La vida de los otros

Las deficiencias del Censo en el relevamiento de la situación de las personas con discapacidad

 

El censo que se llevó adelante el miércoles 18 de mayo nos dejará, al menos, un dato fundamental: en la Argentina viven personas con discapacidad. Claro que no podemos precisar ni cuántas, ni si tienen cobertura de salud o acceso a la educación. Esos valiosos datos relativos a los aspectos fundamentales de las condiciones de vida de las personas con discapacidad no merecieron incluirse en el cuestionario. Por el momento, esas cuestiones serían objeto de un nuevo relevamiento a llevarse a cabo a futuro. Más adelante, seguramente con otro gobierno, en una encuesta complementaria.

Los argumentos para desatender (una vez más) tanto los reclamos el colectivo de personas con discapacidad como las enfáticas recomendaciones de los organismos internacionales especializados en la materia, se basaron en diferentes factores: la valoración social de discapacidad, la comparabilidad de los datos y los costos. Las preguntas con las que se intentó acercarse a la situación de las personas con discapacidad fueron desarrolladas por el llamado Washington Group. Este grupo (de elocuente origen) plantea un esquema de relevamiento fundamentado principalmente en dos premisas:

 

 

Estigma social

La discapacidad es un estigma social (o es muchas veces considerada así por las propias personas con discapacidad) y que nadie podría querer reconocerse como parte de ese colectivo. Sobre la base de esta idea, se considera que es mejor preguntar por “limitaciones y dificultades” que por discapacidad. Así, sostienen que sería importante utilizar “lenguaje neutral” y “sin cargas negativas” (sic): no hablar de discapacidad.

Las seis preguntas que buscaban identificar estas cuestiones fueron incorporadas al cuestionario en la sección general relativa a la vivienda (“¿Vive en esta casa al menos una persona que tenga limitaciones…?”). El tema, nada menor a los efectos de un censo, es que ante la posible respuesta afirmativa (“Sí, aquí vive una persona con ese tipo de limitación”) no podemos saber si en dicha casa vive una, dos o veinte personas con dicha limitación. Ese pequeño detalle nos deja sin números.

No contentos con semejante omisión (¡el número!), al sostener el postulado respecto del “estigma de la discapacidad”, el INDEC no sólo refuerza dicha mirada eufemística y estigmatizadora (el bien conocido “de eso no se habla”), sino que adopta una postura abiertamente contraria a la elegida en relación con la autopercepción de la identidad de género, de la ascendencia indígena y de las raíces afro. En estos casos, el censo sostuvo que quienes “portan” estas marcas (visibles o no) consideran que son elementos constitutivos de sus identidades y no algo a esconder. Podríamos incluso pensar que muchas, muchos y muches de quienes se autoperciben en estos términos lo hacen considerando su inclusión en el censo un avance en el reconocimiento de derechos de un colectivo. O, por lo menos, que no se trata de algo que se quiera ocultar. Respecto del estigma, desde los aportes de Erving Goffman hacia aquí ha pasado suficiente tiempo y mucho estudio en la materia como para sostener que las preguntas estigmatizan en un aspecto y en otro no.

 

 

Comparabilidad de datos

La importancia de la comparabilidad de los datos. El Washington Group (que informa en su página web ser financiado por el Banco Mundial, la Agencia Nacional de Estadística en Salud de los Estados Unidos y el Departamento de Asuntos Exteriores y Comercio del Gobierno de Australia) sostiene que su sistema de medición se usa a nivel internacional y eso hace que los resultados sean “comparables” entre países.

En este punto la cuestión no resiste mucho análisis: la premisa para poder comparar datos es tenerlos. Hasta aquí sabemos que hay hogares en los que viven/vivimos personas con discapacidad, pero no sabemos cuántas son/somos: ¿Qué es lo que estaríamos comparando?

Al vincular las preguntas relativas a las “limitaciones y dificultades” a la vivienda y no a las personas, resulta imposible correlacionar las diferentes respuestas que surgen del resto del cuestionario (cobertura de salud, escolaridad, etc.). Veamos, por ejemplo, el caso relativo a la escolaridad. En este ítem tampoco vemos atisbos de alguna perspectiva que contemple a la discapacidad. La pregunta se formuló bajo el paraguas de la “educación formal”: listando niveles (sin decir niveles) inicial, primaria, secundaria y superior, pero omitiendo del listado a las modalidades, entre las que se incluye la educación especial. Aun cuando la educación especial es contraria a la perspectiva de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (que apunta a trabajar en la inclusión y no en la segregación), la importancia de relevar ese aspecto efectivamente vigente en la sociedad argentina no puede minimizarse.

La probabilidad de obtener respuestas inexactas sobre la base de esa omisión es muy alta: muy pocas veces esta modalidad del sistema educativo argentino es considerada parte de la “educación formal”. En la misma línea, podríamos pensar la exclusión de la educación no formal, en las que quedarían comprendidas todas las formas de acceso a la educación para personas con discapacidad “no formalizables”. La frutilla del cuestionario la encontramos dando un paso adelante en las respuestas: la falta de perspectiva de discapacidad llegó incluso a diseñar una repregunta para la edición virtual del censo al momento en que alguna niñez no asistiera al “sistema formal”, del estilo de: “¿Confirma que x no asiste a la escuela?”.

 

 

Money, money, money

El argumento para negociar la inclusión o no de nuevas preguntas en el cuestionario es siempre económico. Las autoridades sostienen que cada pregunta tiene un muy alto costo. Estas fueron las negociaciones y explicaciones que tuvieron que ser revertidas para la inclusión de las preguntas respecto tanto de la ascendencia indígena como afrodescendiente. Esta línea argumental mira al censo como una política desligada por completo de la trama social donde se desarrolla: así, conocer el número de personas con discapacidad que viven/vivimos en el país no tendría relación con el diseño de políticas públicas. Un tema de preciosismo de las, los y les interesadas en la numerología.

Por el contrario, en numerosísimas oportunidades las observaciones y recomendaciones de organismos internacionales de protección de los derechos humanos no se han cansado de señalar, destacar y reclamar al Estado la necesidad de contar con información estadística que tome en consideración “la situación de sectores específicos de personas con discapacidad que puedan estar sujetas a múltiples formas de exclusión”, tal como surge del artículo 31 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (que, a la postre, es un tratado internacional con jerarquía constitucional por ley 27.044).

Así lo expresa, por ejemplo, en las Observaciones finales sobre el informe inicial de la Argentina de 2012: “El Comité (…) subraya la importancia de disponer de datos actualizados que permitan conocer con precisión la situación de sectores específicos de personas con discapacidad que puedan estar sujetas a múltiples formas de exclusión, en particular, las mujeres, la infancia, las personas institucionalizadas, aquellas que han sido privadas de su capacidad jurídica o pertenecientes a pueblos indígenas”. Nada de esto sabremos al terminar de procesarse la información recopilada hace dos miércoles.

No trabajamos sin información para tratar de mitigar las diferentes formas de exclusión. El costo social de diseñar políticas públicas “intuitivas” resulta sumamente difícil de medir. De una parte, podríamos contar el costo de instalar centros de referencia (asesorías, consultorios especializados, etc.) en localidades con bajas tasas de residencia de personas con discapacidad. Eso sería lo menos grave. Podríamos también ponderar los costos personales, familiares y comunitarios de la ausencia de los mismos centros: facilitar el acceso a servicios especializados (jurídicos, asistenciales o médicos, turísticos) hace un mundo de diferencia para quienes transitan/transitamos la vida encontrando barreras físicas, actitudinales y simbólicas a cada paso, en virtud de vivir en una sociedad que no registra que son las barreras del entorno las que hacen que las diversidades funcionales se cristalicen como discapacidades. Para quienes no estén familiarizados con el artículo 1 de la Convención, su texto es el siguiente:

“El propósito de la presente Convención es promover, proteger y asegurar el goce pleno y en condiciones de igualdad de todos los derechos humanos y libertades fundamentales por todas las personas con discapacidad, y promover el respeto de su dignidad inherente.

Las personas con discapacidad incluyen a aquellas que tengan deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás”.

Esto va desde pensar que la existencia de un cuarto oscuro en planta baja garantiza el derecho a voto de personas usuarias de sillas de ruedas (en escuelas sin ascensor, como todas las que conozco) hasta que la presencia de intérpretes de lengua de señas les/nos permite a todas, todos y todes ver el noticiero. Estas son políticas muy elementales atentas a las necesidades de personas mayores, de personas con movilidad reducida y de personas sordas. Imaginemos lo que podríamos soñar en caso de saber algo sobre las personas con discapacidad que viven/vivimos en el país. Al menos el número.

Hace algunos años, en pleno macrismo, escribí una nota como esta que, afortunadamente, no fue publicada porque los hechos que la motivaban (recortar prestaciones para niñeces con discapacidad bajo el argumento de la necesidad de niñas y niños de “descansar más”) se dejaron sin efecto. El título que le había puesto era El descanso de los normales, sobre la premisa de que la ideología de la normalidad impregnaba incluso las formas adecuadas para el descanso. Tal vez esta nota podría titularse La salud de los normales, La educación de los normales o, incluso, La vida de los otros. Sin información estadística real estamos haciendo políticas públicas intuitivas, desde la comodidad y seguridad que nos brinda nuestro lugar en la escala del capacitismo.

 

 

 

 

 

 

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