LA RUPTURA DEL CONTRATO SOCIAL

Una forma nebulosa de expresar un sentimiento antisistema, un síntoma de algo más profundo

 

George Floyd fue asesinado el lunes 25 de mayo por policías de Minneapolis, Minnesota. El oficial Dereck Chauvin, estando Floyd esposado y boca abajo, por casi ocho minutos mantuvo su rodilla sobre el cuello hasta asfixiarlo. "No puedo respirar” repitió hasta desmayarse y morir. Los otros tres policías nada hicieron y los testigos no lograron impedirlo. Dos personas filmaron videos y la viralización de uno fue la chispa que hizo estallar la caldera. Las manifestaciones contra la brutalidad policial por discriminación racial se extendieron a ciudades de todo el país, con presencia tanto de afroamericanos como de blancos. Son los peores disturbios por discriminación racial desde el asesinato de Martin Luther King en 1968. El estallido ocurre en medio de la crisis social y económica resultado de la expansión del coronavirus en Estados Unidos,

Las manifestaciones comenzaron en Minneapolis y se multiplicaron por todo el país en un crescendo que a la fecha no encuentra techo. En Minneapolis la población afroamericana suma el 19 % del total, pero alcanzan el 35 % de los infectados por coronavirus. Esas diferencias se repiten a nivel nacional, donde los afrodescendientes son el 12,7 % de la población y 26,1 % de los contagios, mientras que la población blanca es el 61 % del total mientras suma el 52 % de los contagiados. La pobreza afecta a 21% de la población negra, 18% de la hispana y sólo 8 % de la blanca. De cada 100 presos 61 son negros, 28 latinos o hispanos y sólo 10 blancos. Las minorías en Estados Unidos han sido discriminadas siempre. A los afroamericanos se suman los hispanos (16,2 %, superando a aquellos), asiáticos (4,8 %), poblaciones originarias (1,4 %) y otros. El mestizaje de etnias y culturas, común en Latinoamérica, es apenas una fracción.

El Estados Unidos oficial recita el mantra del destino manifiesto, el país predestinado por Dios para conducir a la humanidad con sus valores, epopeya que comenzó con los “padres fundadores” y la declaración de la independencia en 1776. Todos tienen iguales derechos para participar del “sueño americano”. Los orígenes no fueron exactamente así. El esclavista estado algodonero de Virginia —el más poblado en aquellos años— proporcionó al país cuatro de sus primeros cinco presidentes (Washington, Jefferson, Madison y Monroe), todos propietarios esclavistas. De los quince presidentes anteriores al republicano Abraham Lincoln en 1860, once eran propietarios de esclavos. El algodón producido en los estados sureños con mano de obra esclava era un eslabón importante en la división internacional del trabajo, alimentando la creciente industria textil británica y europea. Mantener bajo el costo de la mano de obra era una variable fundamental, ecuación que no cambió demasiado por la abolición de la esclavitud por Lincoln en 1863. La esclavitud es el pecado original cuyo estigma se extiende hasta el presente, casi 140 años después de su abolición, sobre millones marcados por el color de su piel.

 

 

La ruptura del contrato social

Al momento que esto se escribe se sigue escalando el conflicto por la retroalimentación entre los cada vez más decididos manifestantes y la reacción del gobierno federal, con Trump decretando toques de queda, prometiendo balas hasta aplastar las manifestaciones con las fuerzas federales si los “pusilánimes” o “radicales” gobernadores y alcaldes no pueden hacerlo. Se hacen manifestaciones de solidaridad en Ámsterdam, Toronto, Sídney, París, Berlín y otras ciudades. Las filmaciones de Estados Unidos muestran mayormente jóvenes, con predominancia afro en algunas ciudades (Detroit, Atlanta, Baltimore, Washington) para ir subiendo la participación blanca en otras (New York, Los Ángeles) hasta manifestaciones mayoritariamente blancas en algunas como Salt Lake City. La señal es clara: se manifiestan en proporción a la cantidad de población afro en cada ciudad. No son sólo manifestaciones de afrodescendientes, también miles de jóvenes blancos - básicamente clase media - engrosan las protestas. El gobierno federal para desprestigiarlos pretende hacer creer que están guiados por militantes de organizaciones anarquistas o hasta infiltrados terroristas, y que son los responsables de los incendios de patrulleros, las rupturas de vidrieras y el saqueo de tiendas icónicas como Target o Apple. Pero no es así.

El pueblo de los Estados Unidos es –en general— bastante crédulo de los mitos oficiales sobre la supremacía de sus valores, la vigencia plena de la libertad, la democracia, la igualdad de trato y oportunidades para todos los ciudadanos, independiente de su origen social, raza o religión, condiciones suficientes para que quien trabaja duro y diligentemente logre cumplir el “sueño americano”. Desde antes de la presidencia del republicano norteño Lincoln (1860) el Partido Demócrata fue en líneas generales el representante de los segregacionistas sureños. A partir del New Deal (1934) en adelante, el Partido Demócrata de Franklin Delano Roosevelt da una vuelta campana a esos clivajes previos. Con su creciente intervención estatal, aliento al consumo y permiso de expansión del sindicalismo logra reducir la elevadísima desocupación que acarreó la crisis de 1929, y reiniciar el crecimiento. Con ello logra el apoyo de trabajadores y desocupados, tanto blancos como los negros que lograban votar fuera del sur donde no habían mejorado en nada sus derechos civiles. Años más adelante, la “Gran Sociedad” de John Kennedy y Lyndon Johnson —basados en las ventajas mundiales en tecnología y productividad industrial —permiten una mayor distribución progresiva del producto nacional, políticas que terminan de garantizar el apoyo a los demócratas de los trabajadores blancos y mayor acercamiento de los negros. Las denodadas y continuas luchas por los derechos civiles de los negros en los sesenta fueron apoyadas, con vacilaciones y retrocesos, por la mayoría de los estados de predominio demócrata lo que sumó el voto al mismo de aquellos que lograban inscribirse en las elecciones. Para las mayorías esos años fueron de aumento del nivel de vida y para los afroamericanos también de mayor respeto de sus derechos civiles, no sin contradicciones y limitaciones. El contrato social implícito, con todas sus limitaciones, parecía que se iba cumpliendo.

Esos avances comenzaron a revertirse cuando el capital financiero retomó el control político con el advenimiento de Ronald Reagan al poder en 1980. El neoliberalismo —la ideología de la globalización— prometía beneficio para todas las clases sociales independiente de su origen étnico, si se aceleraba el libre comercio y el movimiento irrestricto de capitales. Las clases trabajadoras, las clases medias emergentes y las minorías étnicas no vieron contradicción entre esos cambios a nivel mundial y las promesas de progreso generalizado que el aumento de la productividad continuaría aportando en esta nueva etapa. El desplazamiento de producciones al Asia, en especial China, lograba el abaratamiento de bienes de consumo básicos para los norteamericanos, que tardaron en percibir que sus salarios reales en los sectores transables tradicionales y conexos se estancaban. Era cada vez más difícil cumplir el sueño americano de progreso permanente para los que se empeñaban y trabajaban duro. Empeño en el doble sentido de esfuerzo y deudas crecientes que sólo el progreso ininterrumpido podría saldar. Desde las deudas asumidas para cursar la universidad hasta las hipotecas de casas que se suponía siempre se valorizaban, recostándose en las tarjetas de crédito para mantener niveles de consumo que los ingresos estancados no lograban.

Ese mundo feliz comenzó a desflecarse, y los más perjudicados fueron los trabajadores industriales tradicionales (acero, automotor, carbón, textiles, etc.) del que terminó siendo el “Cinturón de Óxido”, ciudades industriales del Este y Centro Norte del país. Las clases trabajadoras blancas comenzaron a sentirse amenazadas, pero no llegaron a percibir que era por la política neoliberal de los candidatos que también ellos votaban, sean demócratas o republicanos. La culpa fue inteligentemente dirigida a la industria china o los trabajadores mexicanos, y aquellos se fueron alejando de los demócratas, el partido de los progresistas y las clases medias ascendentes ligadas a servicios devenidos en la expresión sofisticada y moderna del globalismo financiero y las nuevas tecnologías donde Estados Unidos aun detenta la delantera. En las presentes manifestaciones las clases trabajadoras blancas tradicionales, los blue collar, casi no están presentes, pero sí las clases medias blancas de servicios junto a los afroamericanos de distintos segmentos sociales, probablemente muchos de ellos adherentes de Bernie Sanders en las suspendidas internas demócratas. La adhesión a los demócratas de las clases trabajadoras, blancas y negras se mantuvo en la era neoliberal, hasta la elección de Trump en 2016, donde fracciones importantes de trabajadores blancos cambiaron de bando. Los negros que apoyaron a Obama, uno de los suyos, quedaron sin un partido que represente el grueso de sus demandas. Hillary Clinton no lo era, en absoluto.

Sectores importantes de las minorías negras se sienten traicionados por ese contrato social que al menos para ellos ya no existe, que no les permite mantener un trabajo digno, que les hizo perder la vivienda cuando no pudieron afrontar la hipoteca basura que les vendieron con canto de sirena hace algo más de diez años, cuando el coronavirus los mató proporcionalmente más que a los blancos, cuando quedaron sin trabajo por la pandemia.

Lo que colmó el vaso fue ver a un policía blanco matar en cámara lenta a George Floyd solo por ser negro, en esos interminables ocho minutos sin que nadie, nadie, nadie, lo parase. Los blancos que participan en las movilizaciones lo hacen por solidaridad de principios y también por ser afectados, como jóvenes, por la abrupta desaparición de las fuentes de trabajo que ha significado el coronavirus en Estados Unidos, con casi 40 millones de solicitudes de subsidios por desempleo.

La ruptura de cristales, la quema de patrulleros y el saqueo de tiendas no son el centro de las manifestaciones. El centro es el reclamo del cese de la represión por motivos étnicos. Las expresiones que ahora concitan el interés de los medios deriva del hecho que son expresiones espontáneas, sin organizaciones políticas que las conduzcan. Son, en sus excesos, una expresión de la ruptura del contrato social. “Ustedes” no cumplieron, “nosotros” tampoco, en el razonamiento pasado en limpio que la mayoría de esa fracción de los manifestantes no puede llegar a expresar en esos términos. Es una forma nebulosa de expresar un sentimiento antisistema, un síntoma de algo más profundo que la fingida moralina de los medios se esfuerza en no reconocer.

No sabemos cómo terminarán las movilizaciones, qué enseñanzas le dejará al pueblo que participa, qué avances podrán lograr los afroamericanos y como se articularán sus demandas con los cambios en la conciencia política que estas simultáneas crisis dejarán sobre el resto de los ciudadanos. China ya está en una etapa de pos pandemia y Estados Unidos en su peor momento, sin horizonte claro de cuándo y cómo salir de la etapa de altos contagios diarios. Por un lado, éstos decrecen en Nueva York, pero se aceleran en otras zonas previamente de baja infección. Con el agravamiento de la situación económica como consecuencia de la pandemia y tendencias previas que lo refuerzan, sumando el caos político que producen las manifestaciones contra la discriminación racial, hacer pronósticos es poco serio. A nivel económico de seguro no será rosa. Esperamos que los sufrimientos actuales permitan el surgimiento de organizaciones que con su acción logren hacer avanzar el grado de conciencia política sobre los problemas subyacentes y ocultos, en Estados Unidos y en el resto del mundo.

 

 

 

 

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