El día después de la audiencia inicial, La Nación emerge –una vez más– como guionista y actor del propio proceso. No sólo relata la causa: pretende conducirla. La nota funciona como pieza editorial encubierta: describe, presiona, celebra y amonesta. Sus periodistas estrella, los mismos que durante años construyeron el sentido común de “la causa de corrupción más importante del país”, vuelven a reclamar velocidad, presencialidad selectiva y exposición pública. No es inocente. La Nación busca protagonismo porque fue parte constitutiva del nacimiento del caso. Sin Diego Cabot, sin la puesta en escena, sin la amplificación mediática original, los cuadernos nunca habrían tenido vida procesal. No es periodismo: es participación en la arquitectura del caso.
Pero esta vez el diario encontró algo inesperado: un tribunal que no se dejó disciplinar. El Tribunal Oral Federal 7, durante la audiencia, habló con un lenguaje que en Comodoro Py incomoda: independencia. Los jueces Enrique Méndez Signori, Fernando Canero y Germán Castelli no discutieron política; discutieron técnica procesal, garantías constitucionales y, en un gesto institucional infrecuente, defendieron sus propios fueros. El mensaje fue nítido: ellos no pueden –ni deben– decidir según el calendario de La Nación, ni según los deseos de Casación, ni según las operaciones cruzadas. No es menor que lo hayan dicho en público, frente a todo el país.
El tribunal explicó que durante años pidió recursos, estructura informática, asistentes, sala de audiencias y personal administrativo. Nadie respondió. Durante seis años cargaron solos con 87 imputados, miles de fojas, decenas de incidentes, cientos de planteos y un expediente cuyo volumen haría colapsar a cualquier tribunal. Y ahora, de repente, tras la presión mediática, se exige que hagan en pocos meses lo que la Justicia no hizo durante un lustro. Es una paradoja que desnuda la lógica política detrás de la causa.
La defensa de la virtualidad no fue un capricho del tribunal. Fue un argumento jurídico sólido: la Corte, desde 2020, avala la realización de audiencias remotas; los juicios complejos en todo el país se sostienen con modalidades mixtas; la inmediación procesal puede garantizarse perfectamente por videoconferencia. Y la presencialidad se reserva –como debe ser– para los actos de mayor gravedad: la indagatoria y la declaración personal del imputado. En ese punto, el tribunal fue categórico: ningún imputado será obligado a declarar sin estar físicamente en la audiencia. Es un límite institucional que defenderán incluso frente a Casación.
Ese planteo técnico-constitucional, sin embargo, fue traducido por La Nación en clave política. El diario necesita la escena: imputados entrando por Comodoro Py, cámaras, escraches, réplicas virales, titulares. Necesita recuperar el show porque el expediente ya no ofrece la potencia mediática que tuvo en 2018. La Nación quiere recuperar el impacto original porque el verdadero objetivo político se mantiene intacto: proscribir al peronismo. No se trata de un juicio; es la continuación de una estrategia que busca mantener congelados a dirigentes, ex funcionarios y estructuras políticas bajo un proceso interminable, sin sentencia, pero con condena social.
Y en el centro de esa construcción aparece la figura más insólita de todo el expediente: el chofer. Oscar Centeno no es un testigo: es un personaje. No es un observador: es un dispositivo narrativo. Pasó de ser un hombre obsesionado por anotar kilómetros, cambios de aceite y camisas del ministro, a convertirse de repente en un espía que escribe delitos como si estuviera redactando un guion cinematográfico. La Nación lo elevó a la categoría de cronista del poder. La Justicia lo transformó en pieza clave. Pero nadie –ni en la instrucción, ni en el juicio, ni en la prensa que lo consagró héroe involuntario– respondió la pregunta esencial: ¿cómo pudo un chofer que no denunció jamás un delito convertirse en el eje de la acusación sin compartir necesariamente responsabilidad penal por aquello que dice haber visto?
Ese mecanismo es conocido: si necesitás un relato incriminatorio y no tenés pruebas materiales, construís una historia. Pero incluso la mejor historia se derrumba si no tenés el soporte técnico para sostenerla. En la audiencia quedó claro que ese soporte no existe. Faltan los cuadernos. Faltan fechas consistentes. Faltan respaldos físicos. Faltan partes esenciales del relato. Y sobraron silencios de Centeno durante años, silencios que lo colocan en una posición penal imposible: o mentía, o era encubridor. Sin embargo, para la maquinaria mediática eso no importa. Lo que importa es el guion.
La Nación, consciente de que su protagonismo inicial está en riesgo, intenta recuperar el timón empujando al tribunal, magnificando la presión y recordándole al Poder Judicial que hay un sector del establishment que necesita este juicio para seguir funcionando como herramienta política. Y por eso exige celeridad. No para garantizar justicia, sino para garantizar agenda.
Pero el TOF-7, por primera vez en años, habló con voz propia. Reclamó recursos, exigió respeto, defendió su autonomía procesal y recordó algo que hacía tiempo estaba olvidado: los juicios deben hacerse con garantías, no con operaciones. Los jueces dejaron claro que no serán meros ejecutores de un espectáculo mediático, ni avalarán un debate presencial improvisado solo para satisfacer los deseos del diario y sus figuras estelares. Esa defensa de sus fueros, de su independencia y de la libertad de organización del juicio es, paradójicamente, la noticia más importante de la jornada inicial.
El tribunal no está dispuesto a ser el brazo ejecutor de una proscripción política. Y esa resistencia, aunque silenciosa, altera el tablero. Porque si el juicio se hace con reglas –y no con titulares–, la fragilidad estructural del caso queda expuesta. Y cuando la fragilidad se ve, el relato se desmorona.
En medio de pantallas congeladas, reclamos cruzados y la presión explícita de La Nación, el TOF-7 recordó que detrás del show hay derechos, garantías y personas. Y que por más ruido que haga el periodismo militante del establishment, la justicia no puede funcionar como una sucursal editorial.
* José Manuel Ubeira es abogado penalista
** Artículo publicado en Página/12.
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