LA SECTA DEL LOTO ARGENTO

Una práctica milenaria que oprime y coarta la libertad, revivida al estilo criollo

 

Durante un milenio —diez siglos, desde la dinastía Song hasta que el comunismo la estigmatizó, a mediados del XX—, se practicó sobre las mujeres de China una extraña costumbre. La conocemos como "vendado de pies", o "pies de loto". Consistía en un tratamiento tan intensivo como doloroso, aplicado sobre las mujeres desde que eran niñas, para moldear sus pies de modo que quedasen más pequeños que lo natural y con una forma que se asociaba a un patrón de belleza predominante. Eran pies que debían adecuarse a un tipo de calzado, los "zapatos de loto", y no al revés, como sería más lógico. Una de las historias a que se echa mano al rastrear el origen de la costumbre habla de Pan Yanu, una concubina del Emperador Xiao Baojuan, de la dinastía sureña de Qi. Esta mujer tenía pies muy delicados, y en cierta ocasión habría interpretado una danza que cautivó al Emperador. Descalza, se movió incansablemente sobre un suelo decorado con la imagen de un loto dorado. Habría sido esta conjunción la que movió a Xiao Baojuan a exclamar: "¡Brotan lotos a cada uno de sus pasos!" Aun si la historia fuese cierta, me cuesta vincularla con la práctica de los pies vendados. Suena ultrajante —a mi noción de justicia poética, al menos— pensar que una danza graciosa y deslumbrante ocasionó, o al menos detonó, el tormento de generaciones de mujeres chinas.

 

Legendaria Pan Yanu.

 

En el principio, los pies vendados eran un símbolo de status, una marca de distinción social. Se supone que los pusieron de moda las bailarinas de la corte durante las Cinco Dinastías y los Diez Reinos del siglo X, y que a continuación los adoptaron las mujeres de alcurnia durante la dinastía Song, que duró hasta el siglo XIII. Recién a partir del siglo XVII, en plena dinastía Qing, la costumbre se extendió a las clases sociales más bajas. Y entonces se transformó en un problema generalizado. Porque ya no se trataba de una simple moda, sino de una costumbre que interfería con la vida cotidiana. En ciertas regiones, llevar o no los pies vendados incidía sobre las posibilidades de que una mujer contrajese matrimonio. Y además, limitó de facto la capacidad del género para moverse y, en consecuencia, para desarrollar ciertas labores. Las mujeres de "pies de loto" nunca dejaban de sentir dolor, y en consecuencia no podían caminar demasiado. (Y ni hablar de bailar, lo cual hubiese horrorizado a Pan Yanu.) Lo cual prácticamente las ataba a sus casas y a las tareas domésticas. La objetificación de la mujer llegó a tal punto que en el siglo XIII se impuso entre los hombres el hábito de beber directamente de zapatos femeninos, después de brindar "por el loto dorado". Esa racha duró hasta la dinastía Qing, aquella del último Emperador del que habló Bertolucci. Semejante fetichización de los pies femeninos permite conjeturar que Tarantino, cuyo amor por las extremidades inferiores de sus protagonistas quedó plasmado en celuloide, debe tener al menos un gen chino — ¡Quentin Taranchino!

Dejaré las interpretaciones sobre los sentidos de semejantes prácticas a quienes están en condiciones de hacerlas. Aun así, es indiscutible que limitaban las evoluciones —en todos los sentidos del término— de las mujeres, reduciéndolas a la condición de adorno, un mueble hogareño más. Se trataba de violencia machista al ciento por ciento, un mandato social que forzaba a las mujeres a deformar sus cuerpos, mediante dolor sostenido a lo largo de sus vidas, para adaptarse a un modelo de belleza artificial. (A qué negarlo: mandatos similares, a través de los cuales se las empuja a dolores marginalmente menores para agrandar sus tetas, afinar sus cinturas y despojarse de vello siguen vigentes en el Occidente de hoy. La triste suerte de Silvina Luna no puede ser entendida fuera de ese marco.) Pero leo que existen interpretaciones desde campos feministas según las cuales criticar los pies vendados también sería machista, porque le restaría agencia a las mujeres sobre sus propios cuerpos. Quién sabe. Me pregunto qué diría sobre todo esto nuestro embajador en China, Sabino Vaca Narvaja, que sabe de verdad. (No como uno, que toca de oído.)

 

 

Antes de apartarme del tópico, que muchos de ustedes considerarán extemporáneo ("¿Adónde quiere llegar, este tipo?"), necesito contarles a grosso modo cuál era el procedimiento a través del cual las mujeres obtenían sus preciados pies de loto. El proceso se iniciaba cuando tenían no menos de cuatro años pero no más de nueve. Entre las preparaciones iniciales constaba la de doblarles los dedos, de modo de que quedasen debajo de la planta del pie —con la excepción del gordo, este debía quedar curvado hacia arriba—, para entonces aplicar la presión necesaria hasta que los dedos se quebrasen. Una vez quebrados, se los vendaba con fuerza, fijándolos en esa posición. Pero eso era solo el principio, porque a continuación había que quebrar otra cosa, más difícil y dolorosa: los huesos del arco del pie.

Una vez quebrados ambos arcos, se vendaba la parte rota de forma de que quedase lo más pegada posible a la parte del tobillo. Las radiografías que llegaron a tomarse en tiempos modernos de pies todavía sujetos al "tratamiento" son gráficas: lo que se lograba por la fuerza eran pies que parecían venir con taco aguja incorporado. Es decir, el talón funcionaba como taco y el empeine arrancaba desde más arriba, gracias a las quebraduras y el reposicionamiento antinatural. Pero claro, esto no funcionaba con la misma gracia de un zapato de Jimmy Choo o quienquiera sea el gurú actual en materia de calzado femenino, porque los pies humanos no están diseñados así y nunca se adaptaron del todo a la postura forzada. Por eso el tratamiento era constante, con cambios de vendajes cada vez más apretados, riesgo de infecciones a cuenta de las uñas, tejidos necrosados y nuevas quebraduras, a menudo naturales, cuando pretendían la desmesura de caminar. Se estima que un 10% de las niñas moría de gangrena a causa de esta práctica. Desde la perspectiva de este siglo y desde mi cultura diferente (marginalmente, insisto), me resulta inimaginable, como padre de mujeres, el trámite de entregarlas a los cuatro años a una parienta vieja o un especialista para que les rompa los pies.

 

 

¿Por qué cuento todo esto, que hoy suena tan espeluznante? No lo hago en desmedro de los chinos, para nada. Cada cultura y cada tiempo generan sus prácticas por razones concretas, que no deberíamos juzgar porque no estuvimos allí. (Si hiciésemos el esfuerzo de racionalizar prácticas que consideramos naturales nos pegaríamos regio susto, porque hay muchas que no son menos espeluznantes que los pies vendados. Vivir pegados a pantallitas es como quebrarnos y vendarnos el cerebro a diario. ¿O no supone la renuncia a experimentar cosas en carne propia, a sentir intensamente, para consumir en cambio experiencias predigeridas?)

Me pareció que la práctica de los "pies de loto" podía ser un buen ejemplo de ese rasgo tan humano que es la velocidad con que nos acostumbramos a todo. ¡A cualquier cosa, o casi! Basta con que ocurra un fenómeno que al comienzo es nada más que eso: algo que se sale de lo común, que hasta puede parecer delirante, para que, en caso de que prenda o cunda socialmente por hache o por be, se convierta en un mandato. Y ahí tenés. Ya sea a cuenta de Pan Yanu, de las bailarinas de la corte o del último grito de la moda imperial, lo inapelable es que en algún momento la cosa se impuso, se naturalizó. Y durante diez siglos, los padres chinos no sólo encontraron aceptable que les rompiesen los pies a sus nenitas y las dejasen semi-inválidas: lo encontraban deseable, además. Pero ojo, que nosotros no tenemos margen para sentirnos superiores. Nos impusieron la historia del Nazareno que murió en la cruz, y llevamos veintiún siglos venerando, ¡y hasta llevando colgado del cuello!, un instrumento de tortura, a menudo con cadáver incluido. No me digan que no es un disparate...

 

 

Quise contarles de los "pies de loto", incluyendo sus requerimientos más estremecedores, para graficar que es parte de nuestra naturaleza acostumbrarnos a cosas a las que no deberíamos acostumbrarnos, que nunca deberían dejar de ser repudiables. Y aquí voy al punto —perdón por la demora— y por eso planteo que, si después de describir la tortura que las mujeres chinas toleraron durante diez siglos, menciono que hace un año intentaron asesinar a la Vicepresidenta y en esa instancia ustedes siguen más impresionados por los empeines rotos que por el atentado, mi hipótesis queda demostrada. Nosotros también nos acostumbramos a algo a lo que no debimos habituarnos. Naturalizamos un hecho que hace un año fue un escándalo y que no ha dejado de serlo, desde que la impunidad que lo rodea se torna más alarmante con cada nuevo día.

Escándalo porque se trató de violencia contra una funcionaria a quien la mayoría de los argentinos había colocado expresa, deliberadamente en lo más alto del gobierno. (Lo cual, por carácter transitivo, la convierte en violencia hacia los argentinos todos — cada uno y una de nosotros, del género que sea, de la clase social en la que se encuentre y más allá de su predilección política.) Escándalo porque se trató de violencia hacia una mujer por parte de un moncho, un machito que trataba de probar su (ahora más dudosa que nunca) hombría. Escándalo porque se trató de violencia hacia una autoridad democrática, y además una figura de enorme popularidad, en un país donde nunca había ocurrido nada parecido en esos niveles del Poder Ejecutivo. (Hubo planes e intentos de asesinar a Perón —ese fue parte del móvil del bombardeo sobre Plaza de Mayo— y una conjura contra Alfonsín cuando todavía era Presidente —en Córdoba, durante el '86—, pero nunca estuvieron físicamente cerca del punto donde se planeaba el daño. No acreditamos en nuestra historia nada al estilo del crimen de Kennedy.) Escándalo porque se trató de violencia en un país que sí conocía el trauma de un genocidio, el de los 30.000 desaparecidos durante la última dictadura, que le había inoculado una aversión a la agresión física en materia política que la sociedad sintetizó mediante la expresión nunca más —nuestro rezo laico— y en un pacto que viabilizó estos 40 años de democracia que se cumplen en diciembre.

 

 

Ese contexto, y esa experiencia histórica, consagran el atentado contra Cristina como el hecho de violencia institucional más grave que haya ocurrido en este país durante las últimas cuatro décadas. Y eso que nos hemos enfrentado a cosas terribles, los atentados a la AMIA y la embajada de Israel, las explosiones de Río Tercero, el horror de Cromañón, desapariciones en democracia como las de Miguel Bru y Julio López, la farsa atroz que armaron para disimular la muerte de Santiago Maldonado, el asesinato a sangre fría del Rafa Nahuel y tantos otros. Pero si bien estos casos tuvieron condimentos, y en muchos casos ingredientes, políticos, a excepción de los alzamientos de los carapintadas ningún otro apuntó contra las instituciones de nuestro país. Los atentados contra la AMIA y la Embajada también fueron terroristas, como la agresión contra Cristina, pero su origen, su razón de ser y su puesta en marcha remiten a conflictos internacionales. Sería ingenuo negar que la muerte de Cristina hubiese complacido a ciertos sectores de países no latinoamericanos, pero todo indica que su ingeniería fue ciento por ciento local.

El intento supuso violencia hacia una persona real, concreta, de carne y hueso, lo cual está penado por la ley; pero a la vez perpetró violencia hacia la Argentina y el sistema político por el que eligió regirse. Por supuesto que la retórica de los que odian a esta república pretende lo contrario, que en realidad trataban de salvarla — que es lo que dicen todos los asesinos políticos, exitosos o no: que pretendían salvar, matando. Pero ni esa retórica, ni los servicios de esa máquina de fabricar mentiras a partir de un escarbadiente usado y un moco que son nuestros medios, pueden trastocar la realidad. Agredir a Cristina fue agredir a la Nación, una violación a nuestra democracia. Un atentado contra la Rosada, contra nuestros símbolos más queridos (desde la bandera al Diego), contra nuestra comunidad, contra la forma de vida que adoptamos a conciencia y volvemos a suscribir cada vez que votamos. Y el sorete que está preso fue quien se adelantó, el desaforado que se mandó a desvirgar a la democracia que seguía siendo inocente en materia de magnicidios. Pero no estaba solo. Detrás suyo había una patota que sigue libre, fingiendo demencia, como si no hubiese ocurrido nada. Sin esa patota, sin esa manga de instigadores y habilitadores —en cuyo seno, para tornar la cosa más patética aún, actuaron no pocas mujeres—, el ataque no habría tenido lugar.

Aquella noche detonó en nuestras almas una conmoción que sigue desarrollándose, del mismo modo en que una bomba atómica produce efectos después de su estallido y durante mucho tiempo. Para empezar nos dejó groggies, desprovistos de voluntad y de reflejos, como un boxeador al filo de ser noqueado. En efecto, la "tocaron a Cristina", como decía la cancioncita a modo de bravata, y no se armó ningún quilombo. No encontramos la expresión adecuada para comunicar públicamente la intensidad de nuestro horror. No encontramos la herramienta política que dejase en claro que el nunca más era innegociable, que no se había convertido en un slogan vacío, que seguía siendo un principio fundante, una línea en la arena que no le permitiríamos hollar a nadie. (Tampoco hubo nadie que nos ayudase a encontrar esa herramienta, seamos sinceros. Porque salimos a la calle, y gritamos, y nos contamos una y mil veces nuestro dolor y desconcierto, pero el ruido que produjimos resonó en el cañadón del vacío político y volvió a nosotros como un eco que sonaba a burla de los elementos.) A partir de entonces, dado el gigantesco aquí no ha pasado nada que alentaron tanto desde la Casa Rosada como desde la oposición —dentro de la cual cuento a los medios y al Poder Judicial, por supuesto—, el hecho de violencia resultó, de algún modo, neutralizado. Quienes podían, no, me corrijo: quienes debían haber detenido el partido, optaron por decir siga siga. Y el partido siguió, y el hecho se naturalizó, pero nada volvió a ser lo mismo.

 

 

El año transcurrido fue un annus horribilis, expresión latina que significa "año terrible" pero permite sumar el sentido subliminal de "año que nos fue para el ojete". Si no hubiese ocurrido lo que ocurrió el primer día de septiembre del '22, si la respuesta institucional no hubiese sido nula y si nuestra propia respuesta no hubiese sido la de un boxeador groggy —que no atina ni a levantar la guardia, mientras espera el golpe que lo rematará—, no estaríamos donde estamos hoy: preguntándonos si entraremos al '24 gobernados por una mujer cuyo colaborador más estrecho, un putañero vergonzante, sigue enchastrado por su intrigante proximidad al ataque; o por un hombre que, como ella, nunca expresó su repudio ante la violencia.

Ambos candidatos se cagaron a conciencia en los códigos institucionales más elementales. Se los cargaron, se los llevaron puestos. Lo cual exhibió coherencia con el hecho del que acabábamos de ser testigos, en el sentido de que ambos —tanto el atentado como la negativa a condenarlo— declaraban que algo se había roto irremediablemente, que habíamos pasado a otra instancia, que estábamos en territorio nuevo y por ende sujetos a reglas que aún desconocíamos. En cualquiera de los países que dicen admirar, la negativa a repudiar la violencia habría puesto fin a su carrera, porque tanto en los Estados Unidos como en Inglaterra o Francia o Canadá, la institucionalidad está por encima de todo, incluyendo las diferencias partidarias. ¿Cómo van a consentir con su silencio un hecho de violencia contra un funcionario eminente? Pero esa también se la dejamos pasar. ¿Qué le hace una mancha más al tigre groggy?

Nos quedamos abombados porque entendimos que acababa de destrozarse algo sagrado. Y así seguimos, un año después: congelados, una imagen de video en pausa, jugando al juego de las estatuas, con la mandíbula a punto de desencajarse, perpetuada en el rictus del grito. Porque percibimos —aunque más no fuese en un nivel instintivo, animal—, que algo esencial se había roto y había que plantearse qué era esto que advenía, dónde estábamos parados y qué se hacía ahora en esta tierra baldía. Tenemos atorado en la garganta el grito de advertencia al pueblo todo, que no termina de salir porque su desmesura nos supera, y porque tememos que nadie nos tome en serio, que pocos comprendan lo que estamos viendo. El atentado contra Cristina, aún fallido, es el príncipe Claudio envenenando al rey Hamlet, es Lear desconfiando del amor de Cordelia, es Otelo dando crédito a una mentira por encima de su fe en Desdémona: el origen de la tragedia.

 

 

La actitud de la oposición no puede ser más opuesta. Ellos son pura actividad, han estado frenéticos desde entonces, porque no entendieron el ataque como el signo de que algo terrible se puso en marcha sino como bandera de largada para una carrera hacia el poder en la que vale todo, al mejor estilo Mad Max. Y en el sprint inicial sacó ventaja el Poder Judicial, consiguiendo el mismo objetivo por otros medios: sacó a Cristina de la cancha electoral. El periodista Pablo Vaca anunció en la tapa de Clarín que la bala no había salido pero el fallo saldría, título que funcionó como una confesión, porque asumió que el atentado y la condena eran parte de la misma embestida, que simbólicamente eran lo mismo. Y el fallo salió, por supuesto, a pedido de los dueños del Poder Judicial, y proscribió a la política más popular de la Argentina, le impidió competir. Pero, del mismo modo en que el ataque no representaba tan sólo una agresión personal sino violencia contra todos los argentinos, la proscripción no maniató a Cristina y punto, no la jodió a ella y nada más, qué va. Nos condicionó a todos. Vetó nuestra posibilidad de votar libremente por quien hubiésemos preferido votar. Nos sometió a estos meses agónicos en los que vamos y venimos como bola sin manija, preguntándonos a quién elegir, con qué boleta quedarnos, qué clase de ikebana diseñaremos tijera en mano, cuando todos los candidatos a la presidencia que nos miran desde las papeletas del cuarto oscuro —todos aquellos a quienes sí nos dejan votar, como quien concede una gracia— son segundas o quintas marcas.

Pero, en fin, también naturalizamos ese hecho, lo aceptamos como inevitable. Tanto se lo banalizó, que esta semana un analista respetable como Emir Sader incurrió en un error al comparar los procesos que levantaron las figuras de Bolsonaro y de Milei. Dijo que una diferencia entre la experiencia del Brasil y la de Argentina fue el hecho de que "Bolsonaro sólo fue elegido en una situación de clara ilegalidad", en referencia al impeachment que le armaron a Dilma y que le costó su destitución. ¿Y qué es el proceso que condenó a Cristina sino el paradigma de la ilegalidad, a consecuencia de un proceso judicial tan empiojado como el que se cargó a Dilma? En todo caso, la elección de Bolsonaro como Presidente y el resistible ascenso de Javier Milei no son diferentes en ese punto, sino parangonables: ambos ocurrieron porque las figuras centrales de la política local (Lula, Cristina) habían sido expulsadas de la cancha.

Lo que ocurrió hace un año, cuando en lugar de la primavera llegó el invierno de nuestro descontento, fue el asesinato de la democracia tal como la conocíamos. Porque Cristina se salvó, pero la democracia no. El primer día de septiembre del '22 se dio luz verde para la violencia, y lo que no se obtuvo mediante la violencia física se ganó mediante la violencia judicial. Desde que en diciembre se anunció la condena que proscribió a Cristina para cargos públicos atravesamos el nadir de la democracia, su hora más baja. Peor aún que las asonadas militares que padeció Alfonsín, peor que la crisis de 2001. Estamos inmersos en una versión tan depreciada de la democracia, que vale preguntarse si tiene sentido seguir llamándola así. Esto es algo similar a lo que representaron Frondizi e Illia: gobiernos condicionados, sostenidos por respiración asistida, siempre y cuando consientan la proscripción del líder popular del momento. Nos desvela la inflación, sí, nos preocupa porque complica nuestras vidas cotidianas, pero ese ajetreo distrae del hecho de que el poder real está forzando la devaluación de la democracia muy por debajo de lo que devalúa al peso — y eso es mucho decir.

 

 

Así enfrentamos la perspectiva de octubre. Como si fuese una elección más, la próxima parada que marca la trocha democrática, cuando es el resultado de un descarrilamiento. Será la primera vez, desde la candidatura de Cámpora en el '73, que los argentinos vayamos a una votación condicionada. La primera vez que falte del cuarto oscuro la boleta que expresaría un cacho enorme de la voluntad popular. La primera vez que vamos a ir a votar con los pies rotos y vendados.

Porque la democracia de hoy no es la que era pero nosotros tampoco. Nos hacemos los giles y actuamos como si esto fuese algo normal, cuando no lo es. No es normal lo que hicieron el pasado septiembre, no es normal lo que hicieron el pasado diciembre, no es normal lo que nos harán este octubre que se avecina. Y por eso ya no somos la versión que parieron nuestras viejas y que oportunamente aprendió a caminar y a correr. Somos el modelo con los pies rotos y vendados, que apenas puede moverse, que se convirtió en un elemento decorativo de la democracia; la versión que encajaron a lo bruto en un molde de ciudadanía que es demasiado chico, quebrándonos al hacerlo. Hoy no somos ciudadanos enteros, en pleno dominio de nuestras facultades: somos ornamentos y gracias, existimos para complacer, para reafirmar un orden al que estamos sometidos, mientras los machos brindan y beben de los zapatos que encima aspiramos a usar. Nuestro radio de acción se ha limitado, porque la gente con los pies rotos y vendados no llega muy lejos por sus propios medios. Ya no somos aquellos que transmitían alegría, que se expresaban libremente en la calle, que celebraban cada vez que la democracia beneficiaba a gente que hasta entonces estaba a la intemperie. Somos nuestra versión manqué, malograda, semi-inválida. Cacareamos que si ganan las elecciones nos van a quitar derechos, cuando ya nos dejamos birlar un derecho central de la democracia: las elecciones libres.

En este punto nada sería más fácil que decir que nos lo tenemos merecido porque somos unos pelotudos, una manga de pusilánimes que no está a la altura de la historia, incapaces de defender a quien nos los dio todo y también incapaces de defender lo que se conquistó. Pero no voy a hacerlo, por dos razones. Primero, porque creo que la auto-flagelación, por más merecida que sea en muchos casos, jugaría políticamente en favor de la restauración conservadora. No nos va a servir deprimirnos aún más, no suma nada. Si algo revela el nivel de angustia que observo por doquier es que nadie quiere entregarse. Se sufre porque se está a la pesca de una salida, aunque más no sea de emergencia.

 

Zapatos de loto.

 

Pero, en segundo término, no voy a insistir en el mea culpa y en el auto-castigo porque no creo que seamos unos forros cagones, sinceramente no lo creo. Revisás las imágenes de lo que fue el aguante que se le hizo a Cristina en los días previos al atentado y eso que ves ahí no es un pueblo pusilánime: es pueblo alegre, pueblo conciente de lo que se juega, pueblo en acción, pueblo con los pies enteros y sanos. Y ese pueblo no puede haber desaparecido, no puede haberse desvanecido, esfumado, en apenas un año. Yo creo que sigue acá, que existe todavía y que seguimos formando parte de él, aunque se haya partido y parezca haber perdido algún pedazo. Pero también entiendo —es manifiesto— que estamos traumatizados. Que el golpe fue durísimo, que señaló la rotura de un límite que, después de lo sufrido durante el último medio siglo, considerábamos invulnerable. Porque, aun sabiendo a quiénes nos enfrentábamos, pensamos que había cosas que no se animarían a hacer, que no se meterían con la integridad de la democracia. Y sin embargo, fueron y le rompieron los pies.

El tema es que los traumas se resuelven en el tiempo. No hay forma de metabolizarlos y evolucionar al toque, lamentablemente. Superarlos es un proceso orgánico, nada madura del día a la noche. Para alentarme pienso en las Madres, que tenían la más imperiosa de las razones para reaccionar de inmediato y sin embargo necesitaron un margen razonable para encajar el golpe y formular una respuesta política. La primera ronda, sin ir más lejos, fue el 30 de abril de 1977 en la Plaza de Mayo. Les costó poco más de un año encontrarle la vuelta, desde el arranque formal de la dictadura. Pero se la encontraron. Y nosotros no estamos tan perdidos como lo estaban ellas, porque contamos con su magisterio y con la experiencia de los doce años y medio de gobiernos kirchneristas.

Ya no somos el pueblo abotargado y ovino que se quitó de encima la dictadura casi de chiripa, gracias a los errores de los militares y el liderazgo moral de las organizaciones de derechos humanos. Somos el pueblo que en este siglo acumuló un capital político que no se dilapida de la noche a la mañana. Nuestra musculatura no puede haber olvidado por completo el ejercicio democrático que metimos entre el 2003 y el 2015 y que nos llevó a nuestra mejor forma. Por eso tengo fe en nosotros, aunque por supuesto me habría encantado que nos despabilásemos más rápido. La pregunta es si contamos con el tiempo suficiente. Lo bueno, dentro de la desgracia, es que está por delante una fecha ordenadora, que compele a organizarse, a articular la acción. El 22 de octubre supone un objetivo concreto, el primero que tenemos por delante. Es un día para la hazaña, aunque sea —al mejor estilo de la Selección o de Boquita— por penales.

 

 

Para que haya suerte urge sacarse las vendas de los pies y recuperar la forma humana, nuestro andar natural. ¿Quién quiere resignarse a ser un mueble, una versión devaluada de lo que debería ser, de lo que desea ser? ¿Por qué tolerar una democracia degradada cuando ya experimentamos cómo era una full, que —a diferencia de la actual— funcionaba, más allá de sus defectos? La felicidad no se encuentra en Google, no es una aplicación fácil de descargar. Nadie te la regala: la conquistás, peleás por ella, la transpirás, le ponés el cuerpo. Si tu opción, por el contrario, es la de vivir lamentándote o criticando a otros a través de las redes sociales, después no vengas a llorar. No seremos salamandras, que son capaces de perder una pata y que les crezca nuevamente, pero nuestras potencialidades regenerativas tampoco son para despreciar. En las condiciones adecuadas, casi toda herida puede cerrar, casi todo tejido cicatriza.

Mientras pensaba en todas estas cosas Peter Gabriel lanzó una canción nueva, que se llama Love Can Heal, El amor puede curar. Quizás por defecto profesional, tiendo a valorar estos pequeños signos que el universo envía como quien no quiere la cosa, para que los narradores los recojamos y les demos forma. La letra parece hablar de nosotros, de hecho.

 

Cualquiera sea el quilombo en el que te encontrás

Más allá de las razones que te llevaron allí

Cuando el edificio que te sostenía se desvaneció y murió

Dejándote en banda, sin defensas

El amor puede curar.

 

La dinamita no cura. El ajuste no cura. La motosierra no cura. La impunidad no cura. La represión no cura. La libremercadización de la sociedad no cura. La reivindicación del terrorismo de Estado no cura. La salud privada cura tan sólo a los privilegiados. La educación privada deja a las mayorías expuestas a la peste de la ignorancia. Todas esas cosas hieren o ahondan heridas ya existentes, ulcerándolas, gangrenándolas como a los pies de las niñas chinas.

Salgamos ya del marasmo. Pasemos el auto a nafta. Organicémonos, hagamos política, seamos democracia viva. Porque si en octubre ganan los que quieren encadenarnos a un imperio que se hunde y nos exponemos voluntariamente —¡por cuarta vez, sin vacunas ni barbijos!— al virus del neoliberalismo, no van a haber ambulancias que alcancen.

 

 

 

 

 

 

 

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