La panza es reina y el dinero es Dios

Las urnas dieron un mensaje contundente

 

Hay un tango que grafica descarnadamente la centralidad del hambre en la vida de los y las mortales, alejado de la prosa académica, las consultoras errantes y el lenguaje alambicado de los power point, aunque sensible y reactivo al escrutinio popular.

Dice en clave de dos por cuatro: “si el verdadero amor se ahogó en la sopa, la panza es reina y el dinero es Dios”, y cuando el estómago cruje no sabe de distinciones nac&pop o neoliberales. Injusto o sesgado, es el pragmatismo que impone la costumbre de comer todos los días, y de comer todxs.

 

 

Tal vez este axioma contradiga las miradas fiscalistas pero acompaña con beneplácito la troika salario, precio de alimentos y tarifas, función que funciona. Un gambito de dama popular, o mejor dicho: una...

El plebiscito del pueblo no tiene una motivación única, pero en esa multicausalidad la vida precaria y la dificultad para poner un plato de comida en la mesa diaria reconocen una preponderancia insoslayable.

El peronismo surgió y consolidó su identidad político-social en la generación de trabajo, la movilidad social ascendente y la incorporación de los sectores postergados al consumo; hizo suya la justicia social.

La historia discurre, la vida cambia pero queda el capitalismo, que mutó –y se radicalizó– desde el modelo de acumulación productiva a la valorización financiera. Esa transformación conllevó la disminución del poder político respecto del real y el debilitamiento de la intervención del Estado en la economía, en la vida pública y cultural. Es un fenómeno mundial, pero el peronismo siempre hizo la diferencia.

El proyecto político del gobierno tiene un objetivo de crecimiento económico inclusivo, apostando por la generación y protección del trabajo formal y digno, el fortalecimiento del mercado interno, la industria nacional y, con ella, de las pequeñas y medianas empresas, pero las tácticas para alcanzarlo –y con ello las medidas y políticas públicas– se evidenciaron insuficientes.

La hermenéutica hegemónica de la oposición propagada en los medios de su propiedad se arroga esa disconformidad, que interpreta como una apuesta por su proyecto político: endeudamiento, economía especulativa, menos salario, jubilación y pymes, tarifas dolarizadas y un sinfín de etcéteras. No es lo que dijo ese mismo voto en 2019, y la derechización de cierto caudal (con plataformas electorales vacuas y un discurso soft a tono) explica más los frutos del discurso antipolítico que el rechazo al proyecto del Frente de Todxs.

Máximo Kirchner habló de la importancia de la participación política, social y sindical para la concreción de los deseos colectivos, alejándose de la queja y de la cultura del odio, lo que se opone al modismo irónico enamorado de la pasividad neoliberal, primo hermano de la indignación que pregona la oposición. La ausencia de audacia política también resulta funcional a esta práctica.

Mejorarle la vida al pueblo siempre implica tocar intereses corporativos y, como dice Pedro Saborido en su Historia del Peronismo, el odio aparece cuando se ven en peligro los recursos y los privilegios. Que sea entonces un odio motivado en esas causas, por los y las que temen perderlos.

La oposición invita seductoramente a una visión facilista del mundo, a la canalización de las frustraciones por la exclusión inevitable a través de la espiritualidad de segunda mano y el ofrecimiento de la otra mejilla, pero jamás, nunca jamás, a la visibilización del conflicto inherente a la complejidad social, la política como instrumento de transformación y la emancipación del héroe colectivo.

 

Un retorno al pasado para construir el futuro

Las urnas dieron un mensaje contundente; quien quiera escucharlo pone el conflicto arriba de la mesa y los utensilios de la política para resolverlos.

En un modelo cultural neoliberal, que propone el ocultamiento del conflicto y la homogeneización de las diferencias con la opresión, las heterogeneidades se procesan e inscriben discursivamente en el golpismo destituyente anti-república. Sin embargo, no es más que el funcionamiento de la democracia que tanto les perturba.

El macrismo nos llevó en cuatro años a contraer una deuda externa con los organismos multilaterales de crédito de 45.000 millones de dólares, nos endeudó a 100 años, destruyó 25.000 pymes, elevó el desempleo de 5,9% a 10,6% y pulverizó en un 20% el poder adquisitivo del salario: recibió la remuneración mínima en 589 dólares y la dejó en 221.

El mejor equipo de los últimos 50 años llegó a Balcarce 50 para practicar una redistribución regresiva del ingreso, confiscando a los que menos tienen para acrecentar las arcas de los que más. Los bancos, las financieras y las energéticas, por ejemplo, resultaron los ganadores del modelo en detrimento de trabajadorxs, jubiladxs y sectores más vulnerables.

 

Técnica o política, gestión o transformación

La derecha, como dice Jorge Alemán, es una agenda, no un partido político, un economista despeinado o una melena roja.

Esa agenda exige –en cada proceso neoliberal que supimos padecer– libertad de precios, libertad cambiaria, eliminación de derechos de exportación, apertura comercial, altas tasas de interés y precarización laboral, que se disfraza de flexibilización y transmuta en flexi-seguridad pero siempre implica disminución del salario en la puja distributiva y la posibilidad de comer y descomer trabajadorxs. En síntesis, aumentar la arbitrariedad en el seno de las relaciones productivas, con un capital cada vez más concentrado y voraz o, en otras palabras, una profunda redistribución de poderes sociales a favor de los corporativos.

Con la pandemia quedó en evidencia la falacia (o zonzera) que afirma “la empresa crea riqueza”. En la empresa los dueños del capital pueden estar presentes pero si no concurren los que venden su fuerza de trabajo, la matriz empresarial es insostenible. O sea, la riqueza la producen el colectivo destinatario del peronismo, las y los trabajadores.

Esa misma derecha apuesta a la economización del discurso y a la reducción de la política a la ciencia de la administración, a una expertiz técnica o una gestión del statuo quo.

El peronismo siempre irrumpió disruptivamente con esa concepción, transformando, incluyendo y emancipando cuando ejerció el poder.

Antes y hoy se tradujo en medidas generadoras de trabajo y distribución del ingreso a través de políticas económicas inescindiblemente unidas a sus instituciones jurídicas de promoción y protección: salario mínimo vital y móvil, negociación colectiva, vacaciones pagas, aguinaldo, jornada reducida y un sinfín de etcéteras.

La economía, independientemente de sus variables, está al servicio del pueblo o de las corporaciones, después nos enlodamos en las apuestas instrumentales más propicias o adecuadas a ese fin.

El gasto público cruzado por la reiterada mirada fiscalista o direccionado a la inyección de dinero para el consumo y la reactivación económica –sin reduccionismos simplistas– es parte de esa batalla entre la técnica y la política, la administración y distribución de la riqueza.

Y como alguna vez Discépolo relato en su Cafetín de Buenos Aires y nuestra ajedrecista preferida anticipó el 18 de diciembre del año pasado: “Que el crecimiento no lo aprovechen cuatro vivos y la gente se quede con la ñata contra el vidrio”.

 

 

 

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