La rodilla escéptica

Esto empezó una noche de julio. Me desperté sobresaltada por los gemidos y gruñidos de un oso polar que tironeaba para extraer su pata de una de esas horribles trampas con dientes de hierro. No podía creer que esos sonidos ursinos salieran de mi garganta, y tampoco podía entender quién me estaba retorciendo brazos y piernas como quien exprime un trapo de piso mojado. Al saltar de la cama un dolor terebrante me atravesó todas las articulaciones, incluso algunas que no sabía que tenía. Lo primero que hizo mi cabeza fue confeccionar una lista de diagnósticos posibles, descartando los banales y enfocándose en los gravísimos, terminales y sin tratamiento conocido. Como me vanaglorio de no tener en mi casa ni una aspirina, ni una muestra gratis de analgésicos, ni una cápsula de antiinflamatorios, ni nada de lo que atiborra los botiquines de todas las casas, tuve que recurrir al viejo método del whisky puro que les dan a los cowboys antes de extraerles la bala. A mi preciosa botella de Double Black le llevó dos horas y seis medidas generosas tumbarme hecha un ovillo sobre mi sofá-nido, en el que paso leyendo las noches de insomnio. Al amanecer descubrí que no podía levantar los brazos por encima de los hombros y que no podía caminar. Me arrastré como Christina Olson en el cuadro de Andrew Wyeth mientras esperaba que fueran las 8.15 para llamar al hospital que es mi servicio de medicina prepaga desde hace treinta años.
Te paso el dato para que lo tengas en cuenta: nunca pidas atención médica en los minutos previos a las 8 am. Es la hora del cambio de guardia, cuando se produce un gap entre los que se retiran exhaustos o mal dormidos y los que entran frescos para tomar el próximo turno. No te recomiendo un médico que pasó la noche atendiendo urgencias. Mejor esperar a que los nuevos se pongan al tanto de los dimes y diretes nocturnos del hospital, tomen un café con una o dos medialunas y chequeen su facebook, lo que les insume entre 15 y 30 minutos, no más. Esta vez tampoco falló: a las 9 en punto se presentó un médico joven recién bañado y afeitado, ansioso por empezar el día con un caso raro. No me hizo ninguno de los controles clásicos que hacían los médicos de antes: no me tomó la presión ni me miró la garganta ni me auscultó el corazón. Se contentó con hacerme gritar de dolor levantándome un brazo y con mirarme las rodillas, una de las cuales se había hinchado y puesto lívida como la de una muerta. Sin la menor vacilación escribió una receta de antiinflamatorios de venta libre y me indicó que viera a un reumatólogo ese mismo día. Obedecerle fue mi primer error. Te paso otro dato que tal vez ya conozcas: según el pasillo que encares en el hospital, te diagnosticarán una enfermedad u otra y te tratarán en consecuencia. Aterrada por lo que me estaba pasando fui dócil como una oveja a buscar mi diagnóstico al servicio de Reumatología y obtuve el único posible: artritis reumatoidea. Me cayó mal. Es una enfermedad autoinmune que ataca las articulaciones y las va haciendo polvo en sucesivos brotes periódicos. La médica que me atendió no se abstuvo de augurármelo, pero primero me sentó en una silla de ruedas y me envió a que me inyectaran un corticoide. El enfermero que me transportaba no me dirigió la palabra. Recién cuando me entregó en el box de las inyecciones habló y le dijo a la enfermera:
-Acá te la dejo, Chuchi. La busco en diez.
No te recomiendo la experiencia de irte a dormir con toda tu dignidad intacta caminando sobre tus propios pies y despertarte transformada en un objeto que unos desconocidos llevan, dejan, retiran y traen. Tu autoestima cae en picada, lo que sumado al pánico de imaginarte en esa situación para toda la vida te sume en un sentimiento de soledad oceánica, infinita. Agregale que los años de psicoanálisis son fatales para esas cosas: las interpretaciones empiezan a brotar en tu cerebro como hongos después de la lluvia. Después de todo una enfermedad autoinmune es una autoagresión, como si con tus propias manos te pegaras martillazos en tu propia cabeza. Se hace realidad la espantosa (aunque no desconocida) situación de un ejército entrenado para defenderte que se vuelve contra vos para aniquilarte.
Haciendo un gran esfuerzo traté de no recordar las interpretaciones sobre dolor articular que había leído durante los 80, cuando los psicólogos ordenaban como en un Excel cada síntoma con su emoción correspondiente. Aquella época de las interpretaciones pret à porter era fantástica. Tan obvio y sencillo era todo que si tenías buena memoria podías analizar a cualquiera. En la sala de espera de la Clínica Fontana, donde me analizaba en los 70, un paciente ansioso me preguntó:
-Soñar con elefantes, ¿qué significa?
Los rastros de esa escuela perduran hasta hoy: todavía muchas personas dicen que si tienen una bronquitis es porque tienen bronca y piensan que la afonía se produce por algo no dicho, la conjuntivitis por algo que no se quiere ver y el dolor de oídos por algo que no se quiere escuchar.
A pesar de mi resistencia, en esos días sombríos de julio me asaltó una de las interpretaciones más sobadas: el dolor y la rigidez articular se presentan en personas rígidas, inflexibles, incapaces de cambiar de ideas y de aceptar las de los otros. También me volvió a la memoria un comentario de Tato Pavlovsky que en su momento nos pareció muy gracioso. La vejez empieza en las rodillas, había dicho Tato y nos reímos porque todavía podíamos caminar, sentarnos en el piso, ponernos en cuclillas y correr maratones y no entendíamos que había enunciado una dura verdad.
Antes de despacharme con un manojo de recetas de antiinflamatorios y analgésicos y con una lista de estudios para confirmar o descartar el diagnóstico, la reumatóloga me adelantó dos tratamientos posibles, uno clásico (corticoides) y uno moderno (metotrexate), ambos con efectos colaterales que no me causaban ninguna simpatía. Por último cliqueó en su computadora, y de entre una variedad de artefactos ortopédicos me señaló uno de esos que parecen una mesita de televisor, con patas de aluminio y rueditas. Me dijo que comprara uno para poder desplazarme y que me quedara acostada aplicándome hielo en la rodilla tres veces por día.
CONTINUARÁ...

Foto Mónica Muller
Foto Mónica Muller

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