La noticia más triste

La música que escuché mientras no escribía

 

William Faulkner es uno de los genios de la literatura estadounidense, receptor del Premio Nobel en 1949, a sus 52 años. Cualquiera que desee escribir, debe descifrar el estilo de Faulkner, desarmarlo pieza por pieza, y, si puede, volver a armarlo, como predicaba Gabo.

Cuando le preguntaron por los escritores de su generación, que incluía a Hemingway, Scott Fitzgerald, Sinclair Lewis, Faulkner respondió que el mejor era Thomas Wolfe, tres años menor que él, quien moriría antes de cumplir 38 años, dejando detrás obras monumentales como Del tiempo y del río o la póstuma  You Can't Go Home Again, algo así como No podés volver a casa (que creo que no está traducida al castellano). Wolfe nunca tuvo en vida la repercusión de sus contemporáneos, pero la lectura y la relectura de sus textos de aliento bíblico justifican la frase de Faulkner. Lector voraz, llegó a tener una impresionante formación clásica, a partir de su empecinamiento. El padre de sus relatos tiene una marmolería en la que talla monumentos para las tumbas del pueblo, y la madre es una avara balzaciana, descendiente de un austero linaje militar, que administra una pensión. Eugene Gant es el menor de los hermanos, y el único que logrará elevarse por encima de la medianía del entorno, guiado por el recuerdo del hermano Ben, una de las víctimas de la mal llamada gripe española. Encandilado por Nueva York nunca se desprendió del todo de su pueblo montañés. Leí en castellano Del tiempo y del río en mi temprana adolescencia en un pueblo de la provincia de Buenos Aires y lo releí en inglés en los últimos años, y volvió a fascinarme, tanto como You Can't Go Home Again.

Scott Fitzgerald retrató la generación perdida, según la definición de Gertrude Stein, y Faulkner inmortalizó el sur de su país. Pero nadie como Wolfe abarcó todo Estados Unidos, que cruzó en trenes que simbolizaban la potencia de la modernidad, sus universidades, su ruralidad pero también sus ciudades, sus diversos climas y culturas, sus razas, además de la Europa de entreguerras, en la que vivió unos meses antes de su muerte prematura. Nadie describió como él el clima previo al crack de la bolsa de 1929 y la sorpresa brutal de ese derrumbe que contrarió todas las expectativas, de un progreso y un lujo. Tampoco hay comparación para las páginas que dedicó a Adolf Hitler, cuando su ascenso aún parecía resistible.

Me acordé de él este jueves, cuando varios amigos y amigas me informaron de la muerte de Tony Bennett, que gozó en vida del reconocimiento que no tuvo Thomas Wolfe, porque no vivió 38 sino 97 años, y siguió cantando hasta los 95, con un recital conjunto con Lady Gaga, pese a que ya el Alzheimer le había alterado el cerebro. Igual que Faulkner sobre su competidor, Frank Sinatra dijo que Tony Bennett era el mejor cantante que había escuchado, porque entendía lo que los compositores quisieron decir con sus canciones, y más aún.

Además puso el cuerpo en todas las causas nobles con las que se cruzó en su vida. Como soldado, participó en la liberación de un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial y se relacionó con los soldados afroamericanos de su regimiento, en un pie de igualdad. Como ciudadano marchó junto a Martin Luther King  y a su íntimo amigo Harry Belafonte, durante la movilización contra el racismo en Selma, Alabama. Además era un pintor aceptable, que expuso su obra en galerías de primer nivel.

 

Martin Luther King, entre Harry Belafonte y Tony Bennett.

 

No te voy a emplomar con detalles de su carrera, que se extendió por siete décadas, en las cuales se cansó de cosechar Grammys y encabezar las listas de discos más vendidos, a edades en las que nadie lo había logrado antes. Todo lo hizo bien, siempre. Era un hombre bueno y sensible. Lloró cuando le dieron la noticia de la muerte de Amy Winehouse, con quien venía de grabar Body and Soul, como precalentamiento para un álbum completo. La relación con sus cuatro hijos era amorosa, tanto que trajo a Buenos Aires como telonera a la menor, Antonia, demostración flagrante de que el amor es sordo. Otro tanto con Susan, su esposa cuatro décadas menor, a quien conoció cuando ella tenía 19 y él 59.

De toda su obra sobreabundante me quedo con los dos álbumes que grabó, acompañado por el piano de Bill Evans, con un sello propio, que creó para zafar de la horrible década de 1970, donde para las compañías todo debía parecerse a los Beatles, pretensión disparatada a la que Anthony Dominik Benedetto no quiso someterse.

La calidad de esas versiones es absoluta, y me consoló esta semana, de la tristeza por su muerte y de la gripe que me impidió escribir mi columna política. Esta es la música que escuché mientras no escribía. Hay que creer en la primavera, hay que creer en el amor, que está en camino. Cubierto de nieve, el rosal sólo espera el beso de mayo. Cuánta dulzura, por favor.