en porteño, negro pero fino para hacerse perdonar el color, igual que Obama y Michelle. Lo mismo se aplica a sus exquisitas versiones de las suites Cascanueces de Tchaikovsky y Peer Gynt, de Grieg.

 

 

La otra sobre su pianismo. Cuando se cumplieron los cien años de su nacimiento, en 1999, los muchos homenajes que se le rindieron se concentraron en sus composiciones y su orquesta, cuyo sonido único revolucionó la música del siglo. No recuerdo que nadie lo haya destacado como pianista, incluso hubo quienes lo menoscabaron, relegándolo en comparación con su alter ego y director alterno de la banda a partir de la década de 1940, el también pianista y compositor Billy Strayhorn, lo cual me parece una burrada.

Le pregunté a un jazzero argento por qué creía que pasaba eso. “Porque fue demasiado grande y se tapó a sí mismo. También como pianista fue el más grande”, me contestó. No estoy seguro de que esté por encima de Tatum, Monk, Evans, Hines o Tristano pero eso se puede discutir sin pasar vergüenza. Si en ese mazo hay cuatro ases y dos comodines, él es uno de ellos.

Termino con un recuerdo personal, que para muchos de ustedes será desconcertante. Esas suites se apartaban de la medida estándar de los tres minutos que era la duración máxima de los discos de pasta dura que giraban a 78 revoluciones por minuto, antes de que existiera el vinilo flexible y las 33 rpm. Para escuchar la suite completa con la menor cantidad de interrupciones los discos se colocaban alternados en el combinado: 1,3,5 y luego se daban vuelta, 2,4,6. Cuando uno caía sobre el otro con un ruido seco, yo temblaba. Pero hasta ahora los conservo, intactos.

Escuchen y opinen.

 

 

 

 

 

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