Enzo Traverso, tal vez el máximo historiador de las ideas del siglo XX, recomienda escudriñar con ojo crítico las narrativas que acompañan los grandes conflictos, “observar los usos públicos del pasado que las acompañan”, así como “reflexionar sobre las instrumentalizaciones a menudo cuestionables y a veces despreciables” de las que estas son objeto.
En el conflicto que enfrenta Israel con los palestinos que habitan los territorios ocupados de Jerusalén, Gaza y Cisjordania, la narrativa del sionismo, es decir, del movimiento que dio origen al Estado de Israel, ocupa un lugar fundamental y merece ser abordada sin temor a develar su trasfondo, porque allí reside, probablemente, el mayor obstáculo para alcanzar una paz justa.
Según el historiador judío-israelí Ilan Pappé, autor, entre otros ensayos, de El lobby sionista (Ediciones Akal), el nacimiento de la ideología sionista se remonta a mediados del siglo XIX. Surgió como subproducto de una narrativa híbrida, donde el deseo genuino de salvar a los judíos europeos del antisemitismo se fundió con una visión escatológica cultivada por los cristianos evangélicos. Estos religiosos cristianos, que secretamente aspiraban a eliminar una competencia incómoda, “experimentaron la sorprendente revelación de que era voluntad de Dios reunir a los judíos del mundo y transportarlos a un Estado propio en la Palestina histórica”. Cuando estas ideas religiosas se fusionaron con unos brotes de nacionalismo judío laico, que ansiaban un hogar para los judíos perseguidos por el antisemitismo, se produjo una mezcla explosiva.
Surgimiento del sionismo
El movimiento sionista fue en esencia una creación de judíos seculares en respuesta al creciente antisemitismo en Europa. A finales del siglo XIX, ese movimiento sufrió una primera transformación cuando se decidió construir un Estado judío, europeo, moderno y supuestamente democrático en el corazón del mundo árabe, y se emprendió la tarea llevando a cabo una operación de asentamiento colonial en Palestina.
El texto fundacional es el libro El Estado de los judíos (según la denominación original) de Theodor Herzl, publicado en Viena en 1896. Si bien Herzl había sido partidario de la asimilación en los países de acogida, el caso Dreyfus y el moderno antisemitismo en Francia le hicieron cambiar de idea y plegarse a los grupos minoritarios de nacionalistas que sostenían que los judíos eran un grupo nacional y no solo los integrantes de una religión.
Hasta ese momento, en la Europa ilustrada se consideraba a los judíos como un grupo religioso y no como un pueblo errante. La idea de que los judíos eran un antiguo pueblo o raza que había sido desarraigado de su patria, Canaán, fue recogida por primera vez en Historia de los judíos, escrita por Heinrich Graetz en 1850. Los lectores interesados en profundizar este tema tienen en el libro La invención del pueblo judío de Shlomo Sand (Editorial Akal), un sugestivo estudio que llegó a ser best seller en Israel.
Las especiales circunstancias que dieron lugar al nacimiento del sionismo explican también el motivo que llevó a que fuera rechazado en sus comienzos por la escuela rabínica, quienes lo consideraban un movimiento opuesto a la tradición religiosa judía. En 1897, el rabino de Viena publicó un libro titulado National Judaism, con una aguda crítica a la visión sionista. En este señalaba que, aun en el supuesto de que los judíos hubieran sido un pueblo de la Antigüedad, desde la destrucción del templo, habían pasado a ser una comunidad religiosa que se expandió por el mundo para diseminar el mensaje del monoteísmo y convertir a la humanidad en el pueblo de Dios.
El laicismo de Theodor Herzl quedó también de manifiesto por el hecho de que en su texto fundacional no consideraba a Palestina como el exclusivo país de destino de los judíos y sugería la posibilidad de asentarlos en la Argentina: “¿Elegiremos Palestina o Argentina? Tomaremos lo que se nos dé y lo que sea seleccionado por la opinión pública judía”. En su libro, Herzl propone una república aristocrática, en la que regiría la igualdad civil y la libertad religiosa.
En los ambientes de la burguesía judía asimilada de la Europa occidental, la propuesta provocó desdén y sarcasmo al ser considerada una excentricidad. Años después, bajo el título Viejo y nuevo país, Herzl escribiría una novela utópica en la que describía cómo imaginaba el futuro Estado de Israel: una sociedad tolerante y cosmopolita con un Estado laico y moderno, sin ejército, que aseguraba la convivencia entre árabes y judíos en un pie de igualdad y donde todos los problemas se resolvían sobre la base del diálogo racional.
La aliá
La inmigración judía a la tierra de Israel (Eretz Israel) se inició en 1882 bajo la denominada primera aliá, que significó la llegada a Palestina de alrededor de 35.000 judíos, a lo largo de 20 años, en su mayoría procedentes de Rusia. Estos primeros colonos compraron tierras con el apoyo financiero de filántropos judíos de Europa occidental para formar así los primeros asentamientos agrícolas.
Ya bien entrado el siglo XX, los pogromos en los países del este de Europa y el genocidio en la Alemania nazi dieron nuevas razones para buscar un refugio en Palestina. Los países occidentales, en especial Inglaterra y Estados Unidos, habían establecido cuotas restrictivas, rechazando a la mayoría de los refugiados judíos que intentaban entrar.
Como señala Pappé, para estos sionistas, la Palestina real, como tal, no existía: “En sus mentes la habían sustituido por la ‘Tierra Santa’, y en esa ‘Tierra Santa’, desde el comienzo, no había población indígena, solo una pequeña comunidad de cristianos fieles y judíos devotos que se habían quedado después de que la mayoría de sus correligionarios fuesen expulsados por el Imperio romano”.
Los mitos compartidos
Los procesos de colonización de pobladores, que tuvieron lugar en América, en Australia o en Sudáfrica, estuvieron basados en la lógica del desplazamiento o eliminación de los nativos, empresa ardua que requería elaboradas justificaciones morales. El resultado era la construcción de una narrativa donde el avance de la civilización imponía la dolorosa carga al hombre blanco de eliminar los grupos étnicos considerados inferiores.
El proceso de colonización de Palestina por el sionismo no ha sido diferente. La nueva escuela de historiadores judíos ha dado cuenta del proceso de limpieza étnica que se produjo en el año 1948, cuando alrededor de 500 aldeas palestinas fueron destruidas y 750.000 residentes árabes huyeron de las masacres para adquirir el estatus de refugiados en regiones adyacentes. Estos acontecimientos fueron ocultados a la opinión pública internacional y la inmensa mayoría de judíos que fueron convocados a sumarse a la construcción del nuevo Estado judío lo ignoraban o simulaban ignorarlo. El ensayo de Ilan Pappé, La limpieza étnica de Palestina (Ed. Booket), es la obra de referencia obligada para conocer el verdadero alcance de esta tragedia.
El antisemitismo
La narrativa sionista, obviando la forma en que se produjo el proceso de colonización, atribuye la resistencia palestina, en los distintos formatos que fue adquiriendo a través del tiempo —con mayor o menor uso de la violencia armada, incluyendo el terrorismo—, al odio a los judíos. El tema del odio ancestral a los judíos fue también un ingrediente fundamental de la convocatoria a la aliá, es decir, a favorecer la inmigración judía a la nueva patria, donde podrían encontrar refugio frente al antisemitismo rampante. De allí proviene el recuerdo permanente del Holocausto, olvidando en ocasiones que no solo fueron víctimas los judíos, sino también otros grupos étnicos como los gitanos o los eslavos.
En relación con los usos de la historia, Enzo Traverso considera que “la memoria del Holocausto fue instrumentalizada para transformarse en una especie de inocencia ontológica de Israel, que entonces puede hacer lo que quiere, porque siempre lo hace con la legitimidad que surge de su pretensión de representar a las víctimas del Holocausto, con una legitimidad que proviene de la fundación de Israel como respuesta al Holocausto. Hay que contestar esta narración, que es una mentira y que se puede decir que es un insulto a las víctimas del Holocausto, porque la paradoja realmente innoble es que la memoria de un genocidio es reivindicada para justificar otro genocidio”.
Nadie puede poner en duda que los pogromos y el antisemitismo en Europa han sido una realidad trágica, que ha causado enorme sufrimiento a los judíos víctimas de esos brutales hechos. Que existen facciones yihadistas que actualmente utilizan el terrorismo como estrategia en su lucha de resistencia, tampoco. Lo que se cuestiona es la idea subliminal de que ese odio esté incorporado en el ADN de quienes no son judíos. Esos odios, como tantos otros, han sido fruto de especiales circunstancias históricas, y en muchos casos debido a que las sociedades humanas han recurrido al uso de chivos expiatorios como modo absurdo de purgar sus padecimientos. Eso explica, por ejemplo, que en la actualidad los grupos nacionalistas de derecha europeos, que en el siglo pasado cultivaban el antisemitismo, hoy han trasladado ese sentimiento de odio hacia los inmigrantes, profesan la islamofobia y son defensores acérrimos del gobierno de Netanyahu.
El “derecho a la existencia”
De igual modo, la narrativa del odio ancestral a los judíos se traslada en un formato similar al “derecho a la existencia” de Israel como Estado judío, un pequeño David acosado por los países árabes de su entorno que quieren destruirlo y “echar a los judíos al mar”. Como es comprensible, la instalación de una isla de estatalidad étnica judía en un inmenso espacio cultural árabe no ha sido una iniciativa bien recibida por los pueblos árabes. Las numerosas guerras que han tenido lugar desde entonces lo atestiguan. Pero el “derecho a la existencia” no puede convertirse en un salvoconducto para amparar todo tipo de excesos. Esa narrativa es utilizada ad nauseam por los partidarios del “alcanzar la paz por medio de la fuerza”, es decir, por todos aquellos que rechazan las soluciones diplomáticas y aspiran a imponer sus pretensiones de modo violento. El resultado es que Israel se ha convertido en un estado super militarizado que aprovecha su poderío militar y el apoyo de los Estados Unidos para expandir de forma constante sus fronteras o agredir a los países que cuestionan su pretensión hegemónica.
Es sabido que Israel nunca ha definido sus fronteras y tal vez por ese motivo ha rehusado dotarse de una Constitución. Esto alienta la sospecha en los países árabes de su entorno de que el proceso de expansión no ha finalizado y que la ocupación de territorios en el Líbano y en Siria no responde solo a una obsesión por la seguridad, sino que pretende construir el utópico Gran Israel, el viejo sueño bíblico de los sionistas mesiánicos más radicales. El dato incuestionable es que los sucesivos gobiernos de Israel desde el año 1967, cualquiera que sea su color político, han venido fomentando los asentamientos ilegales en Cisjordania para frustrar la posibilidad de un Estado palestino. Esto revela que han sido todos tributarios del sionismo supremacista que aspira a la formación de la Gran Israel, tratando de forzar la expulsión de los palestinos allí residentes.
El intelectual judío liberal Amos Oz, en su breve opúsculo Contra el fanatismo (Ed. Siruela), expresa la contradicción en que se encuentran los israelíes más moderados. Por un lado, reconoce y se hace cargo del problema “de los que se pudren en condiciones inhumanas en los campos de refugiados. Si no hay solución para esta gente, Israel no tendrá paz ni tranquilidad”. Pero al mismo tiempo, señala que “Israel no puede admitir a esa gente en grandes cantidades, porque si lo hace nunca más sería Israel”.
A diferencia de otros movimientos coloniales como los que colonizaron Norteamérica y Australia, Israel no ha logrado eliminar a los habitantes nativos de Palestina. En lugares como Estados Unidos y Australia, apenas quedaron supervivientes y los genocidas no debieron soportar un cuestionamiento serio de su legitimidad en el plano internacional. La situación es radicalmente distinta en Gaza y Cisjordania, donde los intentos de llevar a cabo una nueva limpieza étnica, similar a la que tuvo lugar en 1948, están siendo filmados y reproducidos en todo el mundo. Como señala Alejandro Katz, “ya son hoy no cientos sino miles las voces judías alzadas contra aquello en torno de lo cual algunos quieren establecer una disputa léxica (¿es o no un genocidio, es o no limpieza étnica?) sólo para esconder los hechos. Y los hechos son que Israel está cometiendo una masacre de las más abominables de nuestro tiempo, una masacre cuya dimensión, tanto por el daño que produce como por la crueldad con la que lo produce, nunca —¡nunca!, es terrible saberlo desde hoy— podrá ser olvidada”.
Es difícil esperar que en las actuales circunstancias se alcance una fórmula viable de paz en Medio Oriente mientras la sociedad israelí siga sosteniendo coaliciones de gobierno integradas por fanáticos religiosos partidarios de un delirio supremacista. Esto condena a la población judía de Israel a un estado permanente de amenaza y temor, mientras que los palestinos seguirán negándose a aceptar una situación que los condena a la miseria y al vasallaje.
Es probable que algún cambio se pueda alcanzar si la comunidad internacional somete a Israel a una presión similar a la que provocó la caída del régimen sudafricano. Esto supone exigir al gobierno de Israel deponer el actual régimen de apartheid, respetar los derechos humanos en los territorios ocupados e instaurar una verdadera democracia basada en la igualdad civil y política de todos los habitantes, abandonando la idea de una estatalidad étnica judía. Es la forma aceptada por todas las democracias occidentales que consideran que el Estado debe ser laico y democrático. Hannah Arendt, en una carta dirigida en 1946 al filósofo Gershom Scholem (que tomamos del libro El mundo después de Gaza de Panka Mishra), alertó tempranamente sobre el riesgo que se cernía sobre el proyecto sionista: “Existe un peligro real de que a un nacionalista congruente no le quede más opción que convertirse en racista. La metamorfosis de un pueblo en una horda racial es un riesgo omnipresente en nuestro tiempo”.
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