LA UTOPÍA DE LA SINCERIDAD

Informarse sin esfuerzo es una ilusión que propaga el mito publicitario neoliberal

 

Me puse a pensar en esto por culpa de un tweet de Joyce Carol Oates, la prolífica escritora de Ellos, Agua negra y Blonde. (Esta última ficcionaliza la vida de Marilyn, y está llegando al cine.) La fenomenal JC comentaba por las redes una película que, a pesar de ser muy nueva, ya circula por Internet: Midsommar, de Ari Aster. Midsommar es formalmente un film de terror, pero muy particular. No es de esos berretas que hay a carradas, cuyo objetivo es hacerte saltar en la butaca / sillón a puro golpe de efecto. Por el contrario, es de aquellos que, sin dejar de espantarte (hay escenas que ponen la piel de gallina), se te meten bajo la piel y siguen arrastrándose con el correr de los días. Trata de unos jóvenes norteamericanos que viajan a Suecia para participar de un festival que sólo ocurre cada 90 años; y una vez allí, descubren que esa celebración expresa a un culto pagano del que se han convertido en prisioneros sin saberlo.

Como JC tiene el coco retorcido de la mejor manera, se le dio por leer la película en otra clave. "Midsommar exuda una horrible relevancia en la Edad Oscura de Trump", dijo. (En realidad puso T***p, como si la escritura completa conjurase una presencia que preferiría evitar.) "El poder letal del culto (descerebrado) sobre el individuo involuntario. La locura de un país entero, en las garras de un Presidente cuya 'base' es irreflexivamente leal, y a quien ha legado la proclividad al crimen".

 

La escritora Joyce Carol Oates.

 

 

Al rato me crucé con un artículo que el psicólogo Sebastián Plut publicó en Página/12: ¿Por qué alguien cree lo no creíble y lo reproduce?, donde reflexiona sobre el fenómeno del público que consume fake news aun bajo la sospecha de que esas noticias, pedorras desde el título hasta el punto final, no resistirían el cotejo con la realidad. De ese texto me quedé con una cita del periodista Ignacio Ramonet: "Querer informarse sin esfuerzo es una ilusión que tiene que ver con el mito publicitario más que con la movilización cívica. Informarse cansa y a este precio el ciudadano adquiere el derecho de participar inteligentemente en la vida democrática".

Ahí encontré un hilo conductor entre ambos fenómenos: la cuestión del esfuerzo necesario. Al integrarse a un culto (como el de Midsommar o, según Joyce Carol Oates, el t***pismo), la iniciativa individual queda descartada. Uno decide entregarse a un juego cuyas reglas no creó ni puede cuestionar. Se trata de una renuncia voluntaria a la propia libertad, que a muchos nos suena aberrante pero cuyo atractivo entendemos de todos modos. A través de la sumisión, se pone freno a las angustias que conllevan las decisiones constantes que enfrentamos aquelles que queremos pilotear nuestro destino. Se acaban ciertas preguntas: qué debo hacer, qué es lo correcto, qué es lo que deseo, qué pienso —respecto de lo que ocurre, respecto de mí mismo.

Una de las direcciones más claras del proceso evolutivo fue la de trabajar para hacer nuestra vida más fácil, en el terreno de lo práctico. Limitar el esfuerzo físico y mental en la medida de lo posible. En Wall-E, de Andrew Stanton, se proyectan al futuro las consecuencias más extremas de esta tendencia: los humanos son gordos, han perdido la costumbre de moverse, viven encastrados en sus sillas móviles y con las narices pegadas a pantallitas. (Tampoco especularon demasiado. Esos gordos son idénticos a los estadounidenses que pasean por los parques temáticos —como aquellos que son la especialidad de Disney, los dueños de Pixar—  en sus sillitas eléctricas, aferrados a baldes de Coca o cerveza.)

 

"Wall-E": Los Humanos En Sus Máquinas (Sillas) Voladoras.

 

 

Sin embargo, esa tendencia contradice una de las reglas del universo donde nos toca vivir. En términos generales, todo lo que vale la pena requiere construcción: desde una casa hasta una sinfonía, desde una sociedad justa hasta el David de Miguel Ángel, desde una relación profunda hasta un lenguaje común. Y todo esto, desde la consciencia de que habitamos un universo proclive a la destrucción: entre nosotros no existe nada más fácil que romper algo, demolerlo, deconstruirlo — lo que tardó una barbaridad en llegar a fruición puede ser borrado en un segundo.

(La vida de Fernando Báez, sin ir más lejos. Diecinueve años de construcción, anulados con la patada artera que siguió al grito negro de mierda.)

 

 

 

 

En la raíz de nuestras sociedades hay un contrato tácito, el pacto al que nos avenimos para conveniencia de todos: existe un marco legal que aceptamos (labrado, a diferencia del culto, sobre principios racionales) que además de establecer nuestras responsabilidades garantiza el cuidado de nuestros derechos y aceita la maquinaria, permitiendo que cada uno se especialice en cierta área de lo que necesitamos producir, para que nada nos falte y la vida en común sea más placentera. Ese pacto, que damos por sentado, es una construcción centenaria; como los edificios viejos, necesita mantenimiento constante o se desploma. Y todo indica —los signos están por todas partes, aquí y en el mundo entero— que en las décadas pasadas el palacio de lo que entendemos por democracia ha sido destratado, víctima de la peor negligencia.

Lo que corre riesgo de derrumbe es el contrato social. Hay sectores que vienen desconociéndolo, de modo cada vez más flagrante. Quieren vivir como si fuesen dueños de todos los derechos, sin hacerse cargo de responsabilidad alguna.

"El capitalismo —decía Ayn Rand, creadora de esa paradoja llamada egoísmo ético— está basado en el interés personal y en la autoestima". Aun lamentándolo, podemos aceptar que la frase es realista. El problema es que existe cada vez más gente que, en materia de interés personal y de autoestima, se va lisa y llanamente al carajo.

 

 

 

 

El derecho humano a ser horrible

Debe haber habido un tiempo en que la sinceridad fue un valor. Después la religión metió la cola. En las primeras páginas del Antiguo Testamento Adán y Eva se hacen los boludos cuando Yahvé les pregunta sobre la manzana. Los fariseos desarrollaron su movimiento durante el cautiverio babilónico, y ya en tiempos de Jesús se habían convertido en un cliché — el lugar común de la hipocresía, a quienes llama sepulcros blanqueados: nívea cal por fuera y podredumbre por dentro.

Durante siglos fue más conveniente mentir antes que disgustar al poder y acabar en la hoguera. (Tanto la inquisitorial como la de la condena eterna.) Ese fue el tiempo en que las mejores formas de decir la verdad sin que nadie lo advierta —la poesía y la sátira, por ejemplo— y también la diplomacia, que es el arte de caminar sobre un mar de huevos frescos sin romperlos. Aquelles que intentaban comunicar pensamientos incómodos se enfrentaron a las formas más variadas de la represión: desde la cicuta al paredón de fusilamiento, desde el ostracismo —el exilio, diríamos hoy— al Gulag.

Recién durante la posguerra, a mediados del siglo pasado, se empieza a hacer sentir el clamor por cierta autenticidad. El insulto favorito de Holden Caulfield, el adolescente de la inolvidable The Catcher In The Rye (El cazador oculto, J. D. Salinger, 1951), es phony, que significa falso —trucho, diríamos hoy y acá. Holden reniega de la sociedad de sus mayores, que todo el tiempo habla de valores y sin embargo ha llegado a un extremo de ritualización que impide que nada de lo que se dice sea verdadero. Poco después, la rebelión de los '60 inclinó el fiel de la balanza hacia el otro extremo y la autenticidad se convirtió en un valor supremo. Había que ser honestos con los propios deseos e impulsos. Pero como suele ocurrir con los extremos, la nueva sinceridad demostró ser tan phony, tan trucha, como la tradicional. Muchos santones de la Era de Acuario —tanto los intelectuales como los políticos— demostraron tener pies de barro. Y la mayoría de sus seguidores se dividieron entre los que se resignaron a incorporarse al sistema y aquellos que compraron el marketing de los nuevas disciplinas, canjeando consciencia ambiental por new age.

 

 

J.D.Salinger, el autor de "The Catcher In The Rye".

 

 

El problema con la sinceridad es que —al igual que desarrollar un pensamiento independiente, e informarse, y avanzar hacia cualquiera de las formas de la sabiduría— requiere trabajo. Esfuerzo. Una construcción en el tiempo. Ser sinceros no equivale a decir lo primero que nos viene a la mente, porque nuestras mentes están llenas de pensamientos ajenos que no hemos desbrozado y que, por ende, no podríamos defender en caso de ser cuestionados. Ser sinceros demanda, pues, saber qué se siente verdaderamente — y por qué. Qué se piensa respecto de los temas fundamentales — y por qué. "El autoconocimiento, en la forma de la examinación de consciencia, es una demanda de la ética cristiana", dice Carl Jung en Respuesta a Job, pero yo le tacharía el adjetivo final: examinar la consciencia es un requerimiento de toda ética, desde Sócrates en adelante.

 

 

 

 

El primer movimiento de la sinceridad debería ser hacia adentro, porque necesitamos pasarnos en limpio —entender qué nos pasa hondamente— antes de expresar una idea honesta. Y a todos nos consta que en la vida de vigilia hay un gran porcentaje de acciones que no podríamos explicar de volea; siempre tenemos un argumento a mano, claro, pero no necesariamente es el que se corresponde con la verdad. En más de una oportunidad necesité llegar al punto final de una novela para recién entonces —al cabo de meses/años de laburo— entender por qué me había decidido a escribir esa historia, y no otra — las verdaderas razones por detrás de mi necesidad de contar eso.

El ejercicio de la sinceridad exige práctica, tiempo y el cultivo de la introspección, cuesta arriba en un contexto donde medios y redes alientan a decir lo primero que se nos ocurra. Y lo primero que se nos ocurre es, casi siempre, un cliché; una idea-muleta, que nos vende la (trucha) noción de que es posible seguir avanzando sin usar nuestros pies. En estos días, como daño colateral del asesinato de Fernándo Báez, hemos sido testigos —y a menudo, partícipes— de un tsunami de opiniones. El formato periodístico hace metástasis en la invitación a decir lo que se antoje delante de un micrófono. Cuando, en un 99 % de las ocasiones, la respuesta sincera a ese ¿qué opina usted de...? debería ser: No estoy segurx. Tengo la cabeza llena de frases hechas sobre ese tema, pero debería pensar un buen rato antes de entender qué pienso de verdad.

En su ensayo Ante el dolor de los demás (2003), Susan Sontag dijo: "Los ciudadanos de la modernidad, los consumidores de la violencia como espectáculo, los adeptos de la proximidad que no entraña riesgos, son educados para ser cínicos respecto de la contingencia de la sinceridad. Alguna gente haría cualquier cosa para no ser conmovida".

 

 

Susan Sontag: sincerarse es conmoverse.

 

 

De esa gente, mucha se dedica al periodismo. Y al practicarlo del modo en que lo practican —desde las certezas inconmovibles o desde la venta de su oficio al mejor postor—, hacen posible que cierta otra gente, por lo demás impresentable, acceda a posiciones de poder. Los medios dieron alas a figuras que eran conocidas por razones ajenas a la política en sentido estricto. (Trump por millonario y estrella de un reality, Mauricio por Macri, Bolsonaro por ex militar que hacía de payaso en el Parlamento de Brasil.) Al arroparlos en vez de cuestionar su capacidad, le concedieron a su público un permiso: Si ellos pueden ser brutos, decir barrabasadas, expresar sus deseos más mezquinos y aun así triunfar, yo también. Esa es una de las características de nuestro tiempo: esta es la Era de les Peores, en la que mucha gente agita la bandera de la mezquindad y reivindica ser y mostrarse horrible como un derecho humano.

Hay una frase de Voltaire que esta semana me recordó Carlos Caramello. A pesar de haber sido concebida un par de siglos antes de la creación de los medios masivos, define bien los peligros que derivan del uso inescrupuloso de su poder: “Aquellos que pueden hacerte creer absurdos, pueden hacerte cometer atrocidades”.

Cuando se escriba —si es que la oportunidad llega— la historia de estos tiempos atroces, se va a parecer mucho a la historia de nuestros medios más grandes.

 

 

 

(Ver)Annus horribilis

La Edad Oscura que menciona Joyce Carol Oates no es un fenómeno exclusivo de su país, sino mundial. El plano final de Midsommar —aquellos sensibles a los spoilers, eviten este párrafo— es contundente al respecto. La protagonista, Dani (Florence Pugh), se horroriza ante la barbarie de un nuevo ritual del culto, mientras alrededor suyo los acólitos sobreactúan un dolor que no sienten, con la misma hipocresía de los fariseos al fingir indignación moral y rasgarse las vestiduras. Pero en cuestión de segundos, el llanto de Dani deja paso a otra cosa (¿resignación?) y en la imagen final su rostro está iluminado por una sonrisa esplendente. La transacción se ha completado en su alma. Dani renuncia al laborioso camino de la consciencia individual para abrazar las seguridades de una comunidad con reglas inalterables; cree superar el drama familiar que sufre al principio del relato, dejándose adoptar por otra familia extendida —la del culto ancestral— que la exalta, le abre los brazos y le ayuda a llenar las muertes de sentido en el marco de una cosmogonía religiosa.

 

 

Dani (Florence Pugh) comienza sufriendo, pero termina con Síndrome de Estocolmo.

 

 

La humanidad contemporánea se cree dueña de una sofisticación que no posee. (Piénsenlo el tiempo necesario para ser sinceros, pero me temo que terminaremos coincidiendo.) Por motivos que sería interesante desbrozar pero exceden los márgenes de este texto, nuestra especie despreció otras avenidas para meterse en la autopista del capitalismo y el desarrollo tecnológico que crea juguetitos que vender interminablemente. Apostamos por la ciencia y la técnica —siempre pastoreadas por la conveniencia económica, claro— mientras despreciábamos otras vías del conocimiento humano. Por eso nuestras ciudades dependen de un cúmulo de especialistas en materias sobre las cuales la mayoría de nosotros no entiende nada. Si una peste de esas que nadie parece en condiciones de contener (¿quién dijo coronavirus?) se ensañase con esa población en particular, los que quedásemos no estaríamos en condiciones de poner en marcha el mundo cada mañana.

Hablo de miles de millones de personas que recibieron una formación entre superficial y utilitaria, que no los prepara para vivir vidas plenas sino como piecitas que encastrar en la maquinaria que busca perpetuar su marcha; que experimentan una incertidumbre económica y política que, mal que le pese al precario de Esteban Bullrich, no disfrutan; que, en el marco de esta inseguridad que se vuelve patológica, consumen propaganda disfrazada de información, buscan el amparo de comunidades virtuales de características defensivas y demandan satisfacción inmediata a sus reclamos superficiales. Por eso no sorprende que hayamos consagrado como líderes mundiales a tipos que, en otras épocas, no habrían conseguido conchabo como número de relleno en el Coliseo romano ni en la pandilla de los Dalton.

Tampoco encontramos guía ni ejemplo entre las clases que alguna vez consideramos dominantes. Este es un (ver)annus horribilis para nuestra "gente linda". Entre el "selecto" balneario Ocean Club que vedó el ingreso a una pareja gay; Susana enviando a su público a criar gallinas; su nieta ("¿Sabés quién soy yo?") agrediendo a un matrimonio a golpes y gritos de negra y grasa; el cordero volador; los rugbiers de La Plata —que hacían circular imágenes de sus parejas sexuales— y los asesinos de Fernando, que no satisfechos con victimizarlo acusaron del crimen a un inocente; el cliente que agredió a un mozo para que lo atendiese; y la maniobra en 13 barrios de la "exclusiva" urbanización Nordelta para colgarse de la luz, no queda forma de concederles ni el beneficio de la duda. Hasta Adolfito Bioy consideraría hoy el albur de hacerse hincha de un club de fútbol y probar suerte con la cumbia. El macrismo lo rompió todo, hasta el chetaje — aquellos a quienes en una canción de Los Redondos el Indio bautizó los nenes de oro.

Llevan el juego en la sangre y van
descarados, lindos varoncitos de oro.
¡Viven temiendo despertar de sus sueños!

 

 

 

 

 

 

Lo cierto es que, como especie, nos hemos arrinconado solitos. Ahora estamos en medio de una pesadilla de la que luchamos por despertar. Y no disponemos sino de dos opciones: o domar al capitalismo poniéndole límites, controlando la acumulación económica con mano férrea (parafraseando a Perón: el capitalismo podría llegar a ser bueno alguna vez, pero si se lo vigila sería mejor), o dedicarnos a hacer apuestas sobre el momento y la causa que detonará la crisis planetaria. (¿El desastre ambiental? ¿Un virus? ¿El 60 % de la humanidad —4.600 millones de personas— rebelándose contra los 2.153 ultrarricos que tienen una fortuna equivalente al dinero de todos ellos juntos? La Bastilla fue arrasada por mucho menos.)

Aun en el caso de que pusiésemos coto a la avidez de los adictos al dinero, hace falta impulsar un giro copernicano; promover un cambio tan profundo que lo conmueva todo. La humanidad se condenó a sí misma al trocar las viejas religiones por una aún peor: el culto al dinero por encima de todo otro valor, esa plaga que carcome los cimientos de nuestras mejores construcciones — la ley y el sistema de Justicia, la democracia, el contrato social basado en la solidaridad entre les ciudadanes. No es novedad que los ricos saben manipular la ley para operar con impunidad. Lo escandaloso es que se han salido con la suya durante tanto tiempo, que ya no observan la diplomacia que desarrollamos durante siglos para guardar las formas. Mas bien cultivan lo que podríamos llamar La Nueva Sinceridad. Gente tan superficial como desagradable que se despojó de toda vergüenza, mira a cámara y recita el primer mandamiento del credo de este mundo: Lo quiero todo para mí, ¿y qué?

Lo que mantiene al edificio social atado con alambre son ciertas luchas. Como la del feminismo, para empezar. Y la de les ambientalistes. Y la que impulsa la circulación de información veraz como resistencia ante la propaganda corporativa, a través de canales inusuales. (Como El Cohete A La Luna, sin ir más lejos.) Al desarrollarse e involucrar a más gente cada vez, generan cohesiones alternativas a lo que Joyce Carol Oates llama "el culto (descerebrado)". Porque lo que ese opone a ese agrupamiento no es necesariamente lo individual. La contracara del culto descerebrado es la comunidad ligada por una consciencia compartida. (Por no decir la comunidad organizada. Si me cruzase con Tim Burton, le propondría una continuación de la comedia ¡Marte ataca! llamada Peronism Saves the World!)

 

 

 

Confío en que esas causas confluirán en la defensa de la democracia, el único sistema que les permitiría seguir actuando políticamente y virar la nave para apartarla del rumbo de colisión. Somos bichos que se acostumbran a cualquier cosa, incluyendo lo peor; y por eso nos cuesta imaginar otra forma de vivir que esta de hoy, donde casi todo es medido a partir de su valor en dinero. Pero también hubo otros tiempos, que aunque toleraron realidades espantosas se permitían poner otros valores en el centro de sus sistemas de vida. Consideren esta frase de Confucio: "Hay cinco cosas que, si se las practica en toda circunstancia, constituyen la perfecta virtud: la seriedad, la generosidad del alma, la sinceridad, la sobriedad y la amabilidad". Ya el hecho de hablar en términos de virtud supone un cambio de eje fenomenal respecto de lo que nuestras sociedades celebran. ¿Se imaginan cuán distinto sería todo, si venerásemos a gente generosa, sincera y amable en lugar de consagrar como estrellas a quienes convierten su ignorancia y su deshonestidad en un estilo de vida?

 

 

 

 

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