La trama

Cristina consiente, para que una escena se repita

Foto: Charo Larisgoitia.

 

Cuando ocurre algo tremebundo —en latín, tremebundus significa "que hace temblar"—, es razonable que uno se remonte hacia atrás en el tiempo, en busca de las fuerzas que confluyeron en el hecho que conmociona. Porque entender mejor es útil siempre, parte esencial del entrenamiento vital. Enseña a no quedar expuesto a las mismas fuerzas, del mismo modo.

En estos días abundarán los análisis que interpreten la condena a Cristina como resultado de una secuencia de hechos. Lo lógico es remontarse a las presidencias de los Kirchner: Cristina no se habría convertido en prisionera y proscripta si no hubiese hecho ciertas cosas, del modo en que las hizo. Pero yo no estoy para rastrear esa serie, porque no soy analista político: soy narrador. Me seduce más pensar cómo encaja una historia en el marco de las grandes historias previas; cuánto de eco y cuánto de reformulación tiene, respecto de las precedentes.

Nadie que haya disfrutado de la narrativa de Borges es inmune a esa tentación. En el cuento La trama habla de un gaucho al que achuran varios, entre los que reconoce a un ahijado. El gaucho ignora la historia de Julio César, víctima de una conspiración de la que participó uno de sus favoritos, Marco Junio Bruto. Y por eso no comprende, como Borges dice, que "muere para que se repita una escena". Estar atentos a estas variaciones es importante, porque los seres humanos tendemos a meternos solitos en las mismas encerronas, en todo tiempo y lugar. Vivir la vida sin consciencia de la historia, ¡como si el mundo hubiese empezado cuando nacimos!, propicia la repetición de errores perfectamente evitables.

 

 

Por eso se equivocan los que creen que la historia que Cristina protagoniza es cosa de este siglo. Ella misma contextualizó días atrás lo que estaba por venir, cuando hilvanó hechos de violencia en nuestra historia: el bombardeo a la Plaza de Mayo —del cual se cumplen 70 años el 16 de junio—, los fusilamientos del general Valle y de los civiles del basural de José León Suárez, la dictadura del '76. Y dio la puntada final cuando, al referirse al atentado al que sobrevivió, dijo: "Yo también soy una fusilada que vive". Así reformuló la frase que Rodolfo Walsh oyó de boca de un amigo en La Plata, a fines del '56, y que detonó la investigación que se convertiría en Operación masacre: "Hay un fusilado que vive". Cristina se inscribió como parte de la serie de militantes peronistas que escaparon por los pelos de la violencia fatal. Como lo fue durante décadas Juan Carlos Livraga, el fusilado vivo de la anécdota original, Cristina es hoy la encarnación —en los términos más literales— de la historia del peronismo.

Ese mismo día se remontó más lejos aún, recordando otros hechos de violencia, como el fusilamiento de Dorrego. Cuando salió a luz el asesinato del Chacho Peñaloza entró en detalles, subrayando la saña que dedicaron a su cuerpo y la humillación a que sometieron a su compañera, Victoria Romero, atándola con cadenas y obligándola a barrer la plaza mayor de San Juan. Por supuesto que hay puntos de contacto entre esos desatinos del poder y las salvajadas actuales, donde no hay que saltearse a Santiago Maldonado, a Milagro ni al daño irreparable hecho al fotógrafo Pablo Grillo. Pero no viene mal contextualizar más aún. Una cosa son los hechos que se daban cuando la política todavía se dirimía por la fuerza, entre facciones armadas y mediante violencia explícita. Con sus bemoles, esto se extendió hasta comienzos del siglo XX, época en que los representantes de los partidos en disputa se rodeaban de matones (Juan Moreira fue uno de esos, a fines del siglo XIX) que, entre otras cosas, digitaban quiénes votaban y quiénes no. Con esto no pretendo justificar la violencia. Sólo apunto que por entonces era parte indisoluble del juego.

 

Jorge Luis Borges.

 

Pero a mediados del siglo XX la cosa había cambiado. El país estaba organizado, al menos formalmente. Es verdad que los militares seguían asumiendo un rol excesivo, para tratarse de una democracia. Pero, al llegar al gobierno, Perón canalizó el ímpetu castrense y su propensión al orden y la disciplina en el desarrollo de la industria y la prospección energética. Y Argentina se convirtió en un lugar de paz, lo cual fue doblemente meritorio en un mundo desgarrado por la violencia bélica.

Todo eso acabó en el '55, cuando una facción golpista que prefiguró la del '76 (ejecutores militares, liderazgo burgués —la clase que Walsh definió como "temperamentalmente inclinada al asesinato"— y complicidad de la Iglesia católica) decidió matar a Perón. Pero no envenenándolo a lo Hamlet Sr., ni saboteando su auto, ni mediante un John Wilkes Booth o un Lee Harvey Oswald. Optaron por hacerlo a lo grande, a lo bestia: usando aviones del Estado para ametrallar el corazón de la capital de la República y arrojarle encima 14 toneladas de bombas. Estaba claro que, aun cargándose a Perón, iban a matar a mucha otra gente, que ni siquiera era de su entorno: bancarios y clientes de bancos, estudiantes, viejos y niños, colectiveros, empleados, barrenderos, maestras. Pero a pesar de esa certeza, decidieron mandarse. Porque, además de matar a Perón, querían inspirar terror. En particular en el pueblo peronista, para disuadirlo de volver a defender a su líder, como en octubre del '45.

 

 

Ese es el momento en el cual, en términos de la ciencia ficción o de la física cuántica —¡como más les guste!—, entramos en la línea temporal que habitamos. Porque este universo es distinto del que habría existido si la Embajada y el establishment local hubiesen vencido a Perón en las urnas, no mediante violencia, sino políticamente. Si hoy Argentina es así se debe a que —entre otras razones, claro— en el '55 el poder económico y religioso decidió matar a Perón en vez de jugar limpio, y cargarse en el trámite a centenares de argentinos que les importaban un pito, a quienes reventaron como moscas.

Pero no sólo estamos así gracias a los responsables de esa acción, entre ejecutores, financistas y conjurados. En la instancia crucial, cuando los senderos de la historia argentina se bifurcaron trágicamente, una porción de la sociedad toleró ese crimen atroz porque estaba satisfecha con el objetivo logrado, que era el poner al gobierno de Perón en respirador artificial. (De hecho lo desconectaron poco después, en septiembre.) Estaban tan chochos con el fin, que decidieron obviar los medios a que se apeló: una masacre, un crimen espantoso. Y por eso el bombardeo sigue impune. Porque "la gente de bien" —que así se consideraban, como sus herederos siguen considerándose— creía que esos muertos eran un precio que valía la pena pagar, a cambio del derrocamiento del "Tirano". Para los privilegiados, el sacrificio ajeno es una moneda que nunca dudan en rifar.

Y de ese modo, al tolerar con gusto lo que debía resultar aberrante a todo ser humano, abrieron el portal que nos conduce aquí. A este presente en el cual muchos celebran la condena de Cristina como en el '55 la caída de Perón, sin saber que —como el gaucho de Borges— lo están haciendo para que se repita una escena, parte de una trama cuyo giro inminente ignoran.

 

 

"¿Qué festeja?", preguntaba Feinmann El Malo, ante las escenas de Cristina bailando en el balcón de San José al 1.100. (Otro que sumar a la ya balconera historia peronista.) Indignación que fue replicada en todos los canales canallas, donde cundía el desconcierto. ¿Por qué sonreía esta mujer, cuando debía estar rota, muda — definitivamente vencida?

Es que, cuando uno leyó mucho, cuenta con ventajas diferenciales.

Si conocés las tramas, nunca te movés a ciegas por la Historia.

 

 

 

La historia sin fin

Al año siguiente del bombardeo, la convicción de que la sociedad bancaba la violencia —siempre y cuando estuviese dirigida contra los peronistas, claro—, tentó a Aramburu & Co. a pisar el palito. Y así, entre las últimas horas del 9 y las primeras del 10 de junio del '56, dejaron de ser la Libertadora para convertirse en la Revolución Fusiladora. A pesar de que podían apelar a la ley marcial se descuidaron, como quienes están habituados a ser impunes. Y fusilaron a una docena de civiles, por el presunto crimen —nunca probado— de conspirar para derrocar a un gobierno golpista. Ese es el eje, la clave de la investigación que Rodolfo Walsh inició entonces, cuando todavía era tan gorila como los que celebraron este martes. (Y sólo el martes.) Walsh probó que, a pesar de estar en condiciones de legalizar su represalia, los milicos habían detenido y condenado a ese grupo de civiles antes de declarar la ley marcial. La ejecución fue un crimen de Estado, que prefiguró la predilección por la represión ilegal que caracterizaría a la dictadura del '76.

Walsh creyó que la revelación de que la Fusiladora había actuado ilegalmente produciría un escándalo. Se equivocó. Ningún medio de alcance nacional quiso difundir su investigación. Y aún cuando la publicó en un medio de circulación limitada y luego con forma de libro, no pasó nada. ¿Por qué? Porque, por segunda vez en breve lapso, parte de la población condonó el hecho violento. Nadie reclamó justicia, a excepción de Walsh y de los familiares de las víctimas. Para matar peronistas, no hacía falta proceder en el marco de la ley. La Constitución y el Código Penal sólo eran aplicables a la "gente de bien". Y los peronistas no formaban parte de esa comunidad. Se los podía faenar como a animales, sin necesidad de permiso ni más justificación que su condición de peronchos.

 

 

Sin el bombardeo y los fusilamientos, quizás no hubiese habido Triple A. (Para los gorilas, que los peronchos pasasen de ser asesinados por otros a matarse entre ellos sonaba a progresión dramática ideal.) Y sin esos precedentes, quizás la opción de ciertas orgas por la lucha armada hubiese adoptado otro color. Lo indiscutible es que, de no haber comprobado que matar peronistas era gratis y cultivaba paladares afectos a la muerte, la dictadura del '76 no hubiese sido lo que fue. Como digo en mi novela Valecuatro: "Sin el 16/6/55, el 24/3/76 no hubiese ocurrido". La represión ilegal no fue un hecho extemporáneo, sin antecedentes. Fue la progresión de lo que los '70 terminaron por consagrar como una política de exterminio.

La dictadura capotó al despuntar los '80, cuando la crisis que produjeron medidas como las que implementa Milei despojaron al régimen de sustento. Quemaron su relevancia, obtenida mediante aniquilación, en la pira del fracaso económico, y se hundieron en el desprestigio. Ese vacío de representación tornó posible el —vuelvo al latín— horror genocidia: la posibilidad de que la sociedad expresase repugnancia por las barbaridades cometidas por las Fuerzas Armadas. Espanto que, a su vez, hizo posibles los 40 años de democracia, aunque durante mucho tiempo no alcanzó para obtener justicia. Para que los genocidas fuesen juzgados, hizo falta que a la tarea de las orgas de derechos humanos se acoplase la voluntad política de los Kirchner. Una combinación de factores, entre los que cabe mencionar el estrago social de 2001 y la falta de liderazgo político en la derecha, colaboró a que los Kirchner pudiesen desarrollar políticas peronistas en el marco de una oposición tan desacreditada como los militares en el '83.

Pero, hacia el final del segundo mandato de Cristina, los conspiradores se recuperaron y la violencia letal reapareció. Primero, a través de Nisman, de manera indirecta: todavía no se permitían apuntar a los peronistas, pero presionar hasta el límite a una figura opositora que a Macri, Bullrich & Co. les convenía más muerta que viva, era una opción intermedia de corte maquavélico. En 2017 tuvo lugar el ataque a la residencia de Alicia Kirchner en Río Gallegos, donde estaba Cristina. En marzo del '22 apedrearon la ventana de su despacho en el Congreso. Y el primer día de septiembre de ese mismo año, nuestro Lee Mongui Oswald le gatilló en la cabeza dos veces, malogrando la oportunidad de manera milagrosa.

 

 

El fallo fallado que la Corte emitió el martes 10 no fue sino otra forma de violencia. Privar a Cristina de su libertad y de sus derechos políticos, a causa de un juicio que pertenece a la historia mundial del bochorno legal, supone una decisión autoritaria, tan al margen de la ley como los bombardeos del '55 y los fusilamientos del '56. (La imposibilidad de someter al peronismo por las buenas es otra de las constantes de esta historia, que el 17 de Octubre cumplirá 80 años. Otra de las constantes es la persistencia en el drama del mismo elenco. Milicos jóvenes que aportaron a la Fusiladora llegaron a roles de prominencia durante la dictadura. Fíjense qué hacía Magnetto en el '76, y qué hace ahora.)

Lo concreto es que una Corte Suprema integrada por tres tristes teresos, dos de los cuales llegaron allí de modo indigno, se arrogó el derecho de limitar la libertad de los votantes argentinos —tal vez porque, como lo demuestran cada vez que pueden, nada les gusta más que votar por sí mismos— y, así, alteró la condición institucional del país. Con el dictamen del martes, puso punto final al más largo período de democracia que conoció este país. La lápida ya tiene fecha de clausura: DEMOCRACIA ARGENTINA, 10/12/83 - 10/6/25. (Me pregunto qué epitafio le sentaría mejor. Se escuchan propuestas. Mientras tanto, me inclino por Vencedores vencidos.) Esta diligencia de los cortesanos al servicio del poder real cerró un capítulo de la Historia argentina. Si la visualizásemos como un libro, la condena y proscripción de Cristina clausuraría el relato que inauguró el triunfo de Alfonsín, y que tantos sinsabores y alegrías deparó desde entonces. Lo que viene ahora es otro capítulo, que concierne a una Argentina nebulosa, imprecisa, no dictatorial –no todavía, al menos—, pero tampoco democrática, en tanto prohibe la participación de la conductora del movimiento político más grande del país.

 

 

Será algo más parecido a los interregnos de Frondizi e Illia, que llegaron a la Rosada porque el peronismo estaba prohibido, que a cualquiera de los gobiernos del '83 en adelante. Un país donde la voluntad popular está condicionada, maniatada. Pero, más allá de la dificultad que entraña avizorar cómo será un período que está naciendo, lo cierto es que hoy estamos en un mundo nuevo, ante una bestia diferente. Desgraciadamente, la historia no se toma el trabajo de avisarnos por mail que hemos entrado en otra era. No hace fiestas para celebrarlo, no corta cintas ni estrella botellas de champagne contra el casco del tiempo nuevo, a modo de bautizo. De un día para otro puede parecer que nada cambió, aun cuando, en esencia, haya cambiado todo.

Ahí estamos ahora. En una zona nueva, ominosa en su arranque, que ya revelará si se parece más a La zona muerta de Stephen King o a la que creó Tarkovski para una película inolvidable.

La única certeza que tenemos es que, para desesperación de los personajes que lloran en TV porque Cristina no se rinde, la Historia no termina acá.

 

Tres Tristes Teresos.

 

 

 

El sacrificio

Nos tocó un tiempo de capacidades analíticas reducidas. Las redes prefieren el flash a la reflexión y el hecho aislado al puesto en contexto, a la identificación de fenómenos y tendencias. Por esa razón, los que creamos obra nos vemos compelidos a ir más allá de la mera producción y a ofrecer también el marco en el cual reclamamos que se nos interprete. Eso intentó hacer Cristina, en estas semanas: ayudarnos a entender cómo debía leerse el relato que detonó el lunes 2 de junio, al confirmar que sería candidata en la provincia de Buenos Aires. Por eso dedicó tiempo a inscribir su presente como un capítulo más de la violencia conservadora contra la voluntad popular, no sólo en el marco del peronismo sino también en el más grande de la lucha por la soberanía que singulariza nuestra historia. (De ahí las menciones a Mariano Moreno, a Dorrego, a Peñaloza.)

 

El Chacho Peñaloza.

 

La porción actual del relato representa el enfrentamiento entre el poder real, que durante los 80 años del peronismo se asoció a la Embajada, con el movimiento que reconectó con las políticas que transformaron el país entre 1945 y 1955. Perón y Evita, Néstor y Cristina: una historia que reescribimos en tiempo real y clave del presente, para que se repita una escena virtuosa. Tal como entonces, la situación enfrenta a jugadores disímiles. Del lado del establishment y la Embajada, se enlistan los adoradores del dinero y los adictos al poder por el poder mismo. En general, el poder real no piensa más que en remover los obstáculos que encuentra en el camino a la concreción de negocios. Pero en este tramo de la historia, los jugadores más viejos y gravitantes, como Magnetto, ideologizaron la contienda. Hoy existen mega-ricos que aceptan perder guita con tal de acabar con Cristina y su prole. A esta altura, para Magnetto ya no se trata de negocios. Es una cuestión personal. Quiere acabar con el kirchnerismo antes de morir, alumbrando un peronismo business friendly, funcional al establishment. A lo Menem, a lo Duhalde, a lo Alberto.

Pero del otro lado, los jugadores, y en particular cierta jugadora, son muy distintos. Estos también comprenden el valor del poder en la brega política, y por eso intentan construirlo a diario. (Néstor fue un gran articulador de poder, sin el cual no podría haber hecho nada de lo que hizo.) Sin embargo, la forma en que construyen masa crítica para poner coto al poder real es tan diferente a la del establishment, que a veces parece que están jugando a juegos diferentes. Cristina no quiere acabar con Magnetto, ni con Rocca, ni con Galperín. Todo lo que quiere es ponerlos en caja. Para que no sigan abusando de su poder. Para que, cuando recuperemos la democracia, no se tienten de traicionarla nuevamente. Para que no vuelvan a actuar como si estuviesen por encima de los intereses nacionales y, por ende, del pueblo.

 

 

Esta mujer está jugando el juego largo, corriendo la carrera de fondo, aquella en que se impone quien más resiste. (Y vaya si ha resistido cosas, Cristina. No conozco a nadie de voluntad más formidable.) Esta mujer está jugando el juego de la Historia grande, donde todo jugador valioso sabe que la cosa no empezó ni termina con él o ella, y que la victoria parcial la determina el modo en que pasás la antorcha para que la lucha continúe. (A diferencia de Magnetto, que no dejará herederos políticos porque su impulso vital —su necesidad de humillar a la única que se le enfrentó— es individual y se volverá cenizas cuando muera.)

Cristina está interpretando el rol que cree que le toca en la historia del peronismo, ayudando a que se reencuentre con sus raíces épicas. (El 17 de Octubre pertenece a ese subgénero, inequívocamente.) Sus últimos movimientos no dejan dudas. A fines de mayo, ya era un secreto a voces que la condena saldría pronto. El anuncio de que Milei emprendería su viaje más prolongado al exterior dibujaba una ventana de probabilidades, que el Presidente ponía a disposición de la Corte a partir del 5 de junio. (Estamos a 15 y sigue boludeando por ahí, con agenda festiva hasta casi fin de mes.) Como la movida era transparente, dado que Milei cultiva el estilo de cobardía milmaniana ("Cuando la detengan, yo estaré en Europa"), no quedaba tiempo que perder. Cristina activó la cuenta regresiva el lunes 2, al anunciarse candidata, a conciencia de que la presión que se desataría entonces compelería a la Corte a mover ficha, en fechas de enorme carga simbólica para el peronismo y su ADN de resistencia. Efectivamente, el apriete a los Tres Tristes Teresos fue tan enorme como descarado, a plena luz del día. Y el fallo salió el martes 10, poniendo en marcha un movimiento que hasta hace pocos días parecía imposible.

Por un lado, reordenó el peronismo puertas adentro. A partir de ahora, nadie discutirá la conducción de Cristina. (Públicamente, al menos. Algunas sobreactuaciones de estos días rozaron la caricatura, por parte de quienes se sabían con la cola sucia.) Y tampoco quedan muchas dudas respecto de quiénes expresarán su pensamiento fiel, cuando el Poder Judicial condicione sus comunicaciones. Pero además reordenó la totalidad del panorama político. En estas semanas se hizo manifiesta la necesidad de un factor coagulante, que articulase las protestas aisladas en una resistencia común. Pues, aquí está. Y no es el caso individual de Cristina, sino la reincidencia del antiperonismo en el error de actuar por afuera de la ley.

 

 

Porque la Corte podrá ser la instancia máxima de la Justicia en términos formales, pero cuando se trata de la Corte más floja de papeles de la historia, avalando un juicio que se sustanció sin una puta prueba, su autoridad se desmigaja. Pero lo peor no es eso, sino la forma en que se arrogaron la potestad de interferir con el sistema democrático. La Corte no tenía derecho a cerrar por la fuerza el capítulo contemporáneo de la democracia argenta. Ese será el factor coagulante. La lucha por el retorno de una democracia plena, sin más violencia estatal ni proscripciones, donde puedas elegir a la persona que mejor te representa para conducir el país. ¿Qué mejor razón para volver a las calles?

Estoy seguro de que ninguno de esos viejos meados se detuvo a considerar por qué Cristina pareció acelerar su condena. Creyeron que la iniciativa seguía siendo de ellos, cuando simplemente entraron en el juego de Cristina. Hablamos de gente a la que no le cabe en la cabeza que alguien precipite un destino semejante para sí misma, por una simple razón: el único sacrificio en el cual creen es el sacrificio ajeno. Pero Cristina, como buena peronista, cree en el valor del sacrificio propio, en la virtud de poner el cuerpo para que, aunque uno pierda algo, muchos otros se beneficien. Y eso se debe a que Cristina no sólo es una gran lectora de la historia local y una autoridad en materia de peronismo, sino que a además es sensible a —y cree en— otro de los grandes relatos fundantes de nuestra cultura.

 

https://x.com/messages/media/1933890060090298423

 

 

Aun si lo despojamos de su condición divina, Jesús de Nazaret sigue siendo el tipo que introdujo el amor como argamasa civilizatoria —amor que, en términos políticos, se llama justicia social—, y que para ser coherente con sus ideas puso el cuerpo para proteger a pobres y marginados. Algo que ni Roma como potencia colonial ni el establishment judío se bancaron, obvio. (Los paralelos con el presente son tan fáciles de trazar, que es casi un escándalo.) Hoy en día, nuestro establishment y la actual potencia colonial no pueden culpar más que a sí mismos, por haber puesto a Cristina en situación sacrificial. Esa es tooooda de ellos. ¿Qué van a decir ahora, que la condena también es un auto-atentado? Es por eso que la aceptación de buen grado con que enfrenta su destino enloquece a sus victimarios: porque ya vislumbran que, en esta situación, no tienen forma de ganar a mediano y largo plazo. Cuanto más la humillen, más la ensalzarán. Cuando más la acallen, más resonará su palabra. Cuanto más la dañen, más se cubrirán de indignidad. Y si le llega a pasar algo, ni les cuento. La engrandecieron solitos, la convirtieron en leyenda. Una mujer viuda, sin otro poder que el de los millones que la aman y de otro tanto que, como mínimo, reconoce su dignidad. Andá a competir con eso, Magnetto. Estás frito, angelito.

Yo quiero agradecer a Cristina la oportunidad que creó para el pueblo argentino, a un costo personal tan grande y doloroso. Aquellos que conocemos las tramas sabemos que, en las horas decisivas, los discípulos de Jesús fueron unos chambones que no cazaban una, hasta que les cayó la ficha y se elevaron a la altura de la historia. Espero que honremos esa parte de la trama, para que lo que se repita ahora sea la gloria y la construcción de algo parecido a un Paraíso, pero aquí, en esta tierra.

Como dice Borges en uno de los poemas que más me gustan: "Acaso lo que digo no es verdadero, ojalá sea profético".

 

 

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