La risa política, ¿remedio o placebo?

Cuando se tiene un puñal en la espalda, reír puede ser doloroso

 

La legendaria novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco, está tejida alrededor de una discusión sobre la licitud, o no, de la risa. El monje Guillermo de Baskerville representa al bando que la defiende como necesaria. Respaldándose en Aristóteles, la define como una fuerza "que puede tener incluso un valor cognoscitivo cuando, a través de enigmas ingeniosos y metáforas sorprendentes, y aunque nos muestre las cosas distintas de lo que son... nos obliga a mirarlas mejor, y nos hace decir: Pues mira, las cosas eran así y yo no me había dado cuenta". Este sería nuestro bando: el de aquellos que asumimos que una carcajada es sanadora, como lo sugería Selecciones del Reader's Digest en su sección La risa, remedio infalible.

En cambio el bibliotecario ciego Jorge de Burgos (es llamativo que Eco haya despreciado la fachada de sabio torpe y bonachón que Borges, su modelo evidente, proyectaba en público, para subrayar más bien su faceta de fanático) abomina de la risa, que le parece un pecado mayúsculo. "La risa —dice— es la debilidad, la corrupción, la insipidez de la carne. Es la distracción del campesino, la licencia del borracho... algo inferior, amparo de los simples, misterio vaciado de sacralidad para la plebe". Para Burgos el ciego, la prueba de que la risa es mala está a la vista: al reír, los seres humanos parecemos monos en vez de ángeles.

A Burgos lo perturba que uno deje de sentir miedo de aquello de lo que comenzó a burlarse. Porque, para ese viejo cabrón, el temor de Dios es esencial al edificio de la salvación.

Pero lo que para Burgos era malo, para Baskerville y para nosotros sería auspicioso. Reírse de un tirano es conveniente, porque lo despoja de la estatura que quiere proyectar para reducirlo a dimensiones humanas. Cuando se vuelve hilarante, un monstruo deja de serlo. A eso apuntaban las burlas que subrayaban los aspectos más risibles de Hitler: su bigotín, su tono exaltado, su peinado a la cachetada aplastado con fijador.

La Armada Macrileone

 Pero la enorme mayoría de las sátiras que elegían a Hitler como blanco fueron concebidas, y difundidas, antes de la Segunda Guerra o durante sus tramos iniciales. Una vez que el mundo entendió las cosas que el Reich había llevado a cabo lejos del frente de batalla —en especial, lo que había perpetrado en sus campos de concentración—, Hitler dejó de ser gracioso para convertirse en el monstruo descomunal con el que seguimos asociándolo. Lo cual me impulsa a cuestionar a Baskerville, aunque más no sea de modo retórico: está claro que reír es maravilloso, pero, ¿en qué específicas condiciones deja de ser recomendable para volverse pernicioso, al menos en términos políticos?

Lo pregunto porque el gobierno que hemos sabido darnos para estos tiempos es riquísimo como material de comedia. El Presi habla con la papa en la boca, hace chistes pésimos en las situaciones más inconvenientes y baila de un modo tan ridículo que recuerda los pasitos de Elaine en Seinfeld. La vice no recuerda ni lo que firmó, recomienda los balazos de goma en las piernas como elemento disuasorio y prueba todo el tiempo que no tiene la menor idea de lo que significa presidir el Senado. La metrosexualidad del Jefe de Gabinete se exacerba cada vez más. El asesor ecuatoriano es su propia sátira encarnada. La ministra de Seguridad se viste de Rambo, o más bien de Rambito y Rambón. Uno de los diputados electos la caga cada vez que abre la boca sin libreto a mano, otro no se contenta con expresar pensamientos cavernícolas sino que además parece primo de Alley Oop, el hombre primitivo del cómic de V. T. Hamlin.

¿Alley Iglesias o Fernando Oop?

La administración Macri produce a diario pasos de comedia involuntaria. A la hora de escribir estas líneas, su faux pas más reciente fue el de corregir la cifra de inflación prevista para 2018 al día siguiente de aprobar el presupuesto en el Congreso, y no por un punto o dos... ¡sino por un cincuenta por ciento: la llevaron de 10 a 15! Esto, en macrispeak, no se llama chapuza sino recalibrar.

Que nos causen gracia no sería inconveniente si no causasen, en simultáneo, tanta desgracia. El problema viene de arrastre: empezamos a mofarnos de ellos cuando todavía parecían inocuos, como legisladores o incluso al mando de la ciudad de Buenos Aires. Si hasta el color que eligieron para identificarse los engarzaba con la galaxia Simpson. Imagino que creyeron beneficioso mostrarse algo torpes, medio cretinos pero a fin de cuentas queribles, como la mayoría de los personajes de Matt Groening. ¿Cuán peligrosa podía ser esa gente que amaba andar en bicicleta y toleraba sacarse fotos con el Mago Sin Dientes?

El PRO adoptó la tonalidad del universo Simpson: amarillo, lindo color.

Estoy con Baskerville en aquello de que la sátira despoja a ciertos sátrapas de parte de su poder, basado en el miedo y la ignorancia. Pero —he aquí el caveat— han existido y existen otros sátrapas, de cuyos actos hemos elegido no reírnos, libremente y sin que nadie nos fuerce a adoptar un rictus severo. Uno disfruta de El gran dictador porque sabe que fue filmada antes de que el genocidio judío tomase estado público y porque Chaplin no es Hitler. (Después de que las imágenes de los campos de concentración circularon por el mundo, Adorno sugirió que escribir nueva poesía sería un gesto bárbaro. Carcajear, cabe presumir, le habría parecido aún más inconveniente.) Y no hay que olvidar que nuestros propios genocidas no inspiraron muchas risas que digamos, al menos hasta que perdieron poder y, en plena decadencia, pareció legítimo burlarse del alcoholismo de Galtieri. El fenómeno editorial que por entonces significó la revista Humor rodeó elegantemente el meollo de la cuestión: Cascioli & Co. se permitían reírse de todo, menos de estos personajes siniestros y sus hechos aún más lamentables.

Creo, con Baskerville —y, presumo, con Eco—, que la risa no debe ser coartada, ni aun la incómoda o políticamente incorrecta. En el caso más extremo, revelará la indignidad de quien elige burlarse de algo terrible y de quien le haga coro con sus risas. Pero, aunque más no sea por una cuestión de salud mental, creo también en la conveniencia de dejar de reírse de gente que, mientras sigue haciendo gala de su talento para el grotesco, produce daños irreparables de dimensión masiva.

A partir de este año que ya pierde su piel, reírse de la Armada Macrileone significa encontrar graciosa a la gente que empujó a Santiago Maldonado a la muerte y fusiló al Rafa Nahuel; la misma gente que reventó ojos durante manifestaciones y apaleó y gaseó a viejitos; que quiso colar el 2x1 en beneficio de los genocidas y permitió que secuestradores de niños y asesinos a sangre fría celebren esta noche en sus casas; que quitó subsidios a los ciudadanos más desvalidos y transfirió fortunas a las cuentas (offshore!) de quienes ya eran más ricos que Creso; que redujo los sueldos reales de modo que lo ganado a cuenta del mismo trabajo ya no sirviese para llegar ni al día 20; que cobra Ganancias a los aguinaldos de los laburantes y blanquea las fortunas evadidas de los amigos / familiares del poder; que encarcela y procesa sin pruebas a adversarios políticos mientras hace la vista gorda con los crímenes flagrantes de su tropa; cuyas acciones concretas nos dificultan comprar la comida indispensable, viajar a la oficina, obtener medicamentos o trabajar siquiera.

Esos

El único sitio en que estxs muchachxs siguen causando gracia es en el universo de pantallas que han alquilado. (Y que les siguen alquilando, hasta que pierdan poder y se vuelvan leprosos.) Allí seguirán exacerbando sus payasadas, convencidos de que mostrarse falibles suma puntos en los focus groups. Pero en la vida real, las consecuencias de sus políticas son trágicas y devastadoras, en particular para las viejas y nuevas generaciones y en los estratos sociales más vulnerables.

Nada de lo que hacen cuando se apagan las cámaras es para reírse, mas bien lo contrario: sus políticas producen llanto y rechinar de dientes. Del '84 a esta fecha, ningún gobierno electo ha causado un daño tan extenso y profundo en tan poco tiempo. Y todavía les quedan dos años de gobierno. (Sería para reír, si no fuese que el dato inspira otras reacciones — como arrancarse los pelos.)

No es casual el éxito de la película It (Andy Muschietti, 2017), que estalló en estos meses a pesar de que la novela original de Stephen King data de 1987 y ya inspiró una miniserie en 1990. Parece que recién ahora estamos preparados para lidiar con la naturaleza contradictoria de una criatura diseñada para hacernos reír —en la ficción de King, el payaso llamado Pennywise— cuya conducta es, por el contrario, desmesuradamente criminal. El presente es el mundo de Donald Trump, de Kim Jong-Un, de Netanyahu... y de nuestros payasos dañinos, claro.

Su maquillaje es hilarante, sí. Y pocas cosas nos hacen sentir más superiores que burlarnos de sus torpezas, de su vulgaridad de herederos ricos pero ignorantes, de su (aparente) falta de eficacia en todo lo que hacen.

Pero ya deberíamos habernos elevado por encima de sus monigotadas. ¿Cuántos cortos seguidos de los Tres Chiflados son digeribles, antes de que la destrucción que causan a su paso deje de causar gracia?

Los Tres Chiflados, o la destrucción que divierte porque no es real.

Llevamos dos años al mejor estilo de Moe, Larry & Curly. Con esta salvedad: todo lo que estos peleles locales rompen a diario no es de utilería, sino real.

Ya no tendrían que movernos a risa, sino a la repulsión.

 

Marcelo Figueras es periodista, escritor y guionista

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