LA VERBA INFLAMADA

Horrores, barbaridades y simples pifios del lenguaje, explicados por la académica Alicia María Zorrilla

 

Con el advenimiento de las computadoras, los procesadores de palabras y sus correctores de ortografía, se desencadenaron en la prensa gráfica y editoriales sucesivos fenómenos no siempre encomiables. En forma rauda o paulatina fueron extinguiéndose las salas de corrección, ubicadas entre las redacciones y los talleres de impresión, donde un equipo profesional se esmeraba en pulir errores de tipeo y barrabasadas surtidas que se les pasaban a las escribas por apuro o ignorancia. A la consecuente pérdida de la fuente de trabajo para tales grupos de letrados, se sumó el deterioro del producto final que hoy carcome las retinas sensibles de lectores de diarios, revistas y libros. Se impuso en paralelo el reemplazo del impreso en papel por las ediciones web, lo cual acarreó a su vez el crecimiento de los medios audiovisuales, y con ellos el imperio del lenguaje hablado, más proclive al repentismo, redundante en la bastardización de la generosa lengua castellana.

La de corrector de textos en una editorial era una especialidad respetada, compuesta por detallistas abrazados a los diccionarios, consecuentes lectores y prolijos en arcanas artimañas propias de la profesión. Por lo general trabajaban en dupla, uno que leía el original y otro que marcaba la prueba de galera, intercambio en el que se desataban exquisitas, a veces encarnizadas discusiones sobre las propiedades del lenguaje. Labor de trascendencia, merecedora de su propia de celebración: todos los  27 de octubre se recuerda el Día del Corrector de Textos, en honor al natalicio de Erasmo de Rotterdam (Rotterdam, 1466-Basilea, 1536) el filósofo, teólogo y humanista que dedicó parte de su vida a la traducción y corrección de textos en latín.

 

Erasmo de Rotterdam.

 

Función didáctica al operar en la difusión masiva, el uso del lenguaje mediático encierra una potente capacidad de reproducción de virtudes y vicios en amplias capas de la sociedad. Más de los segundos que de los primeros, según se detecta en la actualidad, ostensible en el universo audiovisual, en creciente decadencia dentro de los medios gráficos, extendido aún a la publicidad, papers, informes técnicos, monografías, tesis académicas y escritos jurídicos. Proliferación de una mezcla de ignorancia, desidia, descuido, pereza y mediocridad, es objeto de una muy entretenida disección por parte de Alicia María Zorrilla (Buenos Aires, 1948) miembro de número y titular de la Academia Argentina de Letras. Portadora de una imponente trayectoria en la materia, acorde a una escritura tan ágil como rigurosa, en las doscientas cincuentas páginas de ¡¿Por las dudas…?!, provocativo título con el que la autora procura sintetizar la excusa con la que se vierten al papel o al micrófono atrocidades lingüísticas por parte de quienes “no se sientan aún afligidos por aquellas, ya que, vacíos de cultura idiomática, viven anclados en el oscuro desinterés que generan sus graves errores lingüísticos”.

 

 

La autora, Alicia María Zorrilla.

 

 

Encerrada, como todos, por la pandemia de la Covid-19, en cuerpo mas no en palabras y pensamientos, Zorrilla suplió el ocio del ostracismo por la investigación. Descerrajó su ojo adiestrado sobre un heterogéneo material escrito y su oído hacia noticieros y magazines de la TV, hasta recopilar un escalofriante conjunto de brutalidades, sistematizarlas temáticamente, aclararlas en función a las normas de la Lengua y proponer en uso correcto. Si bien incursionó en fuentes de habla hispana provenientes de diversas latitudes, buena parte del muestreo lo obtuvo de medios nacionales. Es curioso que, ya sea porque eran de la preferencia de la autora o por contener el mayor número, sean los medios hegemónicos aquellos que proporcionaron los exponentes ejemplares.

A cada vuelta de página estallan frases capaces de reunir el horror y lo desopilante: el diario donde se reproducen estadísticas indicativas de “que este año va a morir gente que no había muerto”, y remata con que en la zona rural “se registra un mayor número de entierros que de muertes”, lo que da pie a la ironía de la autora: “¿Nos comunica con intrepidez que la vida y la muerte van turnándose?” Tras varios sarcasmos en el mismo estilo, desenvaina la veta pedagógica: “El pretérito pluscuamperfecto del indicativo (había muerto) nos proyecta, sin duda, a otra dimensión refrendada por el categórico adverbio de negación nunca”. Dato duro, ejemplar, da lugar a la apreciación lógica, ésta al contraste erudito y finalmente a la expresión apropiada. Dispositivo metódico, se reproduce en cada oportunidad; compone un recurso de singular agilidad al proponer una lectura apartada de toda pacatería, sin sumergirse en la tediosa formalidad escolar.

Prolífica en las acepciones de las palabras, enlaza etimologías, se extiende hacia los signos de puntuación, abjura de la “holgazanería verbal” vigente en vocablos “baúl o comodín”, tipo ”cosa” o “tema”, ilustra con la divertida jerga de ferretería (“pendorcho”, “cuchuflo”, “pitufito”); amplía hacia las muletillas golosas de verbos fuera de contexto, donde carecen de significado. A cada especificidad, Zorrilla le otorga un capítulo, por lo general breve, intercalando fuentes, del papel a la pantalla. Se solaza con los zócalos televisivos, esa base en la pared informativa donde se alternan el error de tipeo con la disfunción alfabética y la crasa ignorancia: “Intrigas para ciegas en la Corte Suprema”. Ante los desdoblamientos léxicos y circunloquios, reivindica el uso del genérico. Con argumentos técnicos, respeto, abstinencia política y algo de solfa, ingresa en la polémica sobre el lenguaje inclusivo, en el que encuentra abusos capaces de “restar calidad a la sintaxis por lo innecesario y afectado. La extravagancia en la escritura atenta contra la sencillez y la naturalidad”. Apreciaciones que en su momento le valieron a la autora la gimnasia de esquivar el lanzallamas moralista y precisar que su práctica académica de manera alguna evita, combate o contradice los usos populares del lenguaje, cuya libertad resulta de la práctica histórica. Señalar las aberraciones lingüísticas no es más —ni menos— que su trabajo: “Las academias dan guías, pero el hablante es libre”, declaró a la prensa.

Tras repasar incongruencias publicitarias (“Regalos para niños económicos”, “Crema para pies de uso nocturno”), se despacha con los informes policiales y la prosa jurídico-administrativa. De esta última, subraya la carencia “de una redacción llana, sencilla, clara, sobria: párrafos extensos, puntuación vacilante y ausencia de puntuación; expresiones estereotipadas; arcaísmos, repeticiones no siempre necesarias; deslices de concordancia; tiempos verbales arcaicos o dislocados; gerundios desconcertantes; sintaxis compleja por abundancia de oraciones subordinadas; exceso de cláusulas parentéticas; abuso de la voz pasiva propia; paráfrasis verbales; redundancias; anacolutos (…) mal uso de las preposiciones, etcétera”. Fuerte sacudón, por otra parte descriptivo del sostén semántico con el que la corporación jurídica se mantiene en la oquedad.

Cada capítulo de ¡¿Por las dudas…?! se clausura con —o contiene— citas alusivas provenientes de la literatura o la filosofía de todos los tiempos. “Estoy muy cansado porque llevo toda la mañana poniendo una coma y toda la tarde quitándola” (Oscar Wilde) encaja a la perfección con el indispensable trabajo de escritura, revisión y reescritura, aquel que Paco Urondo invocaba en pos de la palabra justa. “¿Qué es un error sino una verdad separada de su arquitectura y que, carente de sostén y de lugar, se convirtió en centro indebidamente?” (Jean Guitton; Francia, 1901-1999) hace lo propio al alertar sobre la construcción coherente del texto. En este espíritu, Zorrilla concluye su libro con un descarnado destripe de las presentaciones que en Internet formula el fariseísmo oferente, precisamente, de corrección de textos a incautos escribas de narrativa, ponencias académicas y aledaños. Demuestra cómo en los mismísimos párrafos de presentación destinados a pescar clientes, se agazapa la infatuación y la estafa. Momento de integración de un recorrido exhaustivo, salpicado de atrocidades, muestra la contrariedad de una retórica ampulosa, encubridora de la codicia inescrupulosa.

Tutivillus era el demonio medieval de los errores “que gozaba con introducirlos en los trabajos de los monjes escribas para que, con tantos pecados, se fueran al Infierno”, cuenta Alicia María Zorrilla. Bajo tamaña advocación, ¡¿Por las dudas…?! lo convoca a fin de que periodistas —bisoños o avezados—, escritores, locutores y demás fauna con responsabilidad sobre los usos del lenguaje de la población en cualquiera de sus formas, permanezcan alerta frente a sus propias vacilaciones, incongruencias e ignorancias. Si ya no es demasiado tarde.

 

 

 

FICHA TÉCNICA

¡¿Por las dudas…?!

Alicia María Zorrilla

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Buenos Aires, 2022

256 páginas

 

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