La regulación del delito callejero

La policía sigue siendo la mano invisible de los mercados criminales

 

La policía suele funcionar como una bolsa de trabajo. Por un lado, generando un campo de entrenamiento para que los jóvenes desarrollen destrezas que después van a ser referenciadas como cualidades productivas por los mercados ilegales, y por el otro, reclutando la fuerza de trabajo que necesitan esas mismas economías ilegales para valorizarse. Pero al mismo tiempo que la policía empuja a los jóvenes a que asocien su tiempo libre a un emprendimiento ilegal, hace otras cosas que no deberían perderse de vista para comprender la regulación de las conflictividades sociales que tanto preocupan a la vecinocracia.

Entre la producción de los ilegalismos y su regulación no hay mucha distancia. Más aún, una forma de regular el delito es la producción de una criminalidad subordinada. Subordinada a los mercados ilegales que están a su vez subordinados a las policías. Tal vez la palabra “subordinación” le quede grande a los fenómenos que nos interesa analizar. Pero con ella queremos hacer alusión al orden social que la policía impone y negocia por lo bajo con otros actores en el territorio. En contextos de fuerte marginación económica, no hay orden sin criminalidad. La criminalidad no es un defecto del sistema sino su materia prima. La valorización económica está hecha y reclama la expansión de los mercados informales y criminales. Por eso tampoco hay que apresurarse a postular a la regulación policial en términos de “corrupción”. La “regulación policial” no es una disfunción del estado sino una manera de hacer frente a la conflictividad social en el territorio, es decir, la necesidad de agregarle previsibilidad o certidumbre a todos aquellos negocios que necesitan de la clandestinidad para generar valor, y de aportar marcos para resolver las contradicciones que eventualmente puedan suscitarse como en cualquier mercado. No negamos el enriquecimiento ilícito de los funcionarios, pero entendemos que es el precio que hay que pagar para contener la expansión de los mercados ilegales que le resuelven los problemas a muchos mercados legales. Más aún, el costo que tiene la composición de las cualidades productivas. Quiero decir, no es el enriquecimiento lo que mueve las cosas. El enriquecimiento es un efecto pero la finalidad es otra: la regulación. No hay capital sin crimen, sin mercados ilegales y sin microdelito. La mano de obra barata pero cualificada que necesitan los mercados ilegales la aportan y generan las policías a través del hostigamiento. Más aún, una manera efectiva de regular el delito callejero será agregándolo a las redes criminales que regula la policía.

 

Los controles sociales informales

Los comisarios no tienen la bola de cristal para saber dónde se perpetrarán los próximos robos. La persecución de los delitos callejeros es tan difícil como su prevención. Más aún cuando se trata de delitos menores que a veces ni siquiera se denuncian y si se denuncian siempre hay dificultades para reunir la prueba, encontrar testigos, identificar a sus protagonistas.

La policía no se dedica a matar pibes. Eso no significa que no haya casos de gatillo policial. Pero las ejecuciones extrajudiciales llevadas a cabo por la policía no son la regla general. A veces, puede usar el “gatillo fácil”, pero está visto que sólo lo harán en casos muy puntuales. No es fácil matar a nadie, más aun siendo funcionarios. Los policías saben que pueden ser llamados a rendir cuentas y pasar una temporada en la cárcel. Saben que hay pabellones en cada unidad penitenciaria destinados a alojar a las fuerzas y están repletos. Saben que los operadores judiciales no tienen la misma biblioteca, es decir, no escriben siempre la misma sentencia. Saben que las organizaciones de derechos humanos están siguiendo su accionar muy de cerca; saben que cada vez hay más movimientos sociales o partidos políticos que referenciaron a estas violencias policiales como un ítem central y suelen motorizar su activo militante frente a esos casos. Además la apelación a la fuerza letal puede exponer a las cúpulas policiales, que quedarán a su vez expuestas frente al ministro de Seguridad, que a su vez se expone frente al gobernador y este ante la opinión pública. Entonces, el gatillo fácil no constituye la primera opción.

Otra forma, y más barata —judicialmente hablando—, para “resolver” o encarar el delito predatorio, con menos riesgos para los policías y el resto de los funcionarios, es el montaje policial, otra rutina policial que conocemos con el nombre de “armado de causas”. El comisario sabe que la persona que hace ruido en el barrio es Fulano o Mengano. Esa persona es un problema para la policía porque los que roban al boleo se transforman en actores inmanejables y además suelen ser insobornables. Digo “insobornables” porque los protagonistas de estos delitos callejeros lo hacen sin evaluar costos y beneficios. Toman muchos riesgos para los beneficios que van a obtener. Nadie anda con 100.000 pesos por la calle. De modo que el botín nunca es suculento. Lo poco que obtienen se lo suelen gastar rápidamente. Estos actores no tienen capacidad de ahorro para negociar eventualmente con la policía cuando les toque “perder”. De modo que la policía no puede tampoco tratar económicamente con estos jóvenes y si lo hace siempre lo hará involucrando a un tercero, por ejemplo a un abogado, que seguramente le saldrá muy caro a la familia. Entre paréntesis, el precio de la libertad, en esos casos, es meterse también en el circuito ilegal, seguir robando para pagar un escrito, los “buenos” servicios del abogado.

Ahora bien, eso no significa que la policía no haga nada: puede, por ejemplo, inventarles una causa. No importa que no hayan cometido el delito que se les imputa, eso es lo de menos. Seguramente no cometió ese hecho pero el policía sabe que cometió otros muy parecidos. El policía les tira un delito por la cabeza y les revienta la casa, es decir, arma un allanamiento y les planta armas, drogas, objetos robados. Más aún, les planta testigos y después arma ruedas de reconocimiento que terminan de abrocharlos. Incluso como dijimos recién, les planta incluso abogados, y les planta una primicia a los movileros y reporteros gráficos que se disponen casi siempre a comprar rápidamente lo que se les ofrece sin chequear con otras fuentes. Procedimiento blindado con los prejuicios de los vecinos y el burocratismo judicial. En efecto, el policía sabe también que los fiscales se recuestan sobre las “investigaciones preparatorias” llevadas a cabo por ellos mismos, saben por experiencia propia que van a convalidar con sus firmas las actuaciones policiales, es decir, saben que con esas pruebas plantadas le alcanzará al fiscal para pedir al juez que le “baje la preventiva” ya que, como se trata de un negrito de barrio, su señoría –prima facie— se prestará también a convalidarla.

No importa que después se caiga el procedimiento policial y con ello la causa judicial. Lo que importa es que cuando el pibe salga de prisión dentro de tres o cuatro años, con un sobreseimiento o liberado por falta del mérito, o haya sido declarado inocente de culpa y cargo, el comisario que lo mandó a prisión ya no estará en la seccional y el problema será ahora del nuevo comisario del barrio. Digo, a través de las causas armadas la policía se saca por un tiempo a la gente que hace ruido en su jurisdicción o se resiste a patear con la gente que patea con la policía.

Pero otra forma que tiene el policía de regular el microdelito será precisamente a través de los mercados ilegales, es decir, activando controles sociales informales. La policía sabe que no puede contar con la escuela o las iglesias. Mucho menos con las familias que hace rato han sido desautorizadas por sus hijos y están desfondadas. Los vecinos son un aliado pero no están para controlar a los jóvenes sino para delatarlos y, llegado el caso, para organizar rutas de acoso y salir a la caza de ellos o quemarles la vivienda. Uno de los pocos aliados en el territorio que tiene la policía para ejercer un control y de esa manera prevenir el delito predatorio son los emprendedores de las economías ilegales. Al ser asociados a estos mercados, los jóvenes tenderán a dejar de hacer “quilombo” en el barrio. Los policías saben que un joven con plata en el bolsillo es un joven que no tiene necesidad de salir a robar al boleo o a ventajear a los vecinos. Y si llegara a hacerlo otra vez, al primero que tendrá que darle explicaciones será al titular del emprendimiento productivo ilegal, puesto que estos son, en última instancia, los principales interesados en que sus trabajadores no hagan “ruido”, porque de llegar hacerlo podrían exponer sus propios negocios. En otras palabras: al asociar las cualidades productivas a los mercados ilegales, la policía se recuesta sobre los pequeños empresarios, confía en sus propias capacidades de control. Todo eso forma parte de los acuerdos generales que mantiene con estos empresarios: “te aporto marcos de previsibilidad a tus negocios a cambio de que me manejes a estos pibes”. No es lo único que se negocia, pero esto suele entrar dentro de los tratos implícitos. No se trata de acuerdos gratuitos, sino onerosos. Porque como cualquier negocio hay que pagar impuestos, en este caso los tributos son ilegales.

 

El reconocimiento en contextos precarios

Cuando hablamos de delitos juveniles predatorios estamos hablando siempre de una minoría. Esa minoría que pendula entre el trabajo precario y el delito amateur, o entre el ocio forzado y alguna que otra fechoría, un vaivén que puede durar mucho tiempo, puesto que los jóvenes lo hacen alternativa o sucesivamente. La profesionalización del delito, ha dicho Gabriel Kessler en el libro Sociología del delito amateur, no es el resultado de la experiencia acumulada sino de una decisión de optimizar los beneficios y minimizar los riesgos.

Ahora bien, solo una minoría de esa minoría mantendrá vínculos con la policía, directa o indirectamente. Solo una pequeña proporción de los jóvenes entrarán en las economías criminales, mientras que el grueso del piberío seguirá formando parte de la mano de obra barata de los mercados informales, los mercados formales flexibilizados y del precariado compuesto por los trabajadores municipales o de las cooperativas satélites al Municipio financiadas por el estado. Jóvenes sobre-empleados, que van rotando por actividades no sólo muy poco redituables, económicamente hablando, sino que tampoco les aportan capital social (contactos) o capacidades específicas que les permitan el día de mañana estar en mejores condiciones para conseguir un trabajo digno.

No se puede pensar tampoco el reclutamiento policial sin el telón de fondo de este aparato productivo estallado: la expansión de las economías ilegales es referenciada por los jóvenes como una estrategia económica en un contexto de marginación crónica y explotación laboral creciente. Muchas veces, estos emprendimientos ejercen una atracción comparativa. Una atracción a veces económica, y otras veces sólo simbólica. Porque el hecho de que estos jóvenes asocien su tiempo a estas economías ilegales no significa que estén exentos de explotación. Como bien ha señalado Eugenia Cozzi en su investigación doctoral, los jóvenes cooptados por los transas  trabajan durante largas jornadas, en condiciones muy precarias y riesgosas. La flexibilización laboral no es patrimonio de la gran burguesía sino una marca registrada de todo el capitalismo contemporáneo.

El reclutamiento policial dependerá también del nivel de organización que haya en cada barrio. Donde existe más desertificación organizacional, los jóvenes están más expuestos a estas prácticas policiales y a ser reenganchados por las economías ilegales. Por el contrario, allí donde existen organizaciones sociales, políticas y religiosas, la policía tiene menos capacidad afiliatoria y, por consiguiente, los jóvenes tienen menos chances de resultar asociados a aquellos emprendimientos ilegales.

Pero más allá de que exista o no esa trama social previa en cada barrio, no hay que subestimar a la policía y su capacidad, por un lado, para tejer otras redes, compitiendo con la política en el territorio; y por el otro para generar trabajo en su vinculación con mercados ilegales. Capacidades que dependerán directamente de los policías de carne y hueso, es decir, de la ascendencia que puedan tener los policías que patrullan el barrio o el temor que inspiren los jefes de calle o comisarios. Un policía “ortiva” tendrá muchas dificultades para traccionar a estos jóvenes. En definitiva, la policía es otro actor que compite por el reconocimiento de los jóvenes junto a otras organizaciones sociales.

 

Un puño sin brazo: la mano invisible del mercado

Los policías saben que el delito predatorio es una estrategia de sobrevivencia de los jóvenes que viven en barrios pobres, que coquetean con el delito para componer identidades, como estrategias de pertenencia. Recordemos las declaraciones del ex jefe de la policía Bonaerense cuando dijo que el delito es consecuencia de la pobreza. Saben, además, que sus protagonistas se mueven por la ciudad como cazadores furtivos, es decir, aprovechando las oportunidades que se les presentan a medida que se desplazan por ella. Saben que sus acciones se caracterizan por el repentismo, la desplanificación, sin tener en cuenta la relación costo-beneficio y con criterios de victimización desdibujados. Es decir, son delitos precarios, realizados por actores precarizados, producto de la precarización.

Pero todo esto, a veces, es una verdad a medias. La otra parte hay que buscarla en las propias actuaciones policiales. La manera que tiene la policía de regular el delito predatorio será activando controles informales, interpelando a los emprendimientos productivos ilegales en las tareas de control. Para eso la policía les reclutó fuerza de trabajo especializada.

La policía acosa a los jóvenes cuando los detiene sistemáticamente, y al hacerlo perfila trayectorias criminales. Primero abriendo ante ellos un campo de entrenamiento para que desarrollen destrezas y habilidades. Luego, vinculando esos saberes a los mercados criminales que las referencian como cualidades productivas.

Ahora bien, ningún barrio es perfecto. Los jóvenes no siempre pueden ser agregados a estas redes. A veces porque los emprendimientos no han crecido lo suficiente para contener a todos y brindar trabajo más o menos estable. A veces, porque los jóvenes tampoco quieren saber nada con esos actores. Y otras veces porque se trata de jóvenes que ya están tan “quemados” por la droga o la vida a la intemperie, que resulta difícil convencerlos o contenerlos según el caso. Estos jóvenes se transforman en una fuente constante de nuevos problemas. Primero porque su adicción puede llevarlos a cometer fechorías violentas en el barrio que puede costarles su vida o la vida de las personas que victimizan. Segundo, porque esos mismos eventos certifican a los vecinos que, por ejemplo, los transas (“los que le venden la droga a los pibes”) son el problema, la causa de todos los problemas de inseguridad en el barrio. En esos casos, cuando los jóvenes no pueden ser reclutables y, por tanto, piloteables, se activan aquellas otras prácticas policiales para su contención. Si la amenaza de violencia letal no surte efecto y tampoco la violencia altamente lesiva, habrá que sacarlos del barrio y mandarlos una temporada al infierno.

Los emprendedores criminales, en connivencia con las policías, entregarán a los jóvenes a la policía, les venderán un “operativo exitoso” para mostrar a la hinchada. Eso en el caso de que la policía tenga todavía una inscripción territorial y sea el agente regulador del mercado en cuestión. Porque si los pequeños empresarios se expandieron lo suficiente para actuar más allá de la policía, como sucede en alguna ciudad en Argentina, podrán gestionar ellos mismos los conflictos.

En definitiva, el telón de fondo de la regulación policial sigue siendo la violencia o la amenaza de la violencia letal o no letal. Una violencia que a veces ejercen directamente y otras veces mediante los servicios que aportan otros actores. El hecho de que los controles policiales se relajen en estas zonas marginales no implica que los controles se vuelvan pacíficos. Al contrario, la tolerancia que implica la regulación policial está hecha de mano dura. La policía se vuelve un puño sin brazo, es decir, una fuerza exceptuada de tener que rendir cuentas, una violencia liberada a través de cheques grises emitidos por el gobierno de turno. La policía sigue siendo la mano invisible de los mercados criminales.

 

 

*Docente e investigador de la UNQ y UNLP. Director del LESyC (Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre violencias urbanas) de la UNQ. Autor de Temor y control, La máquina de la inseguridad, Hacer bardo y Vecinocracia: olfato social y linchamientos (de próxima aparición).

 

 

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